Fuego y cerebro

Es fácil intuir la importancia de las llamas para calentarnos o defendernos, pero es otra de las cualidades del fuego la que supone un hecho diferencial en nuestro progreso evolutivo

Javier Morallón

Profesor de biología y experto en tecnología alimentaria

Domingo, 16 de octubre 2022, 18:39

La comunidad científica alberga pocas dudas de que los homínidos utilizaban de forma muy diestra el fuego hace unos 300.000 años. Pero investigadores como el profesor de Harvard Richard Wrangham afirman que esta destreza ya era cotidiana hace un millón y medio de años ... en los prehomínidos. Estas cifras convierten al fuego en un elemento central a considerar en nuestro proceso de hominización.

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Es fácil intuir la importancia de este elemento para calentarnos o defendernos. Éramos capaces de enfrentarnos a diferentes bestias, introducirnos en profundas cuevas o colonizar ecosistemas con temperaturas extremas. Esto, sin duda, marcó nuestro devenir como especie y permite entender nuestra distribución por todo el planeta. Pero es otra de las cualidades del fuego la que supone un hecho diferencial en nuestro progreso evolutivo hasta la época actual.

Energía y alimentos

Que los alimentos tengan una determinada composición de macronutrientes (hidratos de carbono, proteínas y grasas), cada uno con su carga calórica correspondiente -4kcal/g, 4kcal/g y 9kcal/g, respectivamente-, no quiere decir que nuestro cuerpo la pueda aprovechar al 100%. De hecho, el principal hidrato de carbono presente en la naturaleza, la celulosa, es indigerible para la mayoría de los animales, incluidos nosotros mismos. Tampoco quiere decir que los que sí son digeribles, el almidón por ejemplo, vayamos a ser capaces de extraer todo su rendimiento energético. Esto se debe a que las estructuras químicas son muy complejas y no están siempre en la mejor conformación para potenciar su absorción. También a la interacción de otras sustancias como la fibra, que reducen su disponibilidad. Y tampoco debemos olvidar que nuestro metabolismo no es el culmen de la eficacia y el dinamismo.

Vemos que extraer la energía de los alimentos no es tan fácil. Pero si algo marcó nuestra evolución como prehumanos fue nuestro incremento constante en el consumo de energía. La principal razón de estas mayores necesidades calóricas fueron nuestros continuos cambios anatómicos. Cada vez éramos una especie de mayor tamaño, pero el principal problema es que íbamos potenciando el desarrollo de un órgano que necesita más energía que un Ferrari subiendo una cuesta. Ese órgano era el cerebro y sus cifras impresionan: un cerebro humano consume más del 20% de la energía total diaria con solo un 2% del peso corporal.

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Vemos que ser cada vez más cabezones tenía un precio, no menor, a pagar. Pero ¿cómo saldar nuestras deudas energéticas?

Aprendimos a cocinar

Cocinar los alimentos tiene infinidad de ventajas. Por lo pronto, mejora el sabor, ya que funde la grasa presente en el alimento aumentando su palatabilidad. También desnaturaliza las proteínas optimizando, en muchos casos, la comestibilidad de un alimento ( ensemos en el huevo batido cuando se transforma en tortilla).

El calor es la mejor técnica de esterilización de los alimentos, así que es fácil de imaginar la mejora, en seguridad alimentaria, que supuso para nuestros cavernícolas antepasados. Muchas sustancias duras resultan masticables, ampliando el rango de alimentos comestibles. Así, una patata cocida es veinte veces más digerible que una cruda. Pero lo realmente importante fue que el fuego incrementaba, de forma muy notable, el porcentaje de calorías que realmente podíamos aprovechar.

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Esto también aumentó espectacularmente nuestro tiempo libre. Hay mamíferos que necesitan comer muchas horas al día para poder extraer la energía suficiente de los alimentos o acompañar las digestiones de prolongadas siestas para poder procesar la indigesta pitanza. Los koalas o elefantes son buenos ejemplos, pero también hay primates que emplean más de siete horas diarias en llevarse cosas a la boca.

¿Algo negativo?

Vemos que es difícil entender nuestro enorme cerebro sin conocer las técnicas culinarias de nuestros antepasados. Podría pensarse que todo fueron ventajas, pero es cierto que algunas consecuencias negativas aparecieron. Sabemos que la cocción en exceso hace surgir sustancias tóxicas relacionadas con la aparición de cánceres. El humo tampoco nos va demasiado bien, en especial para la salud de nuestros ojos y pulmones.

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Algunas de las últimas investigaciones al respecto sugieren que nuestra línea evolutiva pudo albergar mutaciones para hacer menos dañinas determinadas sustancias presentes en el humo. Incluso que pudo tratarse de una ventaja de Sapiens frente a Neandertal, que era mucho más sensible. Esto explicaría por qué tóxicos que aparecen en alimentos cocinados en exceso, como la acrilamida, resultan ser muchos más peligrosos para los animales de experimentación en laboratorio que para nosotros.

También se apunta a que el hecho de permanecer juntos en torno al fuego pudo propiciar la extensión de algunas enfermedades como la tuberculosis y resulta poco discutible que el hecho de estar acostumbrados a respirar humo fue un paso que facilitó una de las acciones que más daño nos ha hecho, fumar.

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No todo es bueno, pero es incuestionable que el fuego tuvo un papel crucial en nuestra evolución como especie y solo ahora empezamos a comprender su contribución al desarrollo del órgano más complejo que ha existido: el cerebro humano.

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