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A nuestro mundo lo vertebra la confianza. Si nos sentamos en un tren que va a 300 km/h es porque confiamos en el trazado y el buen estado de las vías. Si permitimos que, en total inconsciencia, un cirujano nos opere en un frío quirófano es porque confiamos en su preparación y habilidad. Si depositamos nuestra nómina y ahorros en una determinada entidad bancaria es porque confiamos que estarán a nuestra disposición cuando los necesitemos.
Obviamente no se trata de una confianza ciega. Sabemos que el engaño es una perversión de la confianza; sin la una no existiría la otra. De forma que nos protegemos con mecanismos de control para que confiar no sea un salto al vacío cuyo único sostén sea algo tan intangible como la intuición. Esto hace que tengamos sólidos reglamentos sobre cómo se deben construir las vías férreas, planes de estudios contrastados en las universidades o extensa normativa referentes a la forma de proceder en las entidades bancarias.
Esta confianza fue fundamental en nuestro proceso evolutivo. Que antiguos grupos de homínidos colaboraran entre sí en pro de un bien común superior marcaba la diferencia con el resto de especies. Esto permitía elaborar estrategias de ataque y defensa multiplicando las posibilidades de éxito. Los miembros del grupo estaban dispuestos a riesgos de forma individual porque confiaban en el reparto del posible beneficio. Esta colaboración convirtió a unos primates destartalados, que apenas contaban con cualidades para desenvolverse en la sabana africana, en una fuerza formidable que comenzó a transforma el planeta hace unos 6 millones de años.
Vemos que la confianza es el gran elemento aglutinador de voluntades y como tal un espectacular proveedor de poder al que sea capaz de generarla. Esto también supone un poderoso imán para quien tiene aviesas intenciones y no duda en generar esa confianza de forma torticera.
Hasta no hace mucho no era difícil detectar a los charlatanes, vendedores de humo o simples ignorantes con aires de grandeza. Los debates tabernarios lo admitían todo, pero en el momento que se acedía a cotas superiores de intelectualidad se activaban los resortes necesarios para que la inmensa mayoría de las estupideces se filtraran y no llegaran a la opinión pública. Por desgracia esto ya no es así.
Umberto Eco lo denunció hace años: «Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas». Efectivamente, ya no se activan los mínimos mecanismos de selección y los mensajes por burdos o malintencionados que sean llegan en igualdad de condiciones a millones de personas que ya no saben discernir la información del ruido.
Hoy en día solo se necesita un trípode, un móvil y una APP de edición para elaborar una noticia perfectamente creíble que solo tiene su fundamento de certeza en nuestra imaginación. Además, siempre hay un 'outsider' a mano con un espectacular currículum que puede decir la sandez que se estime conveniente. Un especialista que blanquea la teoría conspiranoide de turno y se convierte en su principal sostén. Pero tampoco es necesario que exista realmente. En mis estudios universitarios de grado y postgrado he cursado unas ocho asignaturas diferentes en el ámbito de la microbiología con largas temporadas de prácticas en sus laboratorios y creo que he conocido a dos o tres virólogos. Últimamente todo hijo de vecino parece conocer un virólogo que, además, certifica teorías conspiranoicas sobre el Covid-19.
La ciencia es el gran refugio de la confianza. Pero la ciencia de verdad, aquella que está sostenida por prestigiosas instituciones de investigación o universidades. Aquella que utiliza el mejor sistema que ha alumbrado la humanidad para conocer su entorno: el Método Científico. Un procedimiento aparentemente simple donde la hipótesis planteada, tras la observación de un determinado fenómeno, debe demostrarse por medio de la comprobación empírica y su publicación para que dicha demostración pueda ser fiscalizada por la comunidad internacional. Una vez obtenida una determinada certeza científica esta nunca se considera un dogma puesto que siempre es susceptible de revisarse ante la aparición de nuevas evidencias.
Hoy en día el método científico está más perfeccionado que nunca. La globalización permite que la comunidad científica este continuamente conectada, de modo que la afirmación de un laboratorio en Canadá puede ser comprobada, en días, por una universidad de China. Las certezas científicas, en la actualidad, son sostenidas por centenares o miles de estudios que llegan a las mismas conclusiones. Renovándose o reformulándose puntualmente con nuevos descubrimientos o aportaciones. Se trata, sin duda, del mejor sistema de certificación de la realidad que ha existido nunca en nuestra historia.
Un año después de empezar a inocularse las vacunas los datos son simplemente espectaculares. Las miles de vidas que se han salvado son fiel testimonio de un esfuerzo científico sin precedentes. A pesar de eso unos cuatro millones de españoles, con posibilidad de hacerlo, no se han vacunado.
Se podría hablar de la extrema insolidaridad de estos individuos para con sus iguales ya que se convierten en reservorios del virus con capacidad para difundirlo de forma brutal. Pero lo sorprendente es analizar los argumentos que les han llevado a esa inconsciente decisión: el tiempo del desarrollo de las vacunas no ha sido suficiente, mi sistema inmunitario es especial y yo no me contagio, el Covid no existe, las vacunas no funcionan y son un negocio, las vacunas generan sorprendentes efectos secundarios… Estos argumentos han conseguido llegar, como mínimo, en igualdad de condiciones que los que ha transmitido la comunidad científica internacional con sus cientos de laboratorios trabajando coordinadamente, su infinidad de investigaciones y sus miles de publicaciones que avalan con total solvencia las vacunas aceptadas por las agencias internacionales.
Esto no parece impresionar a los antivacunas, son suficientes unos cuantos grupos de Telegram o algún canal de televisión minoritario para echar por tierra el inmenso esfuerzo de miles de científicos honestos. Tampoco parece interpelarles los datos que arrojan los estudios epidemiológicos más completos donde se demuestra que la vacunación ha reducido en más de un 90% los eventos graves derivados del contagio.
Urge un mínimo de alfabetización científica para que en un mundo donde un mensaje avalado por el Departamento de Microbiología de la Universidad de Harvard y otro creado por el pirado que vive en el quinto derecha no puedan ser tenidos en cuenta en un plano de igualdad. Urge que los mentirosos y embaucadores sean identificados y denunciados, porque hoy pueden hacer más daño que nunca. Urge depositar nuestra confianza solo en aquel organismo, institución o individuo que realmente la merezca.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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