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Pongámonos en situación: siglo X en la Península Ibérica. El mejor momento de Al-Ándalus había llegado, una ciudad deslumbraba como pocas en occidente desde la Roma de los césares. Córdoba era la capital de un Califato creado en el 929 por Abderramán III. En el norte, la Reconquista había comenzado pero más por desidia o desinterés de los diferentes gobernantes andalusís que no estaban demasiado interesados en lo que pasaba al norte del río Duero.
En la zona septentrional el poder se lo repartían una serie de primitivos reinos, condados y marcas. El reino Astur-Leonés, el condado de Castilla, el reino de Navarra y el reino de Aragón y Cataluña. Las disputas entre ellos eran frecuentes y el sistema del «quítate tú para ponerme yo» estaba muy perfeccionado entre las diferentes dinastías de la época.
En el 935 nació nuestro protagonista: el infante Sancho de León, hijo del rey Ramiro II. A este último lo apodaban «el diablo», así que nos podemos imaginar que la crueldad no le era ajena. Por lo demás, su reinado no fue mal. Consolidó territorios y llegó a repoblar amplias zonas del valle del Duero.
En esas llegó la época de la sucesión. A priori Sancho no era el llamado a suceder a Ramiro II, sino su hermano mayor Ordoño. Sancho tenía otras prioridades, y entre ellas no aparecía la de convertirse en un estilizado y ágil caballero merecedor de la corona. Por esa época, cuentan las crónicas, pesaba en torno a 240 kilos, un peso que le impedía montar a caballo e incluso levantarse de la cama. La razón no era una extraña maldición milenarista. Sancho comía no menos de siete veces al día, con menús de hasta 17 platos donde la carne de caza ocupaba un lugar primordial y casi hegemónico. Pero su hermano murió y nuestro príncipe tragaldabas se sentó en el trono en el año 956.
Los tiempos de relativa estabilidad en León habían pasado y por esa época los conflictos civiles arreciaban. Al inicio de su reinado, la reputación de Sancho I era ya un completo desastre. Se le acusaba de deslealtad con respecto a su hermano y, en una época de escasez para la población en general, tener un Rey que era incapaz de subirse al caballo para comandar a las tropas era humillante. Para colmo de males, no cuidó demasiado las alianzas como la del Conde de Castilla, un tal Fernán González que era su tío. Ya se sabe que la familia, en estos casos, puede ser tu peor enemigo. Y así fue. El Conde de Castilla se alzó en armas contra su sobrino destituyéndolo y situando en el trono al primo de Sancho solo dos años después de su coronación.
Sancho salvó la vida por poco y se refugió en Navarra con la clara intención de recuperar su trono. Algo que, necesariamente, exigía situarse al frente de un ejército y lucir «tipín» de verdadero caballero medieval.
Por esa época, los conocimientos científicos en el entorno de la nutrición brillaban por su ausencia. ¿Dónde buscar a alguien con unos mínimos que pudiera aconsejar el mejor remedio? Pues en casi el único rincón de Europa donde el conocimiento se seguía atesorando y cuidando: en la España musulmana del Califato de Córdoba.
Abderramán III no tuvo ningún problema en ceder a su mejor «sanador», el judío Hasday Ben Shaprut. Y es que todo lo que contribuyera a desestabilizar los reinos cristianos era bienvenido.
Hasday decidió llevarse a su orondo paciente a Córdoba y someterlo a una dieta donde la primera medida que implementó fue coserle la boca al destronado. Tan solo le dejaron una pequeña apertura para introducir agua e infusiones. Este sofisticado tratamiento se completaba con paseos por los jardines de palacio, baños de vapor y enérgicos masajes para evitar la piel colgadera. Las crónicas afirman que en 40 días Sancho perdió 120 kilos.
Con la mitad de su peso, el leonés se enfundó su armadura y con la ayuda de ejércitos navarros y musulmanes recuperó su trono en el 959.
Como es fácil intuir, la dieta del famoso médico judío era un auténtico disparate difícil de creer. Perder 120 kilos en 40 días suena a cuento chino con tintes bíblicos. Esa pérdida tan brutal de peso habría generado una casi segura intoxicación interna con una enorme presión sobre órganos como el hígado o el riñón. Por no hablar de la falta de energía que manifestaría el protagonista para enfundarse una armadura y salir a guerrear.
Otro tema sería el efecto rebote. Sí, ese que aparece cuando se ponen en práctica dietas mal diseñadas donde el actor principal es la restricción calórica y tu cuerpo activa sus propios mecanismos de supervivencia.
El control de estos procesos corresponde a la amígdala cerebral y los mecanismos bioquímicos que desencadenan son muy potentes, así que no olvidemos que la vida está en juego... o eso cree nuestro cuerpo.
Lo de ponerse a dieta es propio de los últimos 50 años, una broma en términos evolutivos. Tú cuerpo no va a distinguir entre una dieta y un periodo de escasez potencialmente mortal, por esa razón pasar hambre no es una buena estrategia porque es imposible controlar ese impulso. Da igual como se llame el gurú que te proponga una dieta donde pases hambre porque al final fallará; tarde o temprano el atracón aparecerá. Es como pensar que uno puede aguantar sin respirar, ya que en el momento que nuestro cuerpo detecte que corre serio peligro cogerá las riendas y te obligará a tomar esa bocanada de aire. Con el hambre el proceso es parecido, lo que pasa es que al ser más espaciado en el tiempo nos da una falsa sensación de control.
Así que lo de pasar hambre durará lo justo, por lo que más pronto que tarde volverás a comer de forma parecida a como lo hacías antes, pero con una novedad, tu cuerpo ya habrá activado los mecanismos de austeridad, en consecuencia, lo mismo que comías antes te hará engordar mucho más.
Al final la conclusión es la misma: nada de dietas y atajos. La reeducación alimentaria basada en el rigor científico es el único mecanismo para una vida nutricionalmente sana. Incluso si tienes que recuperar un trono que te ha quitado tu tío.
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