2020 pasará a la historia como el año que lo trastocó todo, absolutamente todo, y en todos los ámbitos, tanto el público como el privado. El caos ha gobernado nuestras vidas. Lo cierto es que el primer trimestre comenzó razonablemente bien, con buenos datos económicos ... y con una buena perspectiva para la Costa del Sol cara a la Semana Santa y a la temporada alta veraniega. Pero llegó el coronavirus y provocó un cataclismo. Durante la primera etapa la confusión se adueñó del país. Una sociedad que pensaba que tenía todo dominado se encontraba de repente con que no sabía cómo reaccionar ante la virulencia del virus que nació en China, bien de forma espontánea, bien como un ataque del país asiático.
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Hay teorías para todos los gustos, pero, sinceramente, eso es algo que jamás se podrá saber con certeza. Una plaga mundial, lo que prácticamente ya no se contemplaba al considerarse propio de otras etapas históricas, como la Edad Media con la peste. Y el primer remedio fue muy parecido al que se utilizaba entonces. Todos confinados en casa. Nadie esperaba que esos primeros quince días se convertirían en casi un centenar. Los hospitales no daban abasto y se producían múltiples contagios dentro de los mismos por la falta de material de protección. Era el caos. El Gobierno estaba atenazado y no sabía lo que tenía que hacer de una manera clara. O no sabía o no reconocía que no podía hacer nada. Fernando Simón, que al principio aparecía como un hombre sereno y que transmitía confianza, fue perdiendo puntos por las contradicciones en las que incurría. No hacen falta las mascarillas, proclamaba en un primer momento. Bueno, sí es bueno, decía después para terminar convirtiéndolas en obligatorias. Se mintió, pero se hizo porque no había mascarillas para la población. Caos. La gente desconcertada al ver cómo aumentaba de manera alarmante la cifra de fallecidos, pese a que no se reconocían todos los caídos por culpa del virus. Caos político. Guerra total en el Congreso de los Diputados por la cascada de falsedades que partían desde Moncloa.
Los ciudadanos observaban atónitos la desgarradora falta de unidad por la cortedad política de unos y de otros. Por su incompetencia. La sociedad que se había acostumbrado a vivir con todas las comodidades veía cómo se derrumbaba el sistema económico. De repente, todo el mundo sabía por la vía directa o indirecta lo que era un ERTE. Los derechos individuales pasaban a mejor vida con las restricciones de movimientos. Menos libertad, algo impensable en el siglo XXI. La vida dictada por decreto ley. Y la ruina, maldita palabra que se ha colado en el diccionario de la rutina.
Las ciudades convertidas en desiertos por las noches. Toque de queda, algo que sonaba a contienda militar, pero que se ha impuesto en la vida civil. Y colas, como aquellas del hambre y que se asociaban a la posguerra. Colas para ir a comprar, para ir al médico en medio del caos sanitario. Nadie cogía el teléfono. Ver al médico se convertía en una odisea. Sensación de abandono, especialmente en esos mayores que han fallecido en las residencias de ancianos. Hay un maremagnum de planes de ayudas y moratorias que muchas veces han sumido más en el caos a los más vulnerables de la crisis económica. Las empresas dudan entre cerrar o intentar mantenerse con un respirador en forma de ICO que después hay que pagar cuando recuperen el aliento.
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En los colegios y en las facultades ya no son todos iguales, depende de qué lado se esté en la brecha digital. Se impone un horario de cumpleaños infantil para los adultos que se atreven a ir a los bares y restaurantes, que han sido uno de los grandes perjudicados de la pandemia. En los tiempos de caos siempre pagan justos por pecadores. Las hojas del calendario de este 2020 que se cierra por fin hoy pasaban sin que la pesadilla acabara. Pero todo pasa, incluso el caos. La vida en cuarentena. El próximo año nace con la esperanza de la vacuna que devolverá el orden mundial. ¡Ojalá!
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