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La vida cambió en cuestión de días. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, compareció el 13 de marzo para anunciar la declaración del estado de alarma en todo el país con el objetivo de contener el avance del coronavirus, que por entonces había provocado 121 ... muertes y más de cuatro mil contagios. El Consejo de Ministros se reunió con carácter extraordinario para decretar el confinamiento domiciliario. «El heroísmo», aseguró el jefe del Ejecutivo, «consiste en quedarse en casa». Y España acató una de las restricciones más duras aplicadas en Europa. Aquella declaración, ya histórica, concluía así: «Tardaremos semanas pero pararemos al virus. Eso es seguro. Con unidad, responsabilidad y disciplina social. Superaremos esta emergencia amparándonos en el consejo de la ciencia y apoyándonos en todos los recursos del Estado. Pero también es seguro que lo conseguiremos antes y con los menores daños humanos, económicos y sociales posibles si lo hacemos unidos y cumpliendo cada cual con nuestro deber. Este virus lo pararemos unidos. Muchas gracias. Buenas tardes». Esperaban semanas de encierro, con salidas a cuentagotas. Se impuso el teletrabajo y a diario se vaciaban las estanterías de los supermercados, más por temor general que por problemas de abastecimiento. Las casas se convirtieron en improvisadas aulas, pero también en despachos, cines y hasta gimnasios. Todas las tardes, a las ocho en punto, España tenía una cita con ventanas, balcones y terrazas para aplaudir a los sanitarios en un acto liberador, tal vez para exorcizar también los fantasmas comunes.
Los estados de alarma fueron sucediéndose, anunciados por Sánchez cada dos semanas en ruedas de prensa en las que costó que el Gobierno aceptara las preguntas de los periodistas. A finales de abril enseñaron la luz al fondo del largo túnel del confinamiento, aliviado poco antes con las salidas controladas de menores de catorce años, que supusieron la primera medida de relajación. El plan de desescalada abría la puerta por fin a la posibilidad de hacer deporte más allá de las paredes de casa. España ya sumaba casi 23.000 fallecimientos por Covid-19, el tercer dato más letal del mundo después de Estados Unidos e Italia y el primero en relación al número de habitantes.
A prácticas sociales ya ancladas, como el distanciamiento y el uso de mascarillas (y por entonces también guantes, antes de que dejaran de recomendarse por los expertos) se sumaron diferentes fórmulas para facilitar cierta recuperación de la actividad habitual, como la instalación de mamparas en negocios, los controles de acceso a la playa y las limitaciones de aforo en comercios. La comunidad científica advertía de que el éxito de la desescalada pasaba por la práctica masiva de test. «Los ensayos clínicos de las vacunas tardarán meses en concluir. Por eso es importante, mientras tanto, saber quiénes han pasado la enfermedad, quiénes no y quiénes son portadores», recordaba a este periódico la profesora de Genética Ana Grande. En Málaga, una de las provincias más castigadas por la crisis, los diferentes sectores estudiaban contra reloj cómo amortiguar la caída.
En abril, tras seis semanas confinados en casa, los menores de catorce años pudieron salir acompañados de un adulto. La medida, aunque con restricciones (sólo podían hacerlo una hora al día, entre las nueve de la mañana y las nueve de la noche, y a un kilómetro de su domicilio) suponía el primer escalón hacia «la nueva normalidad», como se denominó el conjunto de hábitos que hubo que adquirir para mantener los contagios a raya y evitar repuntes que acabaron llegando. La necesidad de extremar las medidas de higiene y la recomendación de llevar mascarilla, antes de su obligatoriedad, era repetida por sanitarios y epidemiólogos. En mayo se permitieron las salidas de adultos, limitadas durante los primeros días a paseos y deporte al aire libre, aunque por entonces ya había calado una especie de síndrome del topo: el miedo a pisar la calle después de más de un mes encerrados. Los psiquiatras alertaban de un previsible aumento de síntomas relacionados con la ansiedad y sus consultas se llenaron.
Pocas imágenes simbolizaron con tanta fidelidad el confinamiento como las playas precintadas. El presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, puso sobre la mesa la posibilidad de que reabrieran con limitaciones de aforo para garantizar la distancia mínima. Los chiringuitos, guardianes de las playas, ya habían perdido cerca del treinta por ciento de su actividad anual por el cierre decretado entre Semana Santa y el puente de mayo. También la hostelería trataba de adaptarse. España es uno de los países con más negocios de este sector por habitante. A la espera de medidas oficiales, los establecimientos buscaron fórmulas para adaptarse a las nuevas normas de seguridad, desde pequeñas reformas hasta la instalación de mamparas. El sector daba por seguro que debería haber al menos un metro y medio entre mesas, una distancia que resultó insalvable para los locales con menos espacio. La patronal ya auguraba el cierre del 15 por ciento de los restaurantes y la destrucción de cientos de miles de empleos. Pero el buen tiempo y la profusión de terrazas jugaron a favor de Málaga, donde los contagios y muertes descendieron hasta lo anecdótico, sobre todo entre julio y agosto. Hubo que aprender que las condiciones de exposición al aire libre complican la transmisión del virus.
Con el verano se levantaron casi todas las restricciones. El turismo quedó limitado a los viajeros nacionales. Con la curva de contagios y hospitalizaciones desplomada, la vida volvió a parecerse a sí misma, aunque la calma duró poco. La segunda ola pasó de ser una sombra que planeaba sobre almuerzos y cenas felices a convertirse en una realidad que volvió a poner a prueba la vocación de los sanitarios, esta vez colapsando la atención primaria, donde hacerse un test se convirtió en misión imposible. Sin el mando único, ya con la competencia en materia de sanidad devuelta a las comunidades autónomas, los gobiernos regionales comenzaron a tomar medidas en función de los indicadores que desde entonces marcan nuestro presente y también nuestro futuro, al menos a corto y medio plazo: incidencia acumulada mediante tasa de contagios cada cien mil habitantes, presión hospitalaria, ocupación en cuidados intensivos, porcentaje de positividad en pruebas diagnósticas... Los ensayos más avanzados de vacuna llegaban a la tercera fase. Pero aún quedaba un nuevo estado de alarma.
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