Casi de la noche a la mañana, sin que nadie lo previera, el coronavirus vació Málaga en apenas un fin de semana de mediados de marzo. La provincia tuvo que frenar su actividad turística y hostelera, motores económicos que no volvieron a ponerse ... en marcha hasta el verano, lastrados aún por la pandemia. Con el desempleo disparado y una nube de incertidumbre en el horizonte, las peticiones de ayuda no han parado de multiplicarse hasta desbordar la capacidad de las asociaciones, que se han encargado de la respuesta más inmediata a la crisis. Detrás de cada cifra hay historias de ruina y desolación, pero también de esperanza y dignidad. No todos quieren contar la suya. El desplome de la economía ha generado lo que las organizaciones llaman «nuevos pobres», personas que se han quedado sin empleo o tardaron semanas, a veces meses, en cobrar la prestación que les correspondía por los expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) y no disponían de ahorros para afrontar tanto tiempo sin ingresos. Muchas de ellas han tenido que recurrir a comedores sociales como Santo Domingo, donde a diario reparten cientos de táperes con comida, una ayuda que alivia la situación de estas familias, para las que la vida ha quedado suspendida, o Emaús, Torremolinos, donde se forman colas que la distancia social alarga de forma kilométrica.
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Junto a los nuevos usuarios de estos servicios sociales hay otros dos grandes grupos de solicitantes: quienes ya necesitaron estos recursos por la crisis de 2008 pero habían remontado al encontrar un empleo, aunque no tanto como para generar ahorros suficientes para vivir sin trabajar desde marzo, y las personas que dependen de estos servicios, arrastrados por lo que las asociaciones definen como «pobreza crónica». La pandemia ha dejado aun más al descubierto la vulnerabilidad de estos últimos casos, sin una alternativa si las organizaciones que se han ocupado de la emergencia social colapsaran. A la una de la tarde comienzan a recogerse las bolsas en Santo Domingo, que asigna una hora concreta a cada usuario. Ni siquiera así consiguen evitar que se forme una cola que a menudo rodea el edificio, en pleno centro de la capital. Para muchos será la única comida del día.
En Torremolinos, decenas de personas esperan una bolsa con primer y segundo plato, una pieza de fruta y un bocadillo. A veces tocan galletas, leche o dulces, como explica Daniela. Es ecuatoriana, aunque lleva trece años en España. Trabajaba limpiando casas, hasta que las puertas de todo el país se cerraron para impedir el paso del coronavirus. Ha solicitado todas las ayudas posibles, y lo repite dos veces: «Todas, todas». Cada día aguarda su turno para recibir la ayuda, que amortigua pero no soluciona su problema. SUR puso rostros a esta crisis. Como el de José, pensionista, que trabajó durante casi toda su vida en una lonja de pescado pero nunca estuvo asegurado y ahora cobra una pensión de 395 euros. «395 con 60», matiza: cada céntimo cuenta. Cuando termina de pagar el alquiler, le quedan poco más de 40 euros. Por eso lleva años acudiendo a comedores sociales, envuelto en una espiral de pobreza crónica. La crisis también ha arañado a quienes ya pedían ayuda antes de la pandemia, cuyas opciones de salir de la marginalidad son ahora más reducidas si cabe. Con 69 años, José ha asumido que dependerá de los servicios sociales el resto de su vida. Y pudo ser peor: «En 2007 toqué fondo. Creí que me moría en la calle. Hasta pensé en hacer algo para que me metieran preso». Pasó tres años en un centro de desintoxicación para espantar la necesidad de heroína y cocaína, adicciones que dinamitaron su matrimonio: «Tengo ocho hijos. Me ayudan si me hace falta algo, pero tienen su vida y procuro no pedir nada. Estoy separado. Bastante aguantó ella ya».
También Lidia quiso compartir su historia. Es auxiliar clínica: «Estaba viviendo en Eugenio Gross con mi niño, pero me quedé en paro, no he podido pagar el alquiler y hemos tenido que mudarnos a casa de mis padres, en La Palmilla». Su hijo tiene siete años y a diario espera junto a ella, inquieto, jugando con las paredes y sin parar de moverse, en la cola que forman los usuarios del comedor de Santo Domingo. Esta madre soltera nunca antes había tenido que pedir ayuda: «Siempre he ido tirando como he podido, porque he estado toda la vida trabajando, independizada con Gabi. Nunca me había visto en una situación así. Ahora dormimos en el sofá de la casa de mis padres». Allí, en un piso de dos habitaciones, viven sus padres, un hermano, una hermana y la pareja de ésta, todos desempleados, además de Lidia y su hijo: siete personas en unos pocos metros cuadrados. Con una raquítica prestación de 226 euros, la pensión de su padre, que ni siquiera alcanza los mil, se ha convertido en la tabla de salvación de la familia. El comedor le suministra alimentos para dos, «y menos mal que al menos tenemos algo de ayuda». Cuando piensa en el futuro no ve más que nubarrones: «Porque además soy de riesgo por mi asma, así que tengo complicado que me contraten». Acaba todas las conversaciones que mantiene con quien se cruza en su camino, hasta recoger la bolsa con comida, con una petición que podría sonar desesperada pero ella dota de dignidad: «A ver si alguien me puede echar una mano, que sólo quiero trabajar».
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Algunos bajan la cara. Es la primera vez que piden comida. Otros llevan meses, incluso años, necesitando ayuda: «No tiene nada de indigno, porque no robamos a nadie, pero te sientes un fracasado. No eres capaz ni de mantener a tu familia». Y la voz se entrecorta. También en Cruz Roja se ha multiplicado el número de personas atendidas en proyectos de intervención social. Han entregado miles de tarjetas canjeables en tiendas de productos básicos y bolsas de alimentos. Samuel Linares, coordinador provincial, confirma que han detectado «una pobreza sobrevenida», especialmente entre personas con empleos vinculados al sector servicios: «Es importante que estas ayudas dejen de ser percibidas como algo negativo. Son recursos que están al alcance de quienes los necesiten, igual que cuando enfermas vas al centro de salud». A la respuesta inmediata que suponen estas iniciativas de urgencia ha de sucederle, explica, «una fase de recuperación» que vuelva a permitir a estos usuarios el acceso a un empleo.
Y hay otro elemento dramático que se suma a la ecuación: miles de mayores llevan meses solos, sin visitas. «Estamos muy preocupados por ellos», reconocen desde las asociaciones. Saben que la pobreza, como el virus, se ceba con los más vulnerables.
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