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Viernes, 18 de agosto 2023, 23:59
Camino a casa, el niño recordó la regañina del día que se manchó la camisa con tinta. También le vino a la memoria el castigo por sentarse descuidadamente en un banco recién pintado, estropeando el pantalón que estrenaba. Y vio de nuevo la cara de su madre la víspera de su primera comunión, contemplando el traje de marinero tiznado por trastear en la chimenea. Caminaba despacio, demorando la llegada, temiendo el momento en que ella lo viera aparecer, sucio como iba de los pies a la cabeza tras una tarde de juego con los amigos en el barro de la calle.
En cuanto asomó por la puerta, la mujer lo abrazó muy fuerte y se lo comió a besos.
Faltaban 23 minutos para que dieran las doce de la noche cuando se dio cuenta de que necesitaba una estancia mucho más amplia para invocar al demonio, por eso trazó su símbolo en la sala de lectura, la más amplia de la casa. Colocó las velas de miel, escogidas con esmero; y justo antes de la medianoche se dispuso a mencionar su nombre. El libro de las sombras no lo dejaba claro, si 10 o 13 veces, si en voz alta o baja. Releyó concienzudamente la última parte, pero los gritos de su hermano pequeño, maniatado frente al dibujo del pentagrama, no le dejaban concentrarse. Se miraron a los ojos, vinieron a su mente los juegos compartidos durante su infancia, sonrió, y pensó que quizá con eneldo estaría realmente exquisito.
La oigo crujir a menudo.
«Será el calor», pienso yo.
Un día vi que, además, salía una columna de humo, percibiendo el aroma de tu cigarro.
Es la silla donde solías sentarte y, ahora, estoy segura de que no te fuiste del todo en aquel maldito accidente. Que cumples con tu palabra de no dejarme nunca.
Cuando llegué del colegio decidí confesarle a mi padre los detalles de mi última fechoría. No porque me pesara aquel revolcón, que se merecía, sino porque, más pronto que tarde, se iba a enterar y preferí anticiparme. Hombre de pocas palabras y severidad en el semblante asumí que me iba a caer la de dios cuando los Borja se presentaron de la mano del pelma de Joaquinito. De reojo observé la expresión pétrea de mi padre ante sus sollozos, con el uniforme escolar pringado de barro, y soportando de sus indignados progenitores toda una retahíla de quejas con ese aire tan repipi. Cuando se marcharon me dio un apretón en el hombro y me mandó ir a jugar. Pocas veces he visto en él una mirada de complicidad como aquella.
Se apostaba en la acera todas las tardes para ver a su novia. Así la llamaba él.
Yo lo veía cuando pasaba desde el trabajo. Estaba allí, frente al cristal, con su sonrisa ingenua bajo la gorra de béisbol. Parecía feliz contemplándola y tirándole besos. Ni la mirada fría e indiferente de ella ni su mutismo permanente parecían importarle.
Ayer, después de varios días de vacaciones, volví a pasar por la calle. Lo encontré deambulando como alma en pena porque ella no estaba ya tras el cristal. Iba abatido, lloroso y no paraba de repetir: ella volverá, ella…
Sus familiares le han explicado la situación, pero no han conseguido que desista de su empeño de volverla a ver. Ni siquiera el psicólogo ha podido hacerle comprender que ella no regresará nunca al escaparate, pues llevan varios días transformando la antigua tienda de modas en una hamburguesería de renombre.
Era mi primera vez. Me quedé pegado a la pierna de mamá. Bueno, así la llamaba papá a quien también consideraba como tal. Me animaron a correr y jugar, como cuando me llevaban al parque. Sacaron mi pelota y me la lanzaron, pero aquella tierra caliente se hundía al pisarla y me costaba avanzar. Luego me acercaron a la orilla. El agua amenazaba con atraparme una y otra vez con unos colmillos espumosos. Yo no quería mojarme. Como me resistía, papá me tomó en brazos y nos fuimos adentrando en la mayor cantidad de agua que había visto jamás.
No era como la bañera que tampoco me gusta nada. Vencido mi miedo comencé a disfrutar moviendo mis patas sin un suelo donde apoyarlas y el sol y la brisa secaron mi pelaje rápidamente. Y además, rodeado de niños, me convertí en el rey del lugar. Me sentía feliz.
¡Guau, guau!
El desván permaneció en silencio por muchos años. Había llegado la hora de hacer lecturas del pasado como en el testamento decía la abuela. Kati observó las estanterías y muebles antiguos arropados por el polvo sin huellas de un reciente presente. Alcanzó el archivo 1868. Un archivo de viudas familiares donde sus maridos dejaron sus huesos en otras tierras –esto de por Dios y la Patria– que se llevaba la juventud dejando un reguero de dolor.
Los hombres de la familia cuya herencia solo fue su sangre. Todos, menos el tío Carlos que quedó en Cuba haciendo fortuna. Hoy disfrutaba la familia de ella a sabiendas que fue adquirida de manera extraña. Allí conoció a la inglesa que sería su locura, una locura que algunos familiares heredaron a cambio de ser los más ricos de un cementerio ocupado por duelos y asesinatos interminables.
Me sentía incapaz. Conocía la técnica: una historia con intriga, un estilo pulido, un final sorprendente, un título atractivo… Todo eso lo conocía de sobra, entonces por qué seguía sintiéndome tan incompetente.
Siempre que me disponía a iniciar la tarea se apoderaba de mí una ofuscación paralizante, un embotamiento que atrofiaba mis facultades mentales. ¿Por dónde empezar? En mis años de estudiante me ocurría lo mismo con los exámenes, especialmente los de matemáticas. Conocía las fórmulas y las propiedades de los logaritmos, las derivadas y las integrales, pero cómo y en qué momento aplicar cada una.
De súbito recordé lo que el viejo profesor Vallejo afirmaba reiteradamente: «Pon orden en tu cabeza y encontrarás que todo tiene su acomodo; el resto es práctica, práctica y más práctica».
Me dije: un relato de 150 palabras. Y empecé a escribir:
«Me sentía incapaz. Conocía la técnica…».
Los ojos no saben guardar secretos. No los de mi Luisete. Desde que los abrió por primera vez en la sala de parto supe que esas dos esferas negras iban a convertirse en mis confidentes: el susto del primer día de guardería, la ilusión de cada cumpleaños, la vergüenza que pasa cuando le doy un beso en público… así que no sé por qué tanto empeño en decirnos a mí y a su padre que tiene novia pero que no nos la puede presentar aún, si yo ya sé que quien le gusta es su amigo Mario. Harían buena pareja.
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