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Sábado, 5 de agosto 2023, 00:22
Los gritos se oían desde el dormitorio, me despertaron en mitad de la noche. Me asomé al rellano de la escalera con disimulo y allí estaba. Como un desarrapado, alterando a los vecinos y a sí mismo. La nueva dueña del piso de al lado le imploraba cordura, le repetía una vez tras otra que allí no vivía nadie más y que, por favor, se marchara. La sirena de la policía sonó como un himno de liberación.
Él era un niño de cincuenta años al que la vida le había arrebatado todos sus juguetes. Su camello era mucho más rápido que los servicios sociales y que la lista de espera del psiquiatra. En comisaría declaró que sólo quería regresar a casa, volver a ver a su madre y que le preparara un bocadillo de nocilla.
Le hubiera encantado decirle cuatro cosas a la cara y mostrarle a bocajarro las rozaduras de sus talones, aunque él, impávido e insolente a partes iguales, ni siquiera la miró y se limitó a señalar con el dedo uno de los zapatos de tacón, que asomaba indiscreto bajo la mesa del despacho de don Fidel.
Minutos después, se dirigió a la puerta y, de nuevo, le advirtió que trabajar sin aquellos zapatos iba en contra de las normas de imagen de la empresa. Esta vez, Marta ser temió lo peor y, sin moverse de su silla, esperó impaciente la llamada del director.
Recogió sus cosas satisfecha y pensó en su hija. Después, arrojó sus zapatos a la papelera de reciclaje de las normas absurdas de la vida. ≤ Mañana será otro día≥ –se dijo– mientras dejaba que sus pies descalzos acariciasen, por primera vez, aquella alfombra de poder.
Como cada día Elena se levantó al amanecer. Desayunó pan tostado y café con leche, sin prisas. Después fregó los platos, quitó el polvo de los muebles, limpió a fondo las ventanas y el baño, barrió toda la casa e hizo la colada. Encendió la radio.
El sol brillaba.
Mientras pasaba la fregona por el suelo del salón unas nubes oscurecieron la mañana ligera.
Era casi medio día cuando fue a su habitación a hacer la cama.
Al acercarse se dio cuenta de que había alguien dormido entre las sábanas revueltas, se acercó despacio, algo alarmada. La persona acostada tenía sus mismas manos, su misma cara, su mismo pelo gris algo revuelto y su mismo pijama rosa, vio que era ella misma.
Y es entonces cuando, al acercarse, se dio cuenta de que estaba muerta.
Cayeron unas gotas, pocas, al principio.
Estuvo lloviendo todo el fin de semana.
¡A ver, novatos, nadie va a faltar a la próxima fiesta zombie! En cuanto suene Thriller todos arriba, y al que se le pegue la lápida que se atenga a las consecuencias. Hoy celebramos «El busilis del Ayer», que no es más que el reflejo esperpéntico del mítico Juicio final, donde los fenecidos nos disfrazamos de muertos vivientes para representar lo cómicas que fueron nuestras vidas. Es la zombiada más divertida y esperada de la posteridad y el que no acuda..., en fin, mejor no queráis saber como es ser un cadáver que no descansa en paz…
¡Ala!, mis jóvenes muertitos, arriba, que ya llega por ahí el sepulturero para estirar vuestras lápidas».
Gran parte de los recuerdos de mi infancia, adolescencia y juventud tienen lugar en verano. Tuve la gran suerte de pasarlos en las playas de Fuengirola cuando a los chiringuitos se les llamaba merenderos, se «chorraban» las olas y caían del cielo pelotas de Nivea. Cuando las noches se embriagaban con el olor a jazmín y dama de noche. Y nosotros con guitarras, risas y calimocho al atardecer… los casi tres meses de vacaciones parecían durar el doble.
Veranos de camiseta, chanclas y toalla al hombro sin más historias ni protección solar. Eso sí, la pandilla era imprescindible. Ese grupo de chavales unidos por capricho del destino con la sana intención de divertirse. Diversión que se truncaba cuando llegaba el momento del adiós: «hasta el verano que viene, escríbeme». Y como decía Serrat; los amores, escondidos tras las cañas, se dormían mientras nuestra niñez aún sigue jugando en sus playas.
A veces, por las noches, me siento a la orilla del Whatsapp y te veo pasar silenciosa: conectada... desconectada... conectada... desconectada... Como quien ha divisado una sirena y después de correr al pueblo y contárselo a los demás (¡la he visto conectada!), nadie le creerá.
El primer hombre nunca pudo decir mamá.
Les ayudé a subir el equipaje, de una de las bolsas sobresalía una caja de cartón de un bonito color naranja con ilustraciones de otros tiempos. Pensé que podía ser un regalo , durante unos segundos dudé si debería o no sacarla, pues la bolsa no era mía..Me decidí hacerlo y me llevé una gran sorpresa al comprobar que era la caja de fotos que me acompaña en todos los viajes para ayudarme a recordar.
Los periodistas. Sí, esas personas que se dedican a recopilar, elaborar y transmitir información a través de los medios de comunicación. Esos informadores que juegan su vida en países no democráticos con tal de reflejar la triste realidad política y social de esas naciones, muchas sumidas en el caos y en la censura, como Afganistán. La democracia: esa forma política de la que grandes filósofos dudaron; pero que tan importante es para que un periodista puede ejercer libremente esa profesión tan subestimada y, a la vez, tan necesitada en nuestra supuesta democracia. Esa profesión sin la que no sabríamos nada acerca de lo que sucede en la ciudad que tenemos al lado o en el día a día en Ucrania. Esos periodistas que cada día arriesgan su supervivencia con un único objetivo: contar la verdad. Y en el momento en que la democracia está en peligro, el periodismo también.
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