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Viernes, 11 de agosto 2023, 00:12
Subió las escaleras de la boca de metro y se detuvo a contemplar su reflejo en las vidrieras de la pastelería. Mientras se ajustaba la corbata, sonrió. Abrochó el primer botón de su chaqueta y empezó a caminar. Despacio. Esa calle le encantaba. Sus comercios siempre atraían a personas contaminadas por irrefrenables impulsos consumistas. Los que iban al trabajo debían zigzaguear por el río de turistas. Un cuarteto de cuerda pugnaba por silenciar el tráfico. Un poeta urbano regalaba sus versos a esos viandantes distraídos que compraban lotería en la administración de la esquina. Un gato abandonado maullaba. El limpiabotas del semáforo lo convenció para dar lustre a sus mocasines. El cepillo borró las diminutas manchas de sangre. Debía ser más cuidadoso.
A lo lejos, oyó la algarabía que escapaba de la entrada al subterráneo. Trató de aparentar tranquilidad, aunque sabía que ya habían encontrado el cuerpo de su víctima.
Cuando descubro que está copiando y lo expulso del aula, pierde el control y sale derribando mesas y vociferando como un poseso. Los alumnos se quedan conmocionados (yo ya no tanto), pero enseguida vuelven a concentrarse en los folios. Su compañera de pupitre, además del ejercicio, me deja consejos y explicaciones que no le pido:
—Póngase en su lugar. Le ha prometido a su padre que sacará por lo menos un sobresaliente y lo está intentando en todas las asignaturas.
—Buen método para cumplir promesas. Tendré que hablar con su padre.
—Difícil lo veo, porque está en coma... Cree que si le presenta buenas notas, el viejo abrirá los ojos para verlas y se recuperará. Pero si el plan falla, se culpará de su muerte. Y será capaz de cualquier locura.
—Sí, eso ya lo he visto.
—Pues usted decide: del cero al diez va una simple rayita.
Muchos de mis conocidos tenían abuelos y parientes lejanos, perdidos en cunetas y fosas comunes por haber sido gente de colores, rojos la mayoría.
-¿Cómo murió el abuelo? –pregunté un día mi padre.
Sólo sabía que mis abuelos fallecieron casi a la vez cuando él era aún muy niño.
-Mi padre –le costaba decírmelo- murió de miedo, hijo.
-¿Y la abuela? -quise aún saber.
-Ella, de pena.
¡Cómo iba yo a contar que mis abuelos eran de color gris oscuro!
Las contemplo fascinado y dentro de ésta, negra brillante con capuchón dorado y clip de flecha, por ejemplo, veo un asesinato cruel, sanguinario y violento. En esta otra, de cuerpo verde oscuro con elegantes anillos de acero, contemplo la trayectoria de una hermosa nave espacial dirigiéndose a las estrellas. Amor, odio, envidia, celos, generosidad, profundas reflexiones, sesudos análisis, magnificas descripciones, aventuras y vivencias insospechadas; microrrelatos de verano, sin ir más lejos.
Había una tribu en la selva de Nueva Zelanda con la costumbre de contar cuentos.
Solo tenían una norma: Nada de moralejas.
Paradigmático fue el cuento sobre un joven que, a la caza de un tuátara escurridizo, usó un palo afilado en un extremo. El cuento acababa con un terrible: «Esta es la mejor forma de hacerse con un tuátara».
Enjaularon al cuentista mientras los ancianos discutían la sentencia.
Fueron tan meticulosos en los debates que no solo decidieron el castigo: comerse al autor; sino que, ya en la inercia propia de las negociones fructíferas, acordaron cómo cocinarlo y repartir las raciones.
Aquel fue el primer caso de un canibalismo exacerbado. El último sobreviviente de la tribu se contaba cuentos a sí mismo y se devoró, empezando por las extremidades, hasta que falleció exangüe. Lo hizo sin arrepentimiento ni culpa. Era su destino, el final de su mejor cuento.
«Pero es su letra. Si no queda bonita, ¿qué le vamos a hacer?», intercedió uno de los organizadores para intentar calmar los ánimos. Al final, Ernesto, abandonó la fila visiblemente enfadado llevándose su cartelón. Las recriminaciones de sus compañeros, que no habían sabido valorar su esfuerzo, le parecían injustas. Todo había ocurrido cuando la cabecera de la manifestación acababa de iniciar su marcha reivindicando una subida de las retribuciones. «Los sindicatos, por los suelos», podía leerse a la mañana siguiente en el mosaico de la foto de portada del periódico.
Mientras chirrían tus arrugadas costuras de bronce te preguntas si ha valido la pena estar tantos años inmóvil en lo alto del pedestal.
En su día sí había valido la pena. La gente acudía al parque , se paraba ante ti y comentaba lo perfecto de tu acabado, una auténtica joya, y alababan el merecido homenaje a tu labor de filántropo.
Pero fue menguando el interés; año tras año lo constatabas, y a día de hoy nadie te reconoce. Y lo que es peor: empiezas a oxidarte.
Por eso has decidido bajar , sentarte en un banco del parque y tener al menos el consuelo que un niño se siente a tu lado , te mire y te toque.
Todo se tornaba blanco, eterno e inmune. El tiempo pasaba despacio y vivíamos sin saber. Sólo éramos y eso era suficiente. Jugábamos con el agua y el jabón. Hacer pompas nos hacía felices. No necesitábamos nada más.
– Fíjate en la fragilidad de esa pompa – dijiste.
– Mira cómo su círculo perfecto desaparece en un instante– enfatizaste.
Lo teníamos todo, menos la llave maestra de la eternidad. Fue en ese instante donde nos dimos cuenta de que se nos había pasado la niñez. Todo pasó en un segundo.
Érase una moderna gallina que ponía una criptomoneda de oro a su amo al día. Una mañana, con la subida de la retabilidad del mercado, el dueño avaro aparece con hacha en mano. Saltan chispas con sabor a humo y metal... Matola, sin más. Y ahí, entre los tubos de cables rojos, aparece el USB valioso. «¡Ahora puedo ser marqués!», dice sin tomar consciencia, el mentecato; pues era la pobre gallina la única sabedora del código de la cuenta
Buscaba a su príncipe azul.
Por más que lo buscó nunca lo encontró.
Padecía de daltonismo.
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