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Una de mis citas célebres favoritas pertenece a Mark Twain: «Lo que te mete en problemas no es lo que no sabes, sino lo que crees saber con certeza, pero no es verdad». Es una cita muy recurrente en los tiempos que corren, donde las tertulias son cosas del pasado y la disparidad de ideas no es un feliz encuentro para el enriquecimiento mutuo, sino un momento esperado con ansiedad para soltar un derechazo dialéctico a nuestro turbio discrepante.
El mundo de la nutrición no escapa al acalorado debate donde se asientan dogmas de fe difíciles de cuestionar. Estas verdades reveladas se sostienen por si solas, aunque la realidad científica se empeñe en derribarlas.
Uno de los más potentes es el adjetivo «casero». Todo luce mucho más y es difícil cuestionar en un alimento que exhibe este apelativo. Da igual que se trate de una hamburguesa o una salchicha hecha con despojos triturados y un 50% de grasa en su mayoría saturada. Si preguntamos al cocinero de delantal aceitoso y nos comenta que es «casera» seguro que nos genera una enorme tranquilidad y confianza.
En el caso de los dulces no es muy diferente. Se trata de malas opciones nutricionales las mires como las mires, pero el autoengaño funciona especialmente bien con los postres.
Puestos a ser pocos exigentes podríamos decir que sí. Obvia decir que si nosotros elaboramos el dulce podremos controlar los ingredientes. Utilizar un tipo de grasa u otra no es una diferencia menor. Se trata de un cambio sustancial que si lo llevamos al extremo puede ser notable, como por ejemplo cambiar el aceite de palma por aceite de oliva virgen extra.
Pero recordemos que las recetas de los postres suelen ser como las ecuaciones matemáticas: si alteras algún elemento no acostumbran a funcionar. Y no nos engañemos, en las recetas de los dulces abundan las grasas saturadas (natas, mantequillas…), las harinas refinadas a las que hemos retirado su contenido en fibra y el azúcar (mucho azúcar). Seguro que alguien está pensando que el sabor dulce no solo se obtiene del azúcar y que existen numerosas alternativas sanas mucho más naturales como los concentrados de frutas que últimamente se han puesto de moda.
Dejando de un lado los edulcorantes, debemos de tener claro que el sabor dulce lo obtenemos del azúcar. Esta afirmación seguro que genera mucha controversia por la sencilla razón de que pensamos que tenemos numerosas alternativas para obtener el sabor dulce... pero no es así.
Sabemos que el azúcar refinado obtenido por la industria no es saludable, pero se nos olvida que no es un engendro químico especialmente elaborado. Se trata de una degradación enzimática de polisacáridos que aparecen de forma natural en la remolacha o en la caña de azúcar. Al final obtenemos sacarosa cristalizada, un disacárido compuesto por glucosa y fructosa. Este es el demonio a evitar por su alta absorción y problemas de metabolización en sangre, pero sus primos nos parecen de lo más honesto.
El azúcar moreno, la miel o el jarabe de arce ya tienen una prensa diferente y, sin embargo, son prácticamente lo mismo. Siempre nos intentan vender que sus otros compuestos (vitaminas, minerales…) convierten a esas bombas de azucares simples en algo mucho más saludable que la sacarosa en grano, pero no es así.
Las frutas pueden contener mucha azúcar y, sin embargo, sabemos que son muy sanas. Una fruta entera tiene una compleja estructura que conforma su pulpa donde destaca, entre otros componentes, su alto contenido en fibra. Estos elementos hacen que la digestión sea más pausada y razonable, haciendo que los azucares de la fruta no engorden ni supongan una liberación masiva de insulina por parte del páncreas. La fibra continuará por el tracto digestivo haciendo muy dichosa a nuestra flora intestinal y ayudando a que las visitas al baño se colmen de felicidad. Es decir, siempre que respetemos la estructura de la fruta esta se comportará como un componente especialmente recomendable de nuestra dieta, pero en el momento que la licuadora o la batidora actúen, la machaquemos, la transformemos en zumos y concentrados o la hagamos crema estaremos pervirtiendo su capacidad de modular la absorción de sus azúcares y estos se comportarán, casi, como si fueran libres.
Este es un concepto interesante porque es la forma en la que, últimamente, la industria alimentaria está consiguiendo productos cargados de azúcar sin que levanten sospechas.
Sabemos que el sabor dulce lo obtenemos cuando grandes moléculas de hidratos de carbono (por ejemplo, almidón) se rompen en sus compuestos más simples (por ejemplo, glucosa). Si conseguimos que un producto tenga moléculas grandes de carbohidratos y le añadimos una sustancia que sea capaz de cortarla (por ejemplo, un enzima) tendremos, al final, un alimento de sabor dulce al que no hemos añadido azúcares de ningún tipo de lo que, encima, podremos chulear en nuestra etiqueta. De ahí que sea cada vez más importante el concepto de azúcares libres y no el de añadidos.
Utilizar crema de dátiles para endulzar un postre casero y pensar que estamos comiendo un producto sano es un error que a veces es difícil de explicar. Puestos a comernos un bizcocho, mejor que conozcamos realmente que contiene, pero que sepamos que debe estar en el marco de la excepcionalidad y no de una opción dietética razonable. Igual la mejor elección es bajar nuestros umbrales con respecto al sabor dulce, algo que nos alejaría del juego de trileros que practica buena parte de la industria cuando quiere endulzar sus productos procesados.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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