El caldillo de pintarroja es una de esas recetas de baja cuna que, como los pícaros del Siglo de Oro, logró sobrevivir gracias a su genio. Tiene el mérito de haber entrado en las casas por la puerta grande a pesar de oler a vino, ... porque nació en las tabernas malagueñas como un refrigerio servido gratis con la copa para entonar el cuerpo de los parroquianos e incitarles a beber más.
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Tanto tardó en ganarse la consideración de los compiladores del recetario tradicional, que el primero en documentarlo en un libro fue Fernando Rueda, en su libro 'Cocina popular malagueña' (año 2005), donde dice que este caldillo vivificante solía servirse en tazas de café, única vajilla disponible en aquellos establecimientos cuyo fin no era dar de comer.
El caldillo de pintarroja se vincula sobre todo a las tabernas de El Perchel, donde se juntaban la venta de vinos y la disponibilidad pescado fresco del copo. La mayoría de las sopas marineras provienen de los barcos o de las chozas de los pescadores y de «la parte» que llevaba cada marinero, es decir, lo que le tocaba en división de las ventas o las capturas entre la tripulación. A veces se cobraba en dinero y a veces en especie, pero el pescado de menor valor comercial se solía repartir entre la tripulación, que podía consumirlo o venderlo a precios muy bajos, por ejemplo, a propietarios de bares y tabernas.
La pintarroja (Scyliorhinus canicula), ingrediente principal de esta sopa, es un pequeño tiburón inofensivo y, en tiempos, abundante en los bancos pesqueros malagueños. No supera los 50 centímetros de longitud, por lo que no tiene mucha carne, y debido a la dificultad para sacarle la piel de lija propia de los escualos, no era una especie rentable, por lo que cuando caían en las redes, los marineros solían despellejarlas a bordo para cambiarlas una vez en tierra por tabaco o por otros bienes. A menudo se ponían a secar en el propio barco, y otras veces se vendían frescas. Las almejas chirlas eran otro ingrediente barato por abundante.
En su origen, la base del caldillo de pintarroja eran trozos pequeños de este pescado (que no tiene espinas, sino un cartílago que se le deja) y un puñado de almejas, que se ponían a hervir en agua con sal y luego se completaban con el majado más básico y económico posible: unos dientes de ajo fritos junto a un mendrugo de pan duro y, si las había, algunas almendras. Los condimentos hacían el resto: Guindilla seca a discreción, colorante amarillo, algún que otro comino si acaso, y una raja de limón acompañando la taza humeante para que el parroquiano exprimiera a gusto.
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En las versiones modernas, hay quien enriquece el caldillo de pintarroja con un sofrito de cebolla, pimiento y tomate. No le hace falta, pero en el reino de la cocina popular, la única norma es el gusto de cada cual. Si quieren probar dos excelentes caldillos de pintarroja, no se pierdan el de Restaurante CB 23, antigua Casa de Botes, y el de Marisquería Noray II, donde la familia Robles hace gala de su estirpe tabernera y marinera. Otro imprescindible es Casa Soler, una de las últimas tabernas históricas de Málaga, cuya receta procede de Casa Flores, donde trabajó el padre del propietario. Y que no falte el vino de Málaga.
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