Viernes, 21 de Febrero 2025, 11:06h
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Como todas las abuelas, estoy puestísima en pelis para niños y adolescentes, y eso me da una cierta ventaja a la hora de calibrar el modo en que la sociedad prepara a las nuevas generaciones para enfrentarse a un asunto nada baladí como la maldad. Desde aquellos remotos tiempos cuando la gente se reunía en torno al fuego a contar historias, una de las finalidades del rito era advertir a los jóvenes de que el mundo no es un cuento de hadas. O, mejor dicho, sí es un cuento de hadas, pero en su versión más cruel.
Por la corrección política y la sobreprotección a la infancia, los malos han desaparecido de los relatos infantiles
Por eso, y por ejemplo, en la versión original de los cuentos que todos hemos leído, los padres de Hansel y Gretel los abandonan en el bosque y allí, hambrientos y desolados, encuentran a una viejita encantadora que tiene una casita de chocolate, pero que resulta ser una bruja caníbal. También los padres de Pulgarcito dejan a sus siete hijos en el bosque «porque no los pueden alimentar», y por supuesto en Caperucita roja el lobo se zampa no solo a la anciana enferma, sino también a la propia incauta justo después de que ella diga aquello de «… pero qué boca tan grande tienes, abuelita…».
Sí, los cuentos infantiles en su versión original son brutales, de ahí que en nuestros civilizadísimos tiempos se decidiera endulzarlos. Porque ¿qué necesidad tiene un niño actual de saber, por ejemplo, que una de las hermanastras de Cenicienta se amputó el dedo gordo del pie en su intento de que le cupiera el zapatito de cristal? ¿O que San Nicolás (más conocido como Santa Claus) resucitó a tres niños que el carnicero del pueblo había descuartizado para venderlos como carne fresca? No, no, ninguna de estas historias parece apta para oídos tiernos. Por eso Walt Disney, allá por los años treinta del siglo XX, optó por recrear los cuentos clásicos, pero eliminando estos y otros elementos escabrosos.
Así, los niños de generaciones posteriores a la mía ya crecieron con versiones más light de estas historias: nadie merendaba criaturas y, por supuesto, las hermanastras de Cenicienta eran malas y tontas, pero no se automutilaban con la pretensión de convertirse en princesas. En cuanto a los antagonistas (madrastras crueles, hadas perversas, lobos feroces y otros personajes siniestros varios), por aquel entonces aún eran malos malísimos, de modo que cumplían con la misión primordial de todo personaje negativo: alertar a los jóvenes de que el mundo está lleno de peligros y de personas engañosas y crueles.
Pero existe en los cuentos otra función aun más útil. Dotar a los niños de herramientas para que sepan cómo comportarse en las situaciones complejas que deberán afrontar tarde o temprano. Porque este tipo de narraciones actuaban como una suerte de vacuna. El temor (e incluso el terror) vicario que un niño experimentaba al escuchar aquellas historias le ayudaba a detectar y eludir posibles peligros y personajes engañosos y malvados. Como digo, esa ha sido la función de los cuentos hasta hace poco. En concreto, hasta que la corrección política y la sobreprotección a la infancia han hecho que, de los libros infantiles y de las películas, desaparezcan los malos. Ahora resulta que todo el mundo es bueno. Y, si alguien no lo es, se le encuentra una muy buena razón para explicar por qué se volvió malvado.
Así, y por ejemplo, Cruella de Vil, de 101 dálmatas, o Maléfica, de La bella durmiente, ya no son malas, no, señor. Sendas precuelas, muy taquilleras por cierto, se han ocupado de contarnos que si la primera robaba perritos para convertirlos en abrigos de piel y la segunda quería asesinar a Aurora era porque sus mamás y sus papás no las querían y/o alguien cometió con ellas una terrible injusticia. Otro tanto ocurre con la bruja de El mago de Oz y con Scar, de El rey León; también ellos sufrieron traumáticas experiencias en su infancia.
Y aquí llega la paradoja del asunto, pues con el laudatorio afán de explicarnos que no existen los malos lo que se consigue es dar un mensaje bastante menos pedagógico que el que podía desprenderse de los viejos y crueles cuentos de Grimm o de Perrault. Primero, porque no es cierto que todo el mundo que ha tenido una infancia desdichada se convierte en maltratador, abusador, asesino, etcétera. Y segundo, porque justificar con este argumento el mal es tanto como normalizar y santificar la venganza: «Como fueron malos conmigo, ahora yo lo soy con otros y hago lo que me da la gana». O, dicho de otro modo, lo que se consigue es desvestir a un santo para vestir a otro. O tal vez, y dado el caso, habría que decir desnudar a un demonio para vestir a otro. (Y bastante más peligroso, además).
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