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Lo que esconde la decisión de Trump de cambiar el nombre al golfo de México

La (otra) guerra del golfo

Lo que esconde la decisión de Trump de cambiar el nombre al golfo de México

Frank Ramspott

Quien domina los nombres que aparecen en los mapas domina el territorio. Lo sabía el Imperio romano y lo sabe Donald Trump, que ha borrado de un plumazo el golfo de México. Te contamos qué hay detrás de su recién bautizado golfo de América.

Viernes, 14 de Febrero 2025, 10:16h

Tiempo de lectura: 8 min

Cuando Donald Trump anunció que rebautizaba el Golfo de México como 'Golfo de América', la reacción fue de estupor. «Estábamos tan preocupados por las cosas aterradoras que Trump iba a hacer que nos olvidamos de las cosas estúpidas», resumió la comentarista Desi Lydic. Pero la risa duró poco: Google Maps tardó menos de 24 horas en aplicar el cambio, aunque solo para los usuarios estadounidenses. No es la primera vez que el gigante tecnológico adopta esta postura salomónica: el mar de Japón aparece como mar del Este para los usuarios surcoreanos. Pero hubo expertos que recordaron las palabras del geógrafo francés Yves Lacoste: «La geografía sirve, en primer lugar, para hacer la guerra. No solo para dirigir operaciones militares, sino para organizar los territorios sobre los que ejercerá su autoridad el aparato del Estado».

Lo que hoy conocemos como golfo de México era para los mayas 'el Gran Canal', una ruta comercial vital para sus canoas de largo alcance. Los primeros exploradores españoles comenzaron a llamarlo 'golfo de Nueva España', pero el nombre no cuajó. Juan de Grijalva y sus cartógrafos lo registraron en 1518 como 'golfo de México', tomando el nombre del Imperio azteca, que aspiraban a conquistar. El término se consolidó y permaneció incluso cuando México se independizó, hasta que a Trump, cinco siglos después, se le ha antojado cambiarlo. Esta aparente frivolidad apenas disimula su propósito: quien domina la toponimia domina el territorio. Como señala el geógrafo Javier Gómez Piñeiro, «baste recordar el uso que hacían griegos y romanos; o las Sociedades Geográficas, que suministraban todo tipo de informaciones geográficas a sus respectivos gobiernos para facilitar las conquistas coloniales».

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Por decreto. Donald Trump muestra el decreto por el cual, para Estados Unidos, el golfo de México pasa a llamarse 'golfo de América', una de las muchas medidas destinadas a trastocar el orden mundial.

Los romanos fueron maestros en el arte de dividir territorios cambiándoles el nombre: su divide et impera ('divide y gobernarás') empezaba por los mapas. Cada nueva provincia era un ejercicio de borrado y reescritura, donde los antiguos nombres tribales cedían ante la implacable nomenclatura del Imperio. Lo que hoy llamamos 'Mediterráneo' solo era para los egipcios 'el Gran Verde'. Los fenicios, que hacían el papel de Amazon Prime de la antigüedad, ni se molestaron en bautizarlo: tenían demasiada prisa como para perder tiempo poniendo nombres a su autopista comercial. Fueron los romanos quienes ejecutaron el primer gran acto de apropiación toponímica al declararlo Mare Nostrum, 'nuestro mar'.

Para apropiaciones, la del Tratado de Tordesillas de 1494, el acto de nominación más ambicioso de la historia: España y Portugal se repartieron el mundo desconocido trazando una línea de demarcación (a 370 leguas al oeste de las Islas de Cabo Verde) que dividía el mundo en dos partes iguales, una para cada país. Cuanto se descubriera al oeste sería español y llevaría nombres españoles; lo del este sería portugués. Así, mientras España colonizaba y bautizaba las Filipinas en honor de Felipe II, Portugal establecía enclaves comerciales estratégicos en Japón, donde los jesuitas protagonizaron el primer encuentro entre Europa y el Imperio del Sol Naciente, una historia que la serie Shogun, Emmy 2024 al Mejor Drama, ha vuelto a poner de actualidad.

El imperio español y su ejército de cartógrafos

El Imperio español tenía su propia fábrica de nombres: el Consejo de Indias, donde un ejército de cosmógrafos, cartógrafos y cronistas trabajaba catalogando cada nuevo territorio. Destacó Alonso de Santa Cruz, cosmógrafo mayor de Carlos V, cuyo Islario general documentó el Nuevo Mundo. De ese laboratorio toponímico salieron el Virreinato de Nueva España (actual México), Nueva Granada (que incluía Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá) y Nueva Galicia (en el occidente de México). Era un ejercicio de poder donde cada 'Nueva' borraba nombres precolombinos como Tenochtitlán (la capital de los aztecas) o Tawantinsuyu (el Imperio inca). Pero también era un trámite burocrático en el que los mapas se transmutaban, tras el estampado del sello real, en escrituras de propiedad.

Un mapa es una demostración de fuerza. Que el 'mar Germánico' se convirtiera en 'mar del Norte' tras la Primera Guerra Mundial demuestra que los vencedores no solo escriben la historia: también los mapas

Los imperios suelen expandirse en tres oleadas: exploradores, conquistadores y burócratas. Hoy, en Estados Unidos, la burocracia corresponde al Servicio Geológico, la agencia federal que se encarga de los nombres toponímicos, pero es muy revelador que también estudie los recursos naturales: acuíferos, minerales, carbón, petróleo, gas… Este departamento ha acatado las órdenes de Trump, pero en aguas internacionales quien arbitra es la Organización Hidrográfica Internacional (OHI), que ni ha sido consultada ni reconoce el cambio. Cuando los estados no pueden ponerse de acuerdo sobre cómo llamar a un cuerpo de agua, la OHI intenta mediar, aunque sus decisiones no son vinculantes. La solución diplomática suele ser la doble denominación, como ocurre con las islas Malvinas/Falklands y el golfo Pérsico/Arábigo.

Trump también rebautiza Alaska

Trump también ha tensado la cuerda en Alaska. Durante siglos, los nativos llamaron Denali a su montaña sagrada, la más alta de América del Norte. En 1896, un buscador de oro la rebautizó como monte McKinley en honor del entonces candidato presidencial William McKinley, de Ohio, que nunca pisó Alaska, pero defendía el patrón oro que tanto gustaba a los mineros. Durante décadas, el estado de Alaska intentó restaurar el nombre original, pero los congresistas de Ohio bloquearon el cambio porque lo consideraban una afrenta a su paisano. Obama recuperó el nombre indígena en 2015, pero Trump ha revocado la orden porque considera que la cesión ante los nativos fue «un acto de debilidad». Y es que un mapa también es una demostración de fuerza. Que el 'mar Germánico' se convirtiera en 'mar del Norte' tras la Primera Guerra Mundial demuestra que los vencedores no solo escriben la historia: también reescriben los mapas. Los aliados reemplazaron el gentilicio teutón por un punto cardinal.

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La fábrica de nombres. El Consejo de Indias catalogaba cada nuevo territorio del Imperio español, lo que afirmaba su soberanía. Algunos nombres nacían de malentendidos, como Yucatán. Cuando los españoles preguntaron a los mayas dónde estaban, respondieron: «No te entiendo» en su idioma, que sonaba a yucatán.

Y en los mapas chinos actuales aparece una inquietante 'línea de nueve puntos'; es una raya intermitente y deliberadamente imprecisa que forma una 'U' y que engloba casi todo el mar del Sur de China, y que 'mosquea' a Vietnam (que lo llama 'mar del Este') y Filipinas ('mar del Oeste'). Todo un aviso a 'navegantes'… Y también un recado para Taiwán, donde el estrecho que separa la isla del continente tiene nombre doble: 'estrecho de Taiwán' o 'estrecho de China' según quién y desde dónde lo mire.

El Pacífico fue también un gran campo de batalla toponímica entre potencias europeas. Mientras los galeones españoles trazaban la ruta Manila-Acapulco, llamando 'mar del Sur' a ese océano inmenso, los navegantes (y corsarios) ingleses y holandeses iban renombrando cada isla y cada bahía a su paso. El caso de las islas Sándwich (actual Hawái) es paradigmático: James Cook las bautizó así en honor del conde de Sándwich, su jefe (era primer lord del Almirantazgo y patrocinador de su expedición). Mientras Cook navegaba en su nombre, John Montagu –que así se llamaba en realidad el conde– pedía la carne entre dos rebanadas de pan para poder seguir jugando a las cartas sin mancharse los dedos, todo un invento.

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La imposición. Trump también ha revocado el nombre de la montaña Denali, en Alaska (abajo), que Obama devolvió a su nomenclatura original, la de los nativos. El nuevo presidente cree que esa concesión fue «un acto de debilidad» y ahora se llama de nuevo monte McKinley, en honor de un político que nunca pisó Alaska. La siguiente batalla será espacial. Los nombres latinos hasta ahora admitidos, como Mare Tranquilitatis, China quiere sustituirlos por su propia mitología, como Picos de Luz Eterna.

Los holandeses, buscando romper el monopolio comercial español, circunnavegaron Sudamérica y bautizaron el cabo de Hornos por la ciudad de Hoorn. Y el inglés sir Francis Drake, elevado a sir por Isabel I pero considerado pirata por la Corona española, dejó su huella en el actual paso de Drake, el mar zarandeado por vientos salvajes que lleva a la Antártida, y que los españoles se resistían a llamar así, prefiriendo 'mar de Hoces' por el marino andaluz Francisco de Hoces.

El Polo Sur es un continente sin dueños oficiales, merced al Tratado Antártico que ha 'congelado' las reclamaciones territoriales. Cada palmo de terreno tiene uno o varios novios, excepto la Tierra de Marie Byrd, demasiado gélida y remota para despertar ambiciones. Este territorio del tamaño de España, que lleva el nombre de la esposa del explorador estadounidense que lo descubrió, es una de las pocas tierras de nadie (terra nullius, en latín) que quedan en nuestro planeta. Estados Unidos, tras descubrirla y nombrarla en 1929, decidió sorprendentemente no apropiársela. Pero la jugada tiene truco: al abstenerse de ejercer su autoridad, Washington se reservaba el derecho de cuestionar todas las reclamaciones existentes y mantener abiertas sus opciones futuras. En aquel momento, la región parecía no tener más valor que el científico, y tampoco había manera de explotar posibles yacimientos.

Los imperios suelen expandirse en tres oleadas: exploradores, conquistadores y burócratas. En Estados Unidos, el departamento que pone los nombres toponímicos es el mismo que estudia los recursos naturales

En la otra punta del mundo, el deshielo del Ártico está derritiendo la capa de permafrost y exponiendo vastísimos recursos, además de facilitar la navegación. En el estrecho de Bering, lo que Rusia insiste en llamar 'Ruta del Mar del Norte' es para Occidente el 'Paso Noreste', una guerra fría que ya se libra en las cartas náuticas. Moscú también reclama que la cordillera submarina de Lomonosov es una extensión geológica de su plataforma continental siberiana y, para reforzar esta pretensión, en 2007 plantó una bandera de titanio en el lecho marino del Polo Norte, a 4200 metros de profundidad.

Los chinos, Elon musk y los nombres de la Luna

Pero las disputas ya se han trasladado más allá de la Tierra. La nomenclatura lunar se remonta a Giovanni Riccioli, un jesuita italiano que en 1651 estableció el sistema de vincular los páramos lunares con estados emocionales: Mare Tranquilitatis (Mar de la Tranquilidad, donde Armstrong dio 'su pequeño paso para un hombre'), Mare Serenitatis (Mar de la Serenidad)… China está escribiendo ahora un nuevo capítulo: su programa Chang'e (nombrado por la diosa lunar china) ha comenzado a bautizar sus zonas de alunizaje con su propia mitología mientras reclama los estratégicos 'picos de luz eterna', cumbres cerca de los polos lunares que reciben luz solar constante, ideales para bases permanentes.

Es una carrera donde gobiernos y corporaciones aspiran a llegar las primeras y plantar su bandera o su logo, reeditando la simbiosis entre los imperios coloniales y sus tentáculos comerciales. La Compañía Británica de las Indias Orientales (y su homóloga holandesa) operaba con 'cartas reales', licencias de sus respectivas Coronas para explorar, comerciar y colonizar. Podían acuñar moneda, firmar tratados y mantener ejércitos. El Tratado del Espacio Exterior de 1967 estableció que ninguna nación puede reclamar soberanía sobre cuerpos celestes. Pero Elon Musk ya ha bautizado la futura ciudad marciana de SpaceX (su compañía espacial) como Terminus, un guiño a la saga Fundación, de Isaac Asimov, la capital de un imperio galáctico.