Victoria Ortuño, Beatriz Gandía y Anda Santiago RománSalvador Salas
Cómo romper con todo después de los 60: entre la culpa y la liberación
Día Internacional de la Mujer ·
Crecieron en plena dictadura, cuando las mujeres eran apéndices de sus maridos. Les enseñaron «labores del hogar», pero ahora reivindican la igualdad: «Nos ocupamos de todo hasta hacernos imprecindibles, como si fuéramos perfectas»
Son las veteranas del grupo. «¿A que no lo aparentamos?», pregunta Ana, risueña. Acaba de cumplir 90 años, pero se ha adaptado con habilidad de adolescente a las poses curtidas en 'selfies' de las más jóvenes durante la sesión de fotos. Su memoria se remonta a la Guerra Civil. Todavía hoy, más de ocho décadas después, le estremece el sonido de las campanas de la Catedral: «Avisaban de que venían los aviones tirando bombas. Las escucho y me descompongo, no lo puedo evitar. Pasaba muy mal rato. Teníamos que correr a los refugios. Siempre me ha dado mucho miedo la oscuridad, así que decía que se me caían cosas para que encendieran los mecheros. Hasta que descubrieron que no se me caía nada». La primera vez que salió sola a la calle, cuenta, tenía 81 años, ya viuda, porque «a mi marido no le gustaba que saliera sin él ni a hacer la compra». Dio unos cuantos pasos y regresó a casa: «Me pareció que todo el mundo me miraba como diciendo: 'Qué hace sola por ahí'. Me dio tanta vergüenza que volví». Ahora eso, como tantas otras cosas, ha cambiado: «Ya paseo todos los días. Bajo hasta la Aduana y en calle Alcazabilla, como da mucho el solecito, me siento en un banco y estoy allí diez minutos o un cuarto de hora. Tengo que andar, que si no me apoltrono».
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Vídeo. Ana Santiago, 90 años.
«Parecía que sólo trabajaba mi marido, pero yo guisaba, cuidaba a las niñas y recogía»
ana SANTIAGO 90 años
Nunca ha ido a una manifestación. No ha empuñado pancartas ni se reivindica feminista, pero lo tiene claro: «Dicen que hay igualdad, pero yo no la veo». La vida midió pronto sus fuerzas, cuando era una niña y tuvo que dejar los estudios para ponerse a trabajar: «Me quedé sin padre con ocho años y sin madre, con trece». A esa edad entró como «aprendiza» en la fábrica de Larios, donde llenaba y etiquetaba botellas de vino antes de envolverlas en papel: «Me despertaba a las seis y media de la mañana». Con 19 años conoció a Rafael, con quien se casó en 1955: «No quiso que siguiera trabajando, decía que eso era cosa de hombres, aunque a mí me hubiera gustado». Apenas pasaron tiempo a solas antes de la noche de bodas: «No le dejaban ni acompañarme al portal para darme un beso, y si íbamos de paseo o al cine siempre nos acompañaba mi tía». Aunque tiene casi 30 años menos y su historia es muy distinta, Victoria asiente:
–En esa época el matrimonio era un melón. Hasta que no lo catabas no sabías si te había salido bueno o malo. Ahora todo es diferente: convives antes de casarte, tienes otra libertad...
Beatriz, de 76 años, conoce bien esa incertidumbre. Fue el motivo por el que nunca se casó:
–Me daba miedo. Pensaba: «¿Y si me toca un antipático de marido?».
Las tres ríen. Acaban de conocerse, pero han detectado unas en otras adversidades comunes que ahora, superadas, funcionan como hilo de complicidad. Beatriz sigue explicándose: «Los hombres que he conocido no me convencían. En el trabajo tenía compañeras que estaban obsesionadas con casarse. Yo no». Recuerda a sus amigas bordeando los 20 años, en pleno «guateque», inquietas por la culpa: «Me decían que al día siguiente habría que confesarse. Se sentían mal por el mero hecho de estar bailando con un chico, pero yo nunca he tenido esa sensación de pecado». Ahora está jubilada, pero trabajó como auxiliar en el Materno desde los 26 hasta los 65 años: «Estar en un hospital te hace ver la vida de una manera diferente, más clara». No ha tenido hijos, «aunque me hubiera gustado». Como muchas otras mujeres, tuvo que hacerse cargo de sus padres cuando enfermaron: «Fue durísimo. Mi padre murió de un cáncer de pulmón en tres meses, pero a mi madre le dio un derrame cerebral y estuvo diez años dependiente. Nunca fue la misma. Le puse una habitación en casa, con aspiración, cables... Pero nunca falté al trabajo».
Vídeo. Victoria, de 64 años.
«Te hacen sentir culpable todo el tiempo. Yo me sentía mala profesional y mala madre»
VICTORIA ortuño 64 años
Victoria, de 64 años, se reconoce en ese estoicismo. Antes de jubilarse trabajó como enfermera en la Unidad de Hematología de Carlos Haya. Se casó, «como se casaba una antes», y se separó en 1981, poco después de que se aprobara la Ley del Divorcio: «Fue una de las primeras separaciones que hubo. Tuve que criar sola a mi hijo. Fue muy difícil, porque en aquella época estar divorciada era un estigma. Todas las parejas de amigos te cerraban la puerta». Beatriz y Ana no han pasado por nada parecido, pero empatizan enseguida:
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–Beatriz: Antes siempre se culpaba a las mujeres. La gente decía: «Algo habrá hecho para que el marido la deje».
–Ana: Estaba muy mal visto.
–Victoria: Y en tu propia familia. Era como si hubieras dejado escapar un tesoro. Yo he tenido que escuchar: «Sabrá Dios por qué se ha ido».
Críticas entre dientes
Todas han sufrido el látigo de las críticas veladas, los comentarios entre dientes. «Una vez acababa de salir del turno de noche y me preguntaron si trabajaba en un club nocturno. ¡Como si no pudiéramos dedicarnos a otra cosa!», recuerda Beatriz. Crecieron en plena dictadura, cuando las mujeres eran apéndices de sus maridos:
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–Victoria: Para comprar un coche o abrir una cuenta bancaria tenías que presentar el permiso de tu marido.
–Ana: Antes no representábamos nada. Yo tenía amigas, pero mi marido no me dejaba salir con ellas. Decía que eso no estaba bien, que tenía que ir siempre con él. Y si no, en casa.
–Beatriz: Y yo he conocido a hombres muy jóvenes que decían: «No te pongas la falda corta», «que no se te vea el escote»... Eso lo he vivido yo.
–Ana: No, no, mis faldas siempre iban cuatro o cinco dedos por debajo de la rodilla. Era una cosa... No tenías libertad para nada. Todo tenía que ser con el permiso del marido.
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–Beatriz: Y al cine o a los bares no podías ir sola. Estaba mal visto.
–Ana: Ni con amigas. Yo tenía que ir siempre con mi marido.
–Beatriz: Si ibas sola eras una fulana.
Fueron criadas para ser buenas esposas y madres entregadas, un modelo único de mujer cuyas limitaciones pronto les apretaron demasiado. En el colegio aprendieron a bordar y a cocinar, entre otras «labores del hogar» promovidas por la Sección Femenina de la Falange. Pero ni rastro de estímulos que impulsaran sus carreras profesionales, que potenciaran sus capacidades más allá de las cuatro paredes de sus casas. «Y también nos hacían rezar a diario y nos daban clases de educación para el espíritu nacional. Todas las asignaturas estaban enfocadas al matrimonio, a los cuidados», relata Victoria. «A mi hermano, por ser chico, lo metieron en un colegio privado y a mí me mandaron al público. Tuvimos una educación distinta porque se suponía que quien iba a tener una carrera era él, no yo, que soy mujer». Y Ana, nonagenaria, que tuvo que renunciar primero a los estudios y luego a su empleo, reflexiona en voz alta:
–Yo creo que las mujeres siempre han querido trabajar.
–Victoria: Porque es una liberación: tienes tu propio dinero, tu propia autoestima y decides sobre tu vida.
Hecho añicos el canon de mujer sumisa, queda la culpa, un sentimiento que conocen bien. «Mi hijo se puso malo con apendicitis y tuvieron que operarlo. Llamé al trabajo y me echaron en cara que hubiera avisado con tan poca antelación. No lo entendieron. Todavía me acuerdo de ese día, y han pasado muchísimos años. Me sentía mala madre y mala profesional. Te hacen sentir culpable constantemente. Por todo. Por un lado y por otro», cuenta Victoria. Ahora las cosas han cambiado, coinciden. «Hay guarderías, los padres se implican... Pero en mi época tenía compañeras trabajando a quienes sus maridos llamaban porque no sabían cómo preparar el biberón, y eso que les habían dejado una nota en la nevera explicándoselo», añade Beatriz. La conciliación no es una necesidad nueva, pero el reparto de las tareas, recuerdan, ha recaído históricamente en los hombros de las mujeres.
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–Ana: Mi marido nunca cambió un pañal ni preparó un biberón. Ni siquiera quería coger en brazos a mis dos hijas por si se le orinaban encima. Tampoco hizo nunca la comida ni entró al supermercado. Me acompañaba pero se quedaba fuera, decía que eso era para mujeres.
Vídeo. Beatriz Gandía, 76 años.
«Si había un divorcio, la gente pensaba: 'Algo habrá hecho para que la dejen'»
beatriz gandía 76 años
–Beatriz: Es muy bonito que las mujeres trabajemos, pero ha sido una sobrecarga... Nos hemos ocupado de todo, como si fuéramos perfectas. Nos hemos hecho imprescindibles, pero hay que dejar que ellos tomen la iniciativa también. Mis amigas salían de trabajar de turnos de 14 horas, muertas de cansancio, y tenían que hacer el desayuno, poner la lavadora, tenderla, planchar, recoger la casa... Y dormir, si podían.
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–Victoria: Los primeros años de tu hijo nunca vuelven. Y luego piensas: «No lo he vivido con la intensidad que merecía». Todavía me pesa, y eso que ya soy abuela. Por eso quiero implicarme con mi nieta. Trabajar es importante, pero la vida pasa y nadie te devuelve las horas extra. Hay países donde te dan entre uno y dos años por tener un hijo. En España, si queremos que aumente el índice de natalidad, tienen que dar facilidades. Los horarios no son racionales.
De ese peso estaban exentos los hombres. «Pero para todo el mundo era mi marido quien trabajaba y no yo, porque estaba en casa. Y eso que me encargaba de las niñas, limpiar, guisar, recoger... No tenía tiempo para mí. Y luego, si estábamos viendo la televisión un ratito por la noche, me decía: 'Anda, tráeme un vaso de agua'». El desequilibrio afecta incluso a la salud. «Ellos se ponen malos y se para el mundo. Nosotras nos tomamos una pastilla, como mucho nos echamos cinco minutos en el sofá y luego tenemos que seguir llevándolo todo para adelante», detalla Ana. «Y encima tenías que estar mona», apunta Beatriz, «para que no hablaran».
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Con los años, el exceso de trabajo dentro y fuera de casa ha pasado factura en forma de artrosis, fibromialgia y otros dolores crónicos, como explica Victoria: «La plancha nos ha dejado las manos destrozadas». Beatriz responde: «Y lavar frotando, porque antes no había lavadora». Sigue Victoria: «Y aunque hubiera, porque muchas prendas había que limpiarlas a mano, como los pañales, que no eran desechables». Luego llegó el momento de enterrar las expectativas, los moldes que la vida fue dejando pequeños. De la liberación. «Yo tiré todo lo que me enseñaron cuando mi matrimonio se fastidió. Me di cuenta de la hipocresía de la sociedad. Tanto que te educaban para casarte, para ser buena esposa y madre... Pasé a decir: 'Todo esto es mentira'». Beatriz asiente. También la soltería es una forma de rebeldía, aunque sólo para las mujeres. Ellos son partidazos, solteros de oro. Ellas, solteronas. «Pero yo nunca he sido conformista», sentencia.
Sexo y tabúes
También el placer estaba penado. Descubrieron el sexo entre tabúes y miedos, zonas de sombra que despejaron con más o menos pericia:
–Beatriz: Si una mujer había tenido un novio y la dejaba, por lo que fuera, ya estaba marcada, sobre todo si había tenido relaciones sexuales.
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–Victoria: Para siempre, sí.
–Beatriz: Por eso los mayores te decían: «Niña, no te dejes tocar, que los hombres sólo van a lo que van». Nos repetían: «Tú, hazte respetar».
–Ana: Yo ni siquiera podía salir sola con mi novio, y me descomponía pensando en la noche de bodas y en la luna de miel. Me daba vergüenza el momento de desvestirme.
La violencia machista formaba parte de la esfera privada, reducida a un problema de pareja donde «era mejor no meterse». Ana relata que algunas de sus amigas llegaban llorando a su casa: «Me contaban lo que les hacían sus maridos, los golpes que les daban. Luego yo se lo contaba al mío y me pedía que parase porque se ponía malo. Me decía: 'Esos no son hombres, son cobardes'. Mi marido era muy celoso sin motivo, porque yo no le daba razones, pero nunca me puso una mano encima. Tuve mucha suerte con él». Beatriz recuerda un caso cercano: «Una amiga tuvo que quitar una denuncia porque le presionaron los suegros. Un día vino al Materno con media cara negra... Le pregunté qué le había pasado y me dijo que se había dado con una puerta. Luego me confesó que no había sido la puerta y que llevaba recibiendo palizas desde la noche de bodas». ¿Y ellas, alguna vez han sufrido acoso?
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–Victoria: Verbal, sí. Te decían piropos mejores o peores, pero tocar... Me ha pasado en el autobús. Tuve que levantarme. Ahora podría decir algo y que alguna mujer saliera a apoyarme, pero en esa época mejor te callabas.
–Beatriz: A mí me pasó el Jueves Santo. Tuve que irme. Porque si decías algo encima te miraban mal.
–Victoria: Antes no tocaban tanto.
–Ana: Bueno, en el tranvía... Como fueras de pie tenías que ir apartándote porque los tíos te acosaban.
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Ahora reivindican el amor después de los 60. «Hay otra espiritualidad. El amor joven tiene más de ilusión que de realidad. Y luego valoras la estabilidad». «Y las acciones», replica Ana. «Por supuesto. A esta edad no permites tonterías. Se está mejor sola que mal acompañada». Beatriz aclara: «Y no se pueden hacer determinadas posturas, porque si no te duele la cadera te duele la rodilla, pero hay muchas otras cosas, como las manualidades». Y las tres vuelven a reír. Sororidad, lo llaman ahora.
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