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Horas antes de su primer día de clase, para agravar la impaciencia de sus padres, Mateo ha aprendido a subirse a muebles altos, tocarse mientras come y hacerse el dormido cuando le regañan. Nada tiene de normal esta vuelta a colegios y guarderías, marcada por ... el temor más o menos camuflado de los mayores y las ganas de los niños, que vuelven a ver a sus compañeros después de seis meses. En el centro público García Lorca, en Málaga, los más impacientes comenzaban a hacer cola a las ocho y media de esta mañana. Entre las pocas cosas que no cambian está la hilera de coches aparcados a la puerta del colegio. Se producen los primeros reencuentros y llegan, inútiles, los avisos paternos: «Jugad, pero de lejos». Todos llevan mascarillas pero ninguno respeta la distancia mínima de metro y medio. «Es inevitable, son niños. Pero ya lo sabíamos. No tenían ganas de volver a clase, sino de ver a sus amigos», se resigna una madre.
En el colegio, que antes de la pandemia sólo tenía una entrada, han habilitado hasta cuatro puntos de acceso, cada uno para dos o tres cursos. El interior está lleno de señales que marcan nuevas direcciones en pasillos y zonas comunes con el objetivo de evitar contactos estrechos, aunque a primera hora ya se han formado varias aglomeraciones en la entrada de calle Alemania, junto al Centro de Arte Contemporáneo. Hoy se incorporan tres nuevos profesores por el protocolo de prevención de contagios y cada niño lleva una caja transparente con papel higiénico, gel hidroalcohólico, mascarillas de recambio y toallitas. Las pondrán debajo de sus sillas. «Son las cajas antiCovid», resume un padre con más ironía que convencimiento.
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Juan y Tomás, padres de un niño de nueve años que entra en quinto de Primaria, no han tenido que hacer muchos esfuerzos para concienciar a su hijo sobre los riesgos del coronavirus: «Llevan meses escuchando qué ocurre en televisión. Cuando les propones hablar del tema, te dicen que eres un pesado. Es algo que ya forma parte de su vida». El alivio por dejar a los niños en el colegio se mezcla con la preocupación por posibles contagios que provoquen el cierre del centro, con las rutinas familiares estallando por los aires de nuevo. «La semana que viene estaremos en casa otra vez», bromea Tomás en un vaticinio que hace temblar a muchos. Porque la mayoría de familias no pueden permitirse prescindir del tiempo que sus hijos pasan en el colegio. Es el caso de Antonio y Sole, que trabajan fuera de casa en el mismo horario. Son padres de dos niñas de siete y diez años: «Nuestros trabajos no pueden hacerse con un ordenador y tampoco podemos dejarlas con los abuelos ahora que están en contacto con otros niños».
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Es otro de los grandes cambios que ha forzado la crisis del coronavirus. En el paisaje de entrada a los colegios ya no hay abuelos, un apoyo perdido por su condición de grupo de alto riesgo en caso de infección. Marta, madre de trillizos que ya tienen nueve años, «casi diez», se las apaña como puede: «Ahora lo que más nos preocupa es que han pasado de estar unas pocas horas con el ordenador los fines de semana a hacerlo su instrumento de estudio. Tienen que recuperar su vida social». Pero la posibilidad de volver a casa sigue ahí: «Nos han informado de todo y hasta nos han enviado fotos del interior del colegio. La seguridad en ese sentido es máxima, pero son niños».
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Poco después, a las nueva y media, comienzan a llegar más padres y niños. Es el turno de los alumnos que entran a las diez de la mañana. No muy lejos se forma otra cola, en este caso para pedir cita en el centro de salud Alameda-Perchel, a unos metros del colegio. Pero esa es otra historia.
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