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María José Vergara ha aguardado con preocupación este jueves. Los nervios, admite, han hecho que la noche haya sido muy corta. María José es la directora del Arturo Reyes, un colegio público situado en la calle Corregidor Francisco de Molina. Aquí estudian unos 400 alumnos ... que hoy han vuelto a un aula después de seis meses de ausencia por culpa del coronavirus.
«Durante todo el verano, el equipo directivo hemos trabajado en un protocolo para garantizar que las clases se desarrollen con la máxima seguridad posible», recuerda. El resultado de horas y horas de reuniones telemáticas y presenciales se plasma en un decálogo de 40 páginas. La Consejería de Educación le dio el visto bueno a principios de septiembre. «Aunque nos precisaron que debe ser un documento vivo, adaptable a la situación del momento».
Que este curso no iba a ser normal lo intuía desde el día que despidió a sus alumnos el pesado mes de marzo: «Lo normal ahora es la incertidumbre».
La situación del momento en el Arturo Reyes es que hoy se han llenado unas aulas que se habían convertido en testigos silenciosos de una pandemia que obliga a reinventar la forma en la que se organiza una sociedad. Eso incluye que la vuelta al colegio ahora se conjugue con términos como «entrada escalonada» y «por favor, ponte la mascarilla».
Preguntada por si siente miedo a un posible contagio o, incluso, a un brote en su colegio, responde: «El miedo está ahí, pero se impone la alegría de que por fin el colegio vuelve a sonar a niño».
A las nueve y media han comenzado las clases. La primera oportunidad para contemplar las nuevas rutinas, todas enfocadas a evitar aglomeraciones de niños. Media hora antes, la obligación de guardar una distancia de seguridad de dos metros, hacía que las colas se estiren hasta llegar a la calle.
Juan José Martín es padre de Iván, un niño que entra en quinto de Primaria. Agradece el sabor a rutina: «Sobre todo por ellos, que vuelvan a ver a sus amigos. A mí no me ha pesado estar con él durante estos meses, pero creo que es bueno que desconecten de los padres».
Media hora después suena la campana, que aquí se sustituye por un sistema de altavoces conectados a un micrófono. «Bienvenidos, queridos padres. Sus hijos están en buenas manos», se escucha la voz de María José. A cada maestro le corresponde una hilera que se ha formado sin incidencias dignas de mencionar.
«Llevamos mucho tiempo preperándoles para este momento», dice Ana Jiménez. Es abuela de Lucia y Alejandro, que no dudan en desprenderse de ella para ir al reencuentro con sus amigos. «Los niños se portan mejor que los adultos», concluye.
El interior del colegio es como todos los interiores en estos tiempos. Flechas marcan el camino por el suelo y en cada esquina hay un dispensador de gel hidroalcohólico. Las zonas comunes están precintadas como la escena de un crimen. En la doble puerta que da entrada a la biblioteca luce un cartel en el que se ve a Piolín tomando el sol en una tumbona, junto a una historieta: «¡Qué pechá de Covid-19 tengo. Puff!». ¿Quién no?
Susana Gallardo, maestra de primero, explica lo que hay detrás: «Intentamos que la pedagogía que hacemos con los más pequeños en relación al coronavirus sea lo más lúdica posible. Se merecen volver a sonreír».
Que los niños siempre son niños queda claro desde el primero momento. Hay saludos efusivos que ahora no se pueden permitir. A los abrazos se les corta con cariño y comprensión: «Por favor, eso no lo podéis hacer. Tenéis que estar separados». Francisco Bermúdez, maestro desde hace 19 años, reconoce que es lo que más le va a costar este curso. «Queremos que convivan, pero sin jugar. Son niños. Eso va a ser muy difícil».
Candela y Aitana tienen las dos nueve años. Son mejores amigas. Les cuesta no cogerse de la mano, aseguran, mientras esperan en el pasillo a que se les dé entrada al aula, «el 5A«. «¿A quién le gusta volver al colegio?», pregunta la primera y deja caer que en su caso no había prisa por volver. «Yo sí tenía ganas. Quiero ver a mis amigas», mantiene Aitana, aunque ahora le han hecho dudar.
La imagen que ofrecen las aulas del Arturo Reyes, una vez sentados todos los alumnos en sus pupitres, es representativa para la mayoría de colegios públicos de Málaga. La ratio está entre los 25 y 27 alumnos. Al no poder garantizarse la distancia de metro y medio entre cada mesa, los alumnos están obligados a llevar mascarillas durante las clases. Angie González, «la veterana», empieza a explicar el protocolo de seguridad a sus alumnos.
Lamenta que al no ver la expresión de las caras, no sabe muy bien si le están prestando atención o no: «Eso es el principal problema de las mascarillas». Cada alumno tiene un bote de gel hidroalcohólico con su nombre. A juzgar por los primeros minutos, se prevé un uso compulsivo. Aún no se sabe muy bien si por concienciación o por aburrimiento.
El ruido y el jaleo de la entrada se torna, poco a poco, en silencio. Todos los alumnos están ya en sus aulas y eso significa que comienza el turno de María Ocaña. «Nos han dado un bote que se llama BioBac, es nuevo». La etiqueta promete una solución mitad agua y mitad alcohol. Cree que gastará uno por día. «¡Cómo mínimo!». María lleva 19 años como encargada de la limpieza en el Arturo Reyes. En su bata está bordado el logo de Limposam. «Me dicen que soy personal esencial», espeta. Nadie lo duda.
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