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Sábado, 10 de agosto 2024, 00:09
Odonatos, mantodeos, dípteros, coleópteros, lepidópteros... El pequeño Yusuf repasa mentalmente los órdenes de los insectos para el examen, mientras se acurruca tembloroso bajo la mesa de la escuela en el campo de refugiados. Le aterra el zumbido de esos otros insectos sin orden, inclasificables, con ... los que ha crecido sin acostumbrarse a su presencia. Y aún teme más sus picaduras.
Los helicópteros «nunca permitas que esas alimañas te detecten, hijo» le martirizan los oídos; y las balas silban a su alrededor, como aguijones ardientes. Cada vez, más a menudo, Yusuf se cuestiona la importancia que tiene memorizar los nombres y aprender las costumbres de los demás bichos.
Cierra los ojos y se promete que, cuando él sea el maestro, las lecciones serán de otra naturaleza más práctica: cómo detener una guerra.
Le dice que yo no existo y que esta noche nadie dejará una moneda debajo de su almohada. Que ya tiene siete años para andarse con esas tonterías. Y que cierre la boca o será peor. Todo a la vez. Apenas su padre sale de la habitación, el niño rompe a llorar sin consuelo. Yo también soy incapaz de soportarlo así que regreso, rabioso, a mi agujero. Cuando me tranquilizo lo planifico todo. Sucederá esta noche. Y sucederá rápido. Primero, la fiebre. Tras ella, los pinchazos en la cabeza y, poco después, la corriente de dolor por todo el cuerpo. Las náuseas y los vómitos hasta el amanecer le harán desear no haber nacido. Hay que ver lo poderoso que puede llegar a ser un diente.
He cruzado corriendo la carretera sin esperar ni siquiera al semáforo en verde y he entrado corriendo al portal esquivando la hormigonera de la obra de la acera. He llegado a casa y he ido directamente a por mamá para enseñarle la nota de mates, y se ha puesto muy contenta. Ella está muy guapa, casi no se le nota el cardenal. Al entrar en mi cuarto me ha parecido oír que llegaba papá. He cerrado el pestillo de mi puerta y he abierto la ventana para que entre el silencio de la calle...
Querida Tierra,
He viajado sin parar por miles de años. He visto las espesas nubes de Venus y los petrificados ríos de lava que debieron fluir hace mucho tiempo sobre Marte.
He soportado las tormentas de Saturno y la inmensa fuerza de Júpiter. Admiré el azul profundo de Neptuno, los océanos de Titán y el mundo helado de Urano.
Pero el espacio es un lugar inmenso y misterioso, me quedaban infinidad de maravillas que deseaba descubrir. Aun así, nunca podré agradecértelo lo suficiente. Muchas gracias por despedazarme. Ahora cada parte de mí puede ser un deseo hecho realidad.
Atentamente, un cometa.
Dudó, observando el saldo de su cuenta. Se había prometido no desperdiciar nunca más su dinero en cupones, apuestas y demás loterías. Estas siempre iban dirigidas a quienes podían conseguirlo todo por el simple hecho de esa posibilidad era lo único que les quedaba. Este pensamiento, un relámpago, un despiste, y lo hizo. Había realizado la transferencia. Faltaba poco para que se convirtiera en realidad y él iba a ser el primero en beneficiarse, le convencía el anuncio de su móvil. Invertir en clonación humana. Pero no era el dinero lo que perseguía, o la inmortalidad, pues estos, en sí mismos, en el lugar equivocado, podían tornar en maldición. Su ilusión se encontraba en algo más prosaico; si le clonaba una empresa americana quizás eso convertiría automáticamente a su nuevo yo en ciudadano estadounidense. Por fin podría ser alguien. Tener esperanza.
Once de la mañana de mi 60 cumpleaños, y me dispongo a disfrutar de mi regalo: un chutazo de adrenalina que me hará sentir joven de nuevo. ¡Bien!
Superados los 3.500 metros, el instructor me da dos manotazos en el casco. No me lo pienso y salto. Parece que el corazón me va a salir por la boca, pero pronto controlo la posición y estoy flotando en el aire. La adrenalina invade cada célula de mi cuerpo.
Cuando el altímetro marca 1.500 tiro fuerte de la anilla del principal, pero no noto el despliegue. Tiro del secundario, ¡mierda, está enganchado! El altímetro marca 800 y tengo arritmia. Intento desesperado la apertura, mientras pienso en mi mujer y mis hijos; ni siquiera les he informado de todo lo necesario. Me acerco al suelo a 200 kilómetros por hora. No se oye nada. Ha quedado tanto pendiente.
Pero ya no hay tiempo.
Mis hijos siempre quisieron tener un perro. Al contrario que ellos, jamás quise tener mascota en casa. Sin motivo aparente. Quizás porque, de niño, el bodeguero de la vecina cascarrabias de enfrente me quería morder insistentemente.
Después fui afortunado.
—Cariño, ¿qué te parece si adoptamos una perrita? —me dijo mi mujer un día.
El bodeguero andaluz pasó raudo y veloz por mi mente.
Así que, un día de verano, fuimos en busca de tan ansiado animal. Tras las rejas, los ojos de la perrita brillaron al mirarnos cual estrella fugaz.
«Estos me salvan», debió pensar.
Quien la abandonó, amarrada a un árbol al pie de una carretera, nos procuró un regalo eterno.
Nunca ladró. Ni siquiera el día en que, extenuada, entró en la clínica. Allí, sus ojos se fundieron, de nuevo, con los nuestros para decirnos «gracias».
Hoy les he contado otra historia con final feliz. Es su momento favorito del día.
En mis historias, siempre es primavera y ellos corren descalzos y despreocupados por el campo persiguiendo mariposas. ¡Qué sencillo parece todo! El sol calienta sus manos y sus pies, y sus bolsillos rebosantes de dulces no les dejan correr tanto como quisiera.
Están acurrucados juntos, como siempre, y sonríen. Sonríen porque se ven trepando a los árboles, comiendo bocadillos de jamón y jugando con un perrito que nunca tendrán. Les gusta soñar. Por eso cada día, antes de dormir, todos fingimos que la historia es real y que acaba de empezar la primavera. Pero no es así.
En breve empieza de nuevo el invierno, el sol no calentará sus naricillas sonrosadas por el frío y seguirán sabiendo qué es el hambre. Pero hoy hemos soñado que otro mundo es posible, porque soñar sigue siendo gratis.
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