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Lunes, 29 de julio 2024, 00:12
Hay dudas que te muerden la lengua. Es una sensación rara, sí. Hiriente. La duda metida dentro de la boca, dentro del silencio, que te pide salir, pero tú no le dejas que lo haga. ¡Terrible!, piensas. Sería terrible.
– ¡Cállate!, duda estúpida. ¡Idiota!
Entonces, ... la duda te muerde otra vez.
Desde hace un mes, Tao, el pastor alemán del desconsolado viudo del segundo, aprovecha que estoy limpiando el ascensor para colarse. Hoy no, cariño, que me quedan tres portales más -le grito. Tao me clava sus preciosos ojos de caramelo y a mí se me encoge el corazón. Cada cual supera su infierno particular como puede, y a Tao le está costando asumirlo. Bueno, vale, pero que sepas que ésta es la última vez -le digo pulsando el botón de la terraza. Él mueve la cola con frenesí y cuando el ascensor se detiene y se abre la puerta, sale en estampida, de un salto se encarama en el borde de la terraza, mira hacia abajo y ladra lastimosamente. Y yo, como llevo haciendo desde hace un mes, corro a abrazarlo y le susurro: ya lo sé, Tao, ya sé que no pudiste evitar que tu dueña saltara.
Abrió con su llave la puerta de la casa en la que había vivido con su mujer y su hijo hasta que se marchó sin razón alguna y sin decir nada hace tres meses. Regresaba sin avisar ni saber por qué. Se cruzó en el pasillo con su mujer, recién levantada, que le dijo que el grifo de la cocina no paraba de gotear. El hijo dormía boca abajo en el sofá, la tele encendida, las botas y la chupa puestos.Mientras desmontaba el grifo del fregadero, decidió que había sido un acierto volver a la vida familiar.
Laura nunca tuvo el valor de declarar su amor. Escribió un mensaje en una botella y la lanzó al mar. Unos días después, mientras paseaba por la playa, encontró una carta en la orilla, su respuesta:
«Laura estimadísima: Soy Mediterránea, pero también soy tímida. ¿Qué tal si nos encontramos en la orilla?»
La ola rozó su meñique, su sombra, ruborizada. Quiso zambullirse, pero no, no, no. Si no tienes cuidado, el cariño te arrastra hasta el fondo.
Como cada noche durante su ronda, el vigilante se paseaba entre las obras sin prestar atención. Hasta que llegó frente a aquel cuadro. Un monótono paisaje y al fondo la figura de un hombre de rostro tan gris como su anticuado traje victoriano. 'Gray, D. (¿1894?) El oficinista. Óleo sobre lienzo' rezaba su tarjeta identificativa.
A la noche siguiente, el guardia tuvo la absurda sensación de que el cuadro había cambiado. La figura parecía más próxima y percibió en ella una expresión que le produjo desasosiego.
La tercera noche quedó paralizado. El paisaje era ahora un retrato y sus huesudas manos se dirigían amenazantes al espectador.
Y de repente un grito.
Cuando el otro guardia pasó junto al cuadro, lo observó con indiferencia: un frío paisaje y a lo lejos un hombre adulto con uniforme gris y rostro aterrado. 'Gray, D. (¿2024?) El vigilante. Óleo sobre lienzo' decía su tarjeta.
Hay un virus que nos ronda. Soy psicoanalista y antes del encierro no conocía la palabra zoom. Ayer me contactó un paciente, me escribió un mensaje de texto. No conozco ni su tono de voz. Entro puntual. Ya está en la sala de espera. Doy clic. Se abre la pantalla. Hay un hombre de unos cincuenta años. En terno. Pulcro. Guapo. Diría que recién afeitado. Me enseña el arma. La pone en primer plano. Le pido una oportunidad. Le pido conversar. «Solo tienes que estar». Suena a una orden. «Eres la analista de mi mujer. Aprendió a vivir sin mí, gracias a ti». Entiendo quién es. «No soy responsable por tus acciones», le digo. Mi tono de voz deja de ser cálido. Se torna duro, seco. Pone el arma en su sien. Miro la pantalla. Busco el recuadro 'salir de la reunión'. Pongo el cursor sobre él. Doy clic.
Un oso polar observa los cuerpos dormidos de mi casa. Cuando todos duermen, la nieve llega colándose por las grietas y entra en cada una de las habitaciones. Mi madre, en el sofá, parece una niña de nueve años dormida junto a los perros. Intento que no suceda, pero siempre ocurre igual: cada noche, el oso polar se le acerca unos centímetros. Entre sus brazos una madre sería vidrio, una pieza moldeable de algún juego didáctico. Si abriera los ojos tendría un mantra: «por favor, traedme a la dueña de los congelados». Pero no. Cuando todo el edificio duerme, el oso polar recoge a mi madre entre sus zarpas. Le habla sobre el paso del tiempo y sobre el entusiasmo -entre otras cosas-, y acerca su cuerpo adherido a la cama con papá.
Aquella noche fue horrible. Admito que fui yo quien se puso como se puso, quien se dejó llevar y quien cayó en una tentación que, en realidad, sabía que no podía acabar bien. Pero tampoco es que mereciera que me arruinaran la fiesta como lo hicieron. Quería irme, pero eso significaba que yo perdía y ellos ganaban, así que me negué en rotundo.
Ya al borde de la desesperación y un poco ensangrentada, le pedí a mi amiga que me ayudara, porque me sentía bastante desorientada. Sin embargo, ella tampoco pudo hacer nada.
«Para la próxima, recuerda no estrenar zapatos cuando vayas a estar toda la noche fuera», me dijo.
Solo uno de ellos dudaba.
Solo uno de ellos sabía que era deseo.
Solo uno de ellos se vio abocado a escribir un juego de palabras con tinta azul.
Intentó ser original, introdujo una coma vocativa.
Solo uno de ellos lo entendió.
Ambos resolvieron el dilema.
Estaba junto a ti, no sé si de frente, de perfil o a tus espaldas. Puede que quizás todas hayan sido válidas. El efecto somnífero de la madrugada provocaba en mi mente lagunas mentales que se llenaban con el placer de escuchar tu melodía, tú me cantabas y tu rango vocal era amplio; desde un leve y casi imperceptible susurro, hasta un elevado, agudo cual cantante de ópera. Yo estaba embelesado escuchándote, tu seguías tu propio ritmo, aunque yo dirigía la orquesta y, llegado el momento, se reveló el título de tan placentera canción: 'Gemidos'.
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