
La confesión del hermano de Lady Di
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La confesión del hermano de Lady Di
El director se tomaba su tiempo para elegir el arma: a veces se decidía por uno de sus dos bastones, a los que llamaba con los apodos de Flick y Swish; pero para las palizas más crueles prefería cortar él mismo una vara de bambú del jardín. «Disfrutaba haciendo daño. Le excitaba aplicar castigos increíblemente dolorosos. Llegaba a la sangre; a muchos les cortaba las nalgas con la vara, pero seguía golpeando. Éramos niños pequeños».
Así describe Charles Spencer, como un «un sádico y un pervertido», a John Porch, el director del internado de élite Maidwell Hall, donde su padre lo envió a los 8 años. Spencer se sirve de su propia experiencia para sacar a la luz, en su libro A very private school, lo que él considera un «trauma nacional». Charles, noveno conde Spencer, es hermano de Diana y ahijado de la reina Isabel. Fue bautizado en la abadía de Westminster y estudió en Eton. Una vida propia de la élite más privilegiada. Sin embargo, su infancia estuvo marcada por la crueldad, el abandono y los abusos físicos, emocionales y sexuales.
Spencer solo tenía 2 años cuando su madre dejó a la familia para irse con otro y, al cumplir los 8, su padre lo envió a aquel internado. Spencer, que tiene título de conde, compara esa experiencia con la orfandad. «En el cerebro de los niños que fueron a internados donde se cometían abusos se detecta el mismo daño emocional que en los niños que crecieron en centros de acogida. Es el mismo impacto», afirma. Spencer detalla en el libro las atrocidades que él y muchos otros sufrieron en los años setenta.
¿Por qué ahora? El conde explica que, cuando su segundo matrimonio se rompió en 2007, acudió por primera vez a un terapeuta y fue en esa consulta donde comenzó a hablar de su etapa en Maidwell Hall... Pero para convertir aquellas terribles experiencias en un libro necesitó contrastar sus recuerdos con los de sus compañeros. Y no fue fácil, porque la ley del silencio en la élite impera con más consistencia que en la mafia.
El conde sintió, dice, que debía sacar a la luz la depravación de aquella escuela no solo por él, sino por lo que él considera «la gran conspiración» de las clases altas británicas en las que los hijos eran –y, en muchos casos, siguen siendo– 'un bien' que hay que aparcar para poder seguir con la vida social: las prioridades eran, en ese orden, «caballos, perros, niños». «Cuando nos enviaban a los internados –escribe Spencer–, éramos como corderos llevados al matadero».
Y lo razona incluso en términos históricos. «Cauterizar las emociones de chicos tan jóvenes servía a la causa imperial: alejarlos de sus familias permitía que luego sirvieran al Imperio dondequiera que se los colocara, sin añorar su hogar». Algunos padres, explica, lo hacían porque era «lo que todos hacían», aunque otros eran conscientes de la crueldad –que ellos mismos habían padecido–, pero creían que era lo correcto, que debían pasar por ese vía crucis porque «al final les hará bien». Pero no fue así.
Mientras investigaba, Spencer descubrió que algunos de sus amigos, ahora hombres de más de 50 años, aún tienen las cicatrices físicas de las palizas, y muchos más arrastran profundas heridas emocionales. «Algunos vivieron cosas realmente terribles. Uno me dijo que lo habían violado tres veces en el internado. Me contó cómo lo había hundido y cómo sufrió un colapso cuando su hijo alcanzó la edad que él tenía cuando lo violaron: 9 años». Otro hombre describió que su hermano había muerto de «autodestrucción» tras sufrir abusos en Maidwell. «Le destrozaron la vida, nunca tuvo un amigo, nunca tuvo una pareja».
Spencer se dio cuenta de que esa cultura atroz iba más allá de una sola institución. «De repente, hay hombres contando lo que les ocurrió en otras escuelas. Y es monstruoso». Spencer no duda en extraer conclusiones políticas de todo este sistema de terror y abusos. Afirma que, si los niños que crecen en centros de acogida muchas veces acaban en la cárcel, los que van a internados de élite tienen enormes probabilidades de acabar gobernando Gran Bretaña. «Es imposible que este tipo de escuelas no haya tenido un impacto social en este país», asegura.
«Muchos de los que han llegado a lo más alto en política han pasado por lo mismo que yo y han sufrido algún tipo de maltrato. Lógicamente, eso ha tenido que marcarlos y determinar su visión de la vida y del mundo: lo que es importante y lo que no; quién importa y quién no. Haber pasado por estas escuelas probablemente ha hecho que muchas de estas figuras destacadas de nuestra sociedad sean crueles. Y eso influye en sus decisiones», afirma en una entrevista en The Times.
Su libro está dedicado al niño que él mismo fue, a Buzz, el apodo que le puso su madre porque tenía la alegre efervescencia de una abeja. «Buzz era enérgico, despreocupado, con amigos», dice, pero esa felicidad no duró. La primera sombra llegó cuando su madre, Frances, se fugó con un rico heredero. Aunque el divorcio estaba mal visto en su círculo social, Spencer y sus hermanos aceptaron la situación con normalidad. «Mis padres no se gustaban en absoluto y no se hablaban, pero eso era cosa de los adultos. En general el ambiente familiar que mi padre nos proporcionaba fue una infancia feliz, aunque creo que él estaba clínicamente deprimido y no diagnosticado, y había niñeras muy desagradables. No me sentí abandonado por mi madre. La veía una vez al mes y pasaba con ella la mitad de las vacaciones».
El conde de Spencer acaba de publicar un extenso artículo detallando la abrumadora respuesta a su libro. Las cartas que ha recibido de antiguos alumnos de internados que pasaron por una experiencia similar, dice, «han sido, al mismo tiempo, reconfortantes y perturbadoras».
En su artículo publicado en The Times Magazine, Charles Spencer detalla algunas de las torturas a las que fueron sometidos otros alumnos, solo para poner en perspectiva el terror vivido en el internado de Maidwell. A un primo suyo, un grupo de alumnos mayores guiado por el director, Alec Porch, le quitaban con frecuencia los pantalones, lo arrodillaban y le hacían preguntas académicas difíciles,... Leer más
La situación cambió a los 8 años, cuando su padre lo internó en Maidwell. Spencer supo inmediatamente que se trataba de un lugar «peligroso». Esta institución de élite para solo 75 chicos de algunas de las familias más ricas y aristocráticas del país tenía dormitorios helados, camas duras y comida repugnante. La inocencia y la alegría eran «pisoteadas en ese pequeño mundo anticuado y vicioso que construyó la alta sociedad inglesa».
Se practicaban extraños rituales de corte militar; sesiones diarias de ejercicio llamadas drill, después de las cuales los maestros se turnaban para ver a los chicos desnudos en la ducha; también algo denominado ragging, una especie de lucha libre entre los alumnos «armados con cuchillo», dice Spencer. «Una locura. Había chicos con la mecha muy corta que llevaban filos de quince centímetros al cinto». El director, John Porch, era «una presencia abiertamente sádica», cuenta Spencer. Además de los crueles castigos físicos, buscaba el contacto sexual con los muchachos simulando juegos o sesiones de natación en el lago con los alumnos más guapos y atléticos desnudos. «Aunque tenía cuatro hijos, estaba claro que se sentía atraído por chicos de 12 o 13 años. Y daba miedo. Nos hacía daño de verdad retorciéndonos los brazos y las orejas cuando estábamos desnudos en las duchas. Era aterrador».
En la escuela no había ninguna presencia femenina reconfortante. Extrañamente tenían que dirigirse a las mujeres que formaban parte del personal como «por favor», sin nombre alguno. Spencer sufrió abusos sexuales a los 11 años por parte de una de las asistentes. Recuerda cómo la mujer, de 20 años, embaucaba a los chicos ofreciéndoles bocadillos. Una noche se acercó a su cama cuando el resto dormía. «Empezó a besarme. Era todo muy extraño. Luego pasó a la masturbación mutua, aunque yo no era capaz de nada a los 11 años». No fue el único al que se dirigió y con chicos mayores progresó hasta el coito completo. Spencer dice que, a veces, cuando cuenta su experiencia a otros hombres adultos, estos le hacen un «gesto de aprobación». Pero él les pregunta: «¿Qué dirías si los géneros estuvieran invertidos?».
Ese despertar sexual, tan joven y en esas condiciones, le resultó «increíblemente traumático –afirma–. Ella era muy abusiva emocionalmente. Sabía lo sombría que era la vida escolar y lo horribles que eran algunos profesores, y se presentaba como una especie de salvadora». Una de las partes aterradoras del abuso infantil es que crees que tienes alguna conexión con el abusador, «lo cual es totalmente falso. Solo estás siendo abusado».
Spencer no le contó a nadie lo que le pasaba en el colegio, ni a sus amigos. «Éramos tan jóvenes que no teníamos contexto. No sabíamos lo malo que era porque así era nuestra vida. Pensaba que mis padres no me habrían enviado allí si no pensaran que todo eso estaba bien».
Incluso ahora Spencer asegura que algunos antiguos alumnos se resisten a aceptar el horror de lo que les ocurrió. Otros lo acusan de traidor por contarlo públicamente. Pero Spencer dice que se siente recompensado porque la dirección del actual Maidwell Hall ha abierto una investigación a raíz del libro. Y lo que es más, otra víctima está compilando una base de datos con acusaciones de abuso contra 490 escuelas privadas, y serán investigados más de 300 maestros.
En cualquier caso, en el libro de Spencer, varios de sus implicados no aparecen con su verdadero nombre (usa un seudónimo), pero sí identifica al director de la institución y a los maestros, como él, ya fallecidos. Dice que se lo pensó mucho por el efecto que podía tener en sus familias, pero que debía hacerlo por las terribles cosas que hicieron y que, además, los hijos no pueden ser culpados de los pecados de sus padres.
Spencer se ha casado tres veces y tiene siete hijos. Los dos varones eligieron, de adolescentes, ir a un internado, pero él asegura: «Yo nunca obligaría a un hijo mío a ir». ¿Cambiaría todo lo que tiene –la casa señorial, el título– por una vida normal de clase media con una infancia feliz? «Todo el mundo tiene cosas en su vida; no importa cuál sea su origen social. Yo he tenido unas ventajas increíbles, de las que soy muy consciente. Es una pena que me viera atrapado en un periodo tan malo en una escuela dirigida por un sádico».
Spencer, a sus 59 años, lleva al colegio a su hija Charlotte, de 11 años, todos los días. «Está aburrida de que le pregunte: '¿Todo el mundo es amable contigo en el colegio? ¿Hay algún profesor que te incomode de alguna manera?'. Cuando te ha pasado algo así, estás siempre en guardia».