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Picasso y las últimas mujeres de su vida: historia de una –aterradora– obsesión

De Françoise Gilot a Jacqueline Roque

Picasso y las últimas mujeres de su vida: historia de una –aterradora– obsesión

Picasso con Jacqueline Roque, su última pareja.

Antes de dejarlas, las retrataba feas, contrahechas...,  sin piedad. Señal de que todo había terminado. Y al cambiar Picasso de amante, lo hacía también de estilo, de casa, de amigos, de mascota... Sobre todo, cuando Françoise Gilot lo abandonó y conoció a Jacqueline Roque, su última –y abnegada– pareja. Una exposición en la Fundación Bancaja de Valencia muestra ahora los obsesivos retratos que el genio pintó de Jacqueline.

Lunes, 03 de Febrero 2025, 15:42h

Tiempo de lectura: 8 min

Para mí solo hay dos clases de mujeres: diosas y felpudos». Pablo Picasso (1881-1973) reconocía que podía ser mezquino con las personas a las que amaba —«con la gente que me resulta indiferente solo soy amable»— y especialmente cruel con las mujeres de su vida. Fueron ocho. Una de ellas, la sagaz Dora Maar, afirmaba que cuando Picasso cambiaba de amante, todo lo demás en su entorno cambiaba también: el estilo artístico, la casa en la que vivía, el poeta que le servía de musa complementaria, la tertulia de amigos en la que buscaba aceptación… cambiaba incluso el perro que le seguía los pasos.

Sin embargo, ningún cambio fue tan convulso como la transición de una mujer a otra entre los dos últimos amores de su vida: de Françoise Gilot, la díscola, la única que lo abandonó —«no se puede vivir con un monumento histórico»—, a Jacqueline Roque, sumisa hasta lo patológico, que se dirigía al artista en tercera persona y le besaba la mano.

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Retratar hasta la muerte. Roque fue, de sus modelos-amantes, la que más veces posó para Picasso: más de 400 durante los doce años que vivieron juntos, hasta la muerte del pintor. Una exposición en la Fundación Bancaja de Valencia muestra ahora 250 de las obras que ella protagonizó.

Françoise, fallecida en junio de 2023, tenía 21 años cuando conoció al artista malagueño, que le llevaba 40; Jacqueline tenía 26 (murió en 1986) cuando se enamoró de él, ya septuagenario, y 34 cuando se casó con él. Aunque, como también decía Picasso: «Un hombre tiene la edad de la mujer a la que ama».

Jacqueline Roque, sumisa hasta lo patológico, se dirigía al artista en tercera persona, le besaba la mano y lo llamaba 'dios' o 'monseñor'

Vallauris, en la Riviera francesa, año 1953. Françoise Gilot acaba de abandonar al pintor, la primera mujer que lo hace. Un buen día se sube a un taxi con Claude y Paloma, los dos hijos de la pareja, y se larga. Al verlos marchar, Picasso le lanza un dolido: «¡Mierda! Nadie deja a un hombre como yo». Entra en casa y destroza las obras de Gilot que la también pintora ha dejado en el que fuera su hogar común durante una década. «Pablo fue el gran amor de mi vida, pero debía tomar medidas para protegerme. Yo lo hice. Me fui antes de que me destruyera», declaró años más tarde.

Como venganza, Picasso la boicoteo todo lo que pudo, forzando a sus amigos, para que dejaran de tratarla, y a los galeristas de París para que la rechazaran. Gilot acabó marchándose a Estados Unidos, lejos de su influencia, y en 1964 publicó Vivir con Picasso, un superventas en el que lo describía como «un egocéntrico y un tirano». El aludido intentó, sin éxito, impedir su publicación. Aunque eso sucedería, en todo caso, mucho después...

Poco después de la 'fuga' de Gilot, Picasso conoció a Jacqueline Roque, empleada temporal en el mítico taller de cerámica de Madoura, en Vallauris (Provenza), donde el artista vivió durante 25 años. Le llevó un tiempo conquistarla, a pesar de dibujarle una paloma con tiza y regalarle una rosa diaria durante seis meses hasta que, finalmente, cedió y se fue a vivir con él a su casa.

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El último amor. Roque permaneció junto a Picasso hasta su muerte, el 8 de abril de 1973.  Se entregó entonces a la difusión del legado de su esposo, cediendo numerosas obras para exposiciones hasta que, 13 años después de haberse quedado viuda, se suicidó.

Roque se convirtió así en su nueva amante, además de en su secretaria, mensajera, administradora, modelo (posó para más de 400 cuadros), enfermera, criada... Roque lo bañaba, lo observaba mientras pintaba hasta quedarse dormida, lo llamaba 'Dios', 'maestro', 'monseñor'... En definitiva, vivía para él. Picasso deja el cuchitril donde vivía en Vallauris y se muda a una gran mansión, Villa La Californie, en Cannes, para la cual pinta una serie de cuadros decorativos, con Jacqueline como modelo, inspirados en Matisse y los harenes de Delacroix. Por otro lado, Jean Cocteau, que había caído en desgracia, vuelve a ser su poeta laureado y su bufón de corte; además de renovar su círculo de amigos, que incluye mecenas, marchantes, escritores, biógrafos, toreros, actores…

Entre los miembros de su nuevo círculo había, por cierto, varios españoles: Luis Miguel Dominguín y Lucía Bosé, Rafael Alberti o Eugenio Arias, guerrillero antifranquista convertido en barbero, que le cortaba el pelo antes de cada corrida en Nimes o Arlés. «Arias, ven siempre que quieras. Cuando vienes me parece estar en España», le decía. Y luego estaban los animales: pájaros, un dálmata llamado Perro, un tekkel y una cabra, Esmeralda, que aparecía en cualquier habitación.

Sus retratos podían ser inmisericordes cuando una amante perdía su favor: bocas con dentadura de cuchillos, cuerpos retorcidos, vaginas con dientes de sierra…

Picasso y Jacqueline se instalaron en La Californie en 1955, al morir Olga Khokhlova, la primera esposa de Picasso, de la que no quiso divorciarse para preservar la mitad de su fortuna. Contaba John Richardson, su biógrafo más meticuloso, que Jacqueline temía que la noticia animase a sus ex a llamar al artista para insinuarle que estaban disponibles y que se refugiaron en Cannes huyendo de esas inoportunas candidatas a suceder a Olga. Aquella villa se convirtió en lugar de peregrinación. Desde amigos a «cientos de don nadie», admiradores, curiosos e incluso un asesino. Pocos se libraban de tener que pedir audiencia y de esperar horas o días hasta ser recibidos. Un grupo de pintores malagueños llegó en furgoneta y Picasso, nostálgico de su tierra, se volcó con ellos. «No me llaméis don Pablo, para los amigos soy Pablito». Les dio 500.000 francos, consejos para exponer en París, les dibujó un fauno firmado…

«Las pantomimas eran una forma de disimular su timidez y facilitar la comunicación con visitas intimidadas o que no tenían un lenguaje en común con él», revelaba Richardson. Picasso era capaz de restregarse un pulpo frito por la calva en pleno almuerzo porque decía que su aceite era un crecepelo. «¡Cerdo! –le dijo Jacqueline–. Que tengas poco sentido del olfato no significa que los demás no lo tengan». Ella cocinaba. Las comidas favoritas del pintor, en aquella época, eran el bacalao a la provenzal, anguilas y queso Stilton. «Sentía gran curiosidad por los alimentos, aunque comía poco y bebía aún menos. Pero le gustaba el papel de anfitrión». Cuando almorzaba en un bistró, solía doblar y rasgar el mantel de papel y hacía garabatos que regalaba a los comensales. Los más precavidos pedían que se los firmase.

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Yo abandoné a Picasso. Françoise Gilot fue la pareja de Picasso durante diez años (1943-1953) hasta que, harta del maltrato y las infidelidades del pintor, intuyó su destino como felpudo y huyó.

Casi nunca tiraba nada, de modo que su colección de trastos amenazaba con sepultar sus diferentes casas. «Soy el rey de los traperos», decía. Su estudio de trabajo estaba decorado con un enorme y horrible tapiz que parodiaba Las señoritas de Aviñón. «Es mucho mejor que el original», decía muy serio cuando quería tomarle el pelo a algún historiador del arte.

Maltrataba a quienes no eran tan entregados como él esperaba. Necesitaba sentirse poderoso para volcar ese poder en la pintura, el único sentido de su existencia

Picasso vampirizaba la vitalidad de quienes lo rodeaban. Podía ser encantador, pero los maltrataba si no eran tan entregados como consideraba que debían ser. Y había normalizado el hecho de tener una camarilla leal que lo jaleaba con entusiasmo. Necesitaba sentirse poderoso para volcar ese poder en la pintura, el único sentido de su existencia. Sentirse importante para seguir haciendo lo que le hacía ser importante. Y lo siguió haciendo hasta su muerte, a los 92 años.

El artista fue una fuerza de la naturaleza que realizó 45.000 pinturas, esculturas, cerámicas, dibujos y litografías. «Ver trabajar a Picasso, esa intensidad imponente, fue una revelación. La pintura era lo único que importaba –recordaba Françoise Gilot, que también era pintora–. Pero me interesaban más cosas. Para él, si eras pintor, lo eras todo el tiempo. Esa concentración canalizaba su energía».

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La última obsesión. El rostro de Roque comenzó a poblar las obras de Picasso a partir de mayo de 1954. La pintaba con rostro felino, de pómulos altos, ojos y pestañas oscuros, y cuello exagerado. En sólo un año, 1963, la retrató hasta 160 veces.​

Richarson se maravillaba cuando, al final de la jornada, Picasso había agotado la energía de todos y le servía de combustible para trabajar hasta el amanecer. «Los invitados nos quedábamos en un estado de agotamiento nervioso. No es extraño que Jacqueline terminase dándole a la botella», señaló el biógrafo.

En todo caso, permaneció a su lado hasta su muerte, el 8 de abril de 1973.  Incluso muerto, se mantuvo fiel a su marido, incluso impidiendo a los hijos del pintor asistir al funeral de su padre. Lejos de cruzarse de brazos, lucharon contra ella en una larga disputa legal por la  herencia del genio. Roque se entregó entonces a la difusión del legado de su esposo, cediendo numerosas obras para exposiciones hasta que, 13 años después de haberse quedado viuda, se suicidó.

Antes de morir, Jacqueline le reveló un secreto a Richardson: la promesa que hizo Picasso a Dios a los 14 años. «Conchita, su hermana de siete, se moría de difteria y él prometió que no volvería a pintar jamás si se salvaba. No se salvó. Aquello explica su identificación con el minotauro y la ofrenda de doncellas; también la obediente aceptación del papel de víctima propiciatoria por parte de Jacqueline».

Su antecesora en el corazón y en la cama del artista, Françoise Gilot, intuyó su destino como felpudo y huyó. «A las otras les complacía que el gran Picasso las pintara todo el tiempo; les hacía sentirse importantes. Pero, como sabemos todos los artistas, aunque Picasso pintara el retrato de una mujer, siempre se trataba de su propio autorretrato».

De hecho, la manera de Picasso de eliminar a una fémina tras otra era, precisamente, pintarlas. Los cuadros podían ser inmisericordes cuando una amante perdía su favor: bocas con dentadura de cuchillos, cuerpos retorcidos, vaginas con dientes de sierra… Y, según Gilot: «Picasso me dijo que un minotauro tiene a su lado muchas mujeres y las trata muy bien, pero que reina sobre ellas por el terror. Así que ellas terminan alegrándose de que esté muerto».

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