Encarceladas pero no silenciadas
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Encarceladas pero no silenciadas
Viernes, 31 de Enero 2025, 11:40h
Tiempo de lectura: 10 min
Solo unos minutos más», dice Katja, que ya lleva un buen rato de pie, firme, en una calle céntrica de Moscú. Con una mano sostiene un cartel: «Libertad para los presos políticos». En la otra, dos rosas rojas. En Rusia, cualquiera que se atreva a hacer algo así se arriesga a ser arrestado. Dos peatones la miran de soslayo mientras un compañero activista la fotografía para luego publicar las imágenes en Facebook. En cualquier momento puede aparecer la Policía. Ya se lo advirtió a Katya su abogado: «Si lo vuelves a hacer, puedes ir a prisión». De hecho, ya ha sido multada siete veces por protestar contra la guerra en Ucrania y, como señala una de las denuncias, «desacreditar» al Ejército. Tras diez minutos la mujer, de unos 40 años, deja el cartel, toma su mochila y echa andar hacia el metro. Una mariposa con los colores nacionales ucranianos, azul y amarillo, cuelga de la parte trasera de su bolso, junto a un gran símbolo de la paz y la palabra 'guerra' tachada. Solo por esa mochila Katja podría ser procesada: tres «descréditos» más.
Poco después de atacar Ucrania, Putin emitió dos duras leyes de censura: una castiga el «descrédito de las Fuerzas Armadas» y la otra, la «difusión pública de información deliberadamente falsa» sobre su despliegue. Cualquiera que llame a la guerra por su nombre o la critique puede ser castigado hasta con 15 años de prisión.
La organización rusa de derechos humanos OVD-Info calcula que se han producido más de 20.000 detenciones por protestas contra la guerra. Antes, lo normal era que a las grandes manifestaciones acudieran sobre todo chicos jóvenes. Pero con la guerra las mujeres representan casi la mitad de los arrestados. Los hombres corren el riesgo de ser enviados al frente. La propia Katja cree que las mujeres corren menos riesgos, pero aun así nos pide no publicar su nombre completo.
Claro que Katja tiene miedo. «Pero no puedo quedarme en casa y callar sobre lo que está pasando porque me volvería loca». Cada día, misiles rusos matan a ucranianos, afirma. Cada día, el régimen ruso encarcela a presos políticos; algunos mueren de hambre en prisión. Y, mientras, a la mayoría de los rusos parece no importarles nada. «Siento ira por primera vez en mi vida», dice.
Regularmente Katja deposita flores junto al monumento a la poeta ucraniana Lesya Ukrainka. La primera vez fue en enero de 2023, cuando un misil ruso impactó en un edificio de pisos de Dnipró (Ucrania). Murieron 46 personas y 80 resultaron heridas. Aquellos primeros claveles fueron un pequeño gesto de simpatía pública hacia los ucranianos al que, poco después, se sumaron decenas de moscovitas. Convirtieron la 'Lessja' en un homenaje improvisado. Los empleados de limpieza de la ciudad retiraban periódicamente las flores de la base de granito del monumento. De repente, los claveles y las rosas eran armas políticas.
Está avergonzada, dice Katja. Por eso a veces publica en su cuenta privada de Facebook una foto con un luto negro y el nombre de la última ciudad ucraniana bombardeada. Por todas estas protestas, Katja ha sido detenida diez veces y ha pagado multas por valor de 200.000 rublos (casi 2000 euros), que ha pagado gracias a las donaciones de otros activistas. «Probablemente mis hijos me estén salvando de acabar en prisión», dice. De fe cristiana, Katja está casada y tiene seis hijos, los más pequeños, gemelos, tienen ahora 7 años, y el mayor acaba de cumplir 16. Según la ley rusa, los progenitores de menores de edad no pueden ser encarcelados.
Pero lo que digan las leyes ya no importa mucho: en Tula y Buriatia, opositores a la guerra han acabado entre rejas y sus hijos, internados en asilos. Katya es psicóloga de formación, pero se dedica a cuidar a su familia. A ojos de su madre, partidaria de Putin, es una traidora. Desde que se declaró la guerra, las dos mujeres solo hablan de cosas cotidianas: los niños, la comida... Con su marido tampoco es sencillo. Él cree que Estados Unidos es el culpable, que ellos provocaron la invasión. Pero no tiene sentido discutir con él. Al fin y al cabo, su esposo la apoya, a veces hasta la acompaña a 'Lessja' y espera horas en comisaría hasta que la sueltan.
Desde el comienzo de la guerra, los derechos de las mujeres se han visto cada vez más restringidos. Ninguna ley las protege contra la violencia de género. Contra esta situación lucha el Movimiento Feminista contra la Guerra (FAS por sus siglas en ruso), que solo horas después de la orden de Putin de atacar Ucrania publicó un manifiesto contra la guerra. Se trata de un grupo descentralizado, sin jerarquías, donde mujeres anónimas se comunican en chats cifrados. Ira, de unos 20 años, es una de ellas. Su nombre tampoco es real por razones de seguridad.
Siete años por poner pegatinas
Sonia Subbotina sostiene una foto de su pareja, la artista Aleksandra Skochilenko. Fue condenada a siete años de prisión por haber sustituido, en un supermercado, las etiquetas de los precios por pegatinas contra la guerra.
Malos tratos por informar
Maria Ponomarenko está en la cárcel por haber difundido información sobre el mortífero ataque perpetrado contra el teatro de Mariúpol. Los malos tratos que ha sufrido desde su detención han provocado el deterioro de su salud mental.
Tres años por tocar a un policía
Natalya Filonova, periodista, fue detenida durante una protesta contra la guerra en 2022 y, más tarde, condenada a tres años de prisión por haber arañado, presuntamente, a dos agentes de policía con un bolígrafo.
Durante el primer año de la guerra, Ira recorría su barrio por la noche y pegaba carteles contra la invasión. Al año siguiente ya solo se atrevía a acercarse a los muertos; allí hay menos cámaras de seguridad. Ira distribuía sobre las tumbas carteles con versos contra la guerra escritos por artistas conocidos. Desde 2024, Ira se ha vuelto aún más cautelosa. El Departamento de Justicia declaró en abril al Movimiento Feminista contra la Guerra una «organización indeseable». Cualquiera que colabore con él se expone a prisión. Cuando le preguntan a Ira cómo está, responde: «Estoy viva».
Ahora, Ira solo hace «pequeñas cosas». «Practico el mínimo absoluto moral». Por ejemplo, en una cafetería del centro de Moscú famosa por poner a disposición de los clientes libros célebres para releer junto a una taza de café, Ira toma uno de los volúmenes gastados, lo abre y desliza un trozo de papel con una paloma de la paz. Mira hacia arriba, pasa la página y coloca una segunda hoja. En ella escribe con bolígrafo azul: «No eres el único que está en contra de lo que está pasando». Más adelante, entre las páginas 434 y 435, coloca un mensaje con la frase «la paz vendrá». Luego cierra Oblómov, el clásico de Iván Goncharov, y abandona el café.
Ira no se considera valiente. «Practico el mínimo absoluto moral», insiste. Según ella, ahora empiezan a pasar muchas cosas «bajo tierra»: activistas imparten cursos de seguridad en Internet, enseñan qué plataforma de mensajes usar, cuáles evitar, cómo ocultar tu propia identidad para protegerte de la vigilancia de las autoridades...
Ira quedó conmocionada por la muerte del político opositor Alexéi Navalni, probablemente envenenado en una colonia penal en febrero de 2024. Pero ese horror también le dio fuerza; vio cómo su fallecimiento unía a la gente en todo el país. En una semana, hasta 300 personas interesadas se pusieron en contacto con el Movimiento Feminista contra la Guerra. «Todavía estamos aquí, todavía podemos hacer algo».
Durante meses, la estudiante Schenja, de 21 años, pegó pegatinas con la inscripción «no a la guerra» en los postes de luz y las paredes de los edificios, lo más alto posible para que no pudieran ser quitados fácilmente. Quería recordar a los moscovitas que todavía hay opositores a la guerra. Schenja acabó en prisión. Cuando el tribunal, en un juicio político, anunció el veredicto, Schenja gritó «vergüenza» mientras los funcionarios se la llevaban apresuradamente. «Solo estuve 15 días bajo custodia», dice, algo «ridículo» comparado con los años de prisión que soportan los 800 presos políticos. «Nosotros, como rusos, debemos asumir la responsabilidad de lo que está sucediendo». Schenja también pide que no se publiquen más detalles sobre su identidad para proteger su seguridad.
Después de aquella detención, la Policía visitó su domicilio dos veces. Ahora se dedica a organizar reuniones donde moscovitas escriben cartas a los presos políticos. «Es importante demostrarles que no los hemos olvidado», dice. Para darles visibilidad, ha llegado a montar estas reuniones en cafés. Pero el personal y los propietarios le acaban pidiendo que no vuelva. Tienen miedo a posibles problemas con la autoridad. «Al menos –se consuela Schenja–, nadie me ha denunciado». En Rusia, los chivatazos están a la orden del día; nunca sabes quién está sentado a tu lado escuchándote. En el Lejano Oriente, en Jabárovsk, la Policía ya detuvo al organizador de una de estas veladas de cartas sin dar ninguna explicación. Escribir a los presos no está prohibido, pero es peligroso.
Muchos sábados por la noche, en Espacio Abierto –un lugar de encuentro para activistas en Moscú y donde la Policía aparece regularmente–, Schenja y otras mujeres reparten rotuladores, papel, sobres y sellos. En la pared cuelgan fotografías de presos políticos, de Navalni y del diputado del distrito de Moscú, Alekséi Górinov. Durante las siguientes horas pasarán por ahí casi 30 personas. Schenja les muestra códigos QR con enlaces a organizaciones de derechos humanos que publican listas de presos y explica lo que no se debe escribir para que la carta pase la censura de la prisión: «No pregunten nada sobre el procedimiento judicial. Es mejor mandarles un poema», apunta Schenja.
Abandonar Rusia no se le pasa por la cabeza. «Estaría dejando en la estacada a gente que está en peor situación que yo», dice. Ira tampoco se plantea marcharse, aunque asegura que «el régimen es cada vez más fuerte». «No podemos cambiarlo. Todo lo que podemos hacer es estar preparados para cuando surja una oportunidad». Katja, la madre de seis hijos, por el contrario, parece agotada. Los primeros meses de 2024 fueron duros. La Policía la llamó varias veces para preguntarle dónde estaban ella y los niños. «Saben muy bien que mis hijos son mi punto débil». Y es difícil para ellos entender lo que está pasando.
El de 14 años tiene como asignatura obligatoria Defensa de la Patria; y cada día, en las máquinas expendedoras de billetes del metro, ve anuncios de contratación de soldados: «5,2 millones de rublos el primer año», el equivalente a unos 50.000 euros, es lo que les prometen a los chicos por su servicio en el frente. El hijo mayor tendrá que presentarse ante las autoridades militares dentro de unos meses, como todos los jóvenes. Una vez hecho el trámite, ya no podrá salir del país. «Nunca me perdonaría no haber salvado a mis hijos», dice. Al marido de Katja y a su madre no les importaría que los niños tuvieran que alistarse. «Nuestros abuelos lucharon contra el fascismo para que nuestros nietos también pudieran hacerlo», dijo su madre.
Katja duerme mal y piensa mucho. ¿Debería emigrar con los niños? Ella se siente una patriota y no quiere sentirse una traidora. ¿Podrá regresar a Rusia? ¿Qué pasa si se queda y va a prisión? ¿Quién cuidará de sus hijos? Al fin ha decidido solicitar visas humanitarias en Alemania para su familia. Una organización que se ocupa de los perseguidos por motivos políticos la ayuda en las gestiones. Mientras, ella continúa caminando por Moscú con su mochila al hombro. Abajo, en el metro, los pasajeros miran la mariposa azul y amarilla y luego el suelo. Katja se aferra a un pensamiento: al menos se llevará a sus seis hijos lejos de Putin: «Seis potenciales soldados menos, también es una forma de protesta».