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Hace unos días nos despertábamos con la triste noticia del cierre del Central. Sin duda, este café es toda una institución en Málaga y ocupa un lugar destacado en el corazón de muchos malagueños, que asisten con dolor y resignación al desmantelamiento del Centro Histórico. Es de todos conocido que en el Centro residen cada vez menos vecinos y su número (me refiero a los que viven en la conocida como «almendra», es decir, intramuros de las antiguas murallas) se asemeja más al de un pueblo de la Serranía de Ronda que al de una capital europea. En la calle Larios y en la plaza de la Constitución doy fe de que apenas quedan unas diez casas abiertas. La cifra más baja de su historia.
Cada vez son menos los comercios malagueños que resisten en el Centro. Hace poco cerró otro mítico café, Doña Mariquita. Cuando a principios de año lo haga el Central, a los amantes de lo tradicional solo nos quedarán ya el Café Madrid y Casa Aranda. Me piden mis amigos del Diario Sur que escriba unas palabras contando la historia de este centenario establecimiento que nos deja para siempre. Para mayor comodidad y aprovechamiento del lector las agruparemos en ocho paradas. Ahí van.
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Pocos malagueños conocen que el Central surgió de la unión de tres cafés: el Suizo, el Munich y el propio Central. A mediados del siglo XIX existía ya en la Cortina del Muelle el Café Suizo, llamado así por su propietario, el suizo Antonio Crovetto o Corveto, que sobre esto no hay acuerdo entre los historiadores. Al poco se trasladó a la calle Compañía y se convirtió en un legendario café cantante en el que actuó la flor y nata del cante y del baile flamenco, como el Niño de Lucena, que era capaz de tocar la guitarra con las manos enguantadas, para así demostrar el absoluto dominio que tenía de este instrumento. El Café Suizo se trasladó hacia 1930 a la plaza de la Constitución, en su esquina con la calle Santa María. En ese mismo local ya existía en 1900 el café-diván del Príncipe, en el que se servía un café superior, según asegura la publicidad de la época. También fue uno de los primeros establecimientos hosteleros malagueños en servir cerveza a sus clientes. Esa misma esquina la ocuparon sucesivamente la mercería de Sebastián Marmolejo y la sastrería El Raglán, que desapareció en un incendio en 1925. Parece que se instaló en su lugar una freiduría llamada El Faro, de corta existencia que, según un anuncio de 1925, tenía «comedores con vistas a la plaza de la Constitución».
Es fama que, debido quizá a su estratégica ubicación, el café Suizo abría toda la noche y que nunca cerraba (hoy diríamos 24/7). Se dice que ni tan siquiera tenía puertas. No las necesitaba. El Suizo fue absorbido por el Central a principios de los años sesenta del siglo pasado.
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Este café lo abrió en 1903 Cipriano Martínez Ocaña, el mismo fundador del añorado restaurante La Alegría, ocupando el local que había sido antes la barbería de Salvador Ruiz. El Munich estaba en el Pasaje de Chinitas y se entraba por la que hoy es la puerta trasera del Central (por poco tiempo). Tenía un aire antiguo, debido a sus columnas, molduras en el techo, espejos y divanes, que le conferían un aspecto de café isabelino. Era un local tranquilo y humilde, nada que ver con los bulliciosos cafés de España o La loba, en la misma plaza. Por una escalera de caracol se subía a un pequeño saloncito, que hoy pertenece a la cafetería La Canasta, donde tenían su tertulia intelectuales, comerciantes y personal de notarías y juzgados. El tiempo transcurría allí lenta y plácidamente. El Munich fue conocido por algunos como «el pequeño Pombo», en alusión al famoso café madrileño donde Ramón Gómez de la Serna celebraba sus tertulias. Desapareció en 1971, año en el que se unió al Central.
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Los primeros datos que tenemos de este centenario establecimiento pertenecen a una guía de Málaga de 1920. El Central ya tenía puertas a la plaza de la Constitución y a la calle Santa María, entrada que conservó hasta no hace mucho. Su propietario era Manuel Lucena Arrabal, nacido en 1882 y natural de Montilla, provincia de Córdoba. En 1930 consta como dueño del café un tal Fernando Martín, del que no sabemos nada más. El Central, como podemos apreciar en distintos testimonios gráficos, abrazaba por detrás al Suizo, al que acabaría absorbiendo. Si este tenía dos vanos a la plaza, el Central tenía solo uno, lo que nos da una idea aproximada de sus primitivas dimensiones.
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La historia del Central es, en realidad, la historia de dos cuñados: José Prado Crespo (1914-2005) y Javier González Páez (1899-1974). Ambos fueron los que convirtieron este establecimiento en un lugar de referencia para Málaga. Veámos como. José Prado, tras estudiar en el colegio de San Pedro y San Rafael, empezó lavando coches en la plaza de Uncibay y luego como aprendiz de mecánica en un taller donde aprendió a conducir. De esta manera trabajó de taxista, con el que sería su cuñado, en un vehículo que funcionaba las 24 horas del día en turnos de doce horas: las diurnas lo conducía Javier González, por ser el más veterano, mientras que José Prado trabajaba de noche. Solían aparcar en la parada de taxis que había en la calle Sánchez Pastor y allí fue donde, después de la Guerra Civil, entraron en el mundo de la hostelería al abrir el Bar Sevilla, en el que trabajaron a destajo mañana, tarde y noche Javier y José con sus respectivas mujeres, Magdalena Prado y Remedios Salas. Así, con mucho esfuerzo y trabajo, empezó a prosperar el negocio.
En 1945 José Prado alquiló el Central, porque tenía la ventaja de que con el local también se arrendaba la vivienda de arriba. Allí podían guardar cómodamente el café que compraban de contrabando. Con el tiempo acabaría comprando con Prudencio Ortega el edificio del Munich que, recordemos, hacía esquina con el Pasaje de Chinitas. Ortega trasladaría a los bajos su óptica desde la Acera de la Marina, mientras que José Prado se quedaría con las viviendas de las plantas superiores.
Al cabo de los años, los dos cuñados eran dueños de cuatro cafés que daban trabajo a más de cien empleados: el Central, el Suizo, la Viña y la Viña Chica, estos dos últimos en la plaza del Teatro.
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En los duros años de la posguerra, en los que muchos malagueños tenían que conformarse con el café de achicoria, no estaban los tiempos para desperdiciar el café café. Así que a José Prado se le ocurrió hacer un cartel en el que se indicase la cantidad exacta de café y la proporción de leche en cada taza. Según su experiencia puso las nueve variedades más solicitadas por sus clientes, a saber: solo (100% de café), largo (90%), semilargo (80%), solocorto (60%), mitad (50%), entrecorto (40%), corto (30%), sombra (20%) y nube (10%). Para completar el letrero, le quedaba un hueco libre y no se le ocurría cómo rellenarlo. Fue un camarero el que sugirió para terminar las dos filas: «oiga, don José, ¿por qué no le pone al décimo no me lo ponga?» Hoy la cerámica, que realizó Amparo Ruiz de Luna y que tradujo al latín el padre agustino Laureano Manrique, es lo más fotografiado del local y parada turística obligatoria para aquellos que quieran conocer la manera de servir el café en Málaga.
Muchas son las anécdotas que rodean a este ya mítico establecimiento. Por señalar solo mis dos favoritas, recordaremos la famosas carreras de camareros que partían desde su puerta y que tenían que correr, perfectamente uniformados y con su bandeja correspondiente, toda la calle Larios. El ganador era obsequiado con una cesta de navidad. O la del paracaidista que anunciaba Licor 43 y que se tiró desde la azotea del café una apacible mañana dominical. Como recuerdan los testigos, el intrépido acróbata rompió al caer una silla y una mesa del Central. Según parece, el paracaidista falleció un mes más tarde en un trágico accidente al arrojarse desde lo más alto de la Torre Eiffel.
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Quién no ha entrado alguna vez en el Central. Haciendo una lista de visitantes ilustres, me he dado cuenta de que es más fácil poner los nombres de los que faltan que de los que están. Recuerdo su selecta tienda de ultramarinos, que ocupaba la ya conocida esquina con la calle Santa María y hoy es un salón más del café. Allí se vendían selectos embutidos y otras golosinas para el paladar, como un jamón de York cocido en vino, cuya receta casera nunca averigüé. En su puerta se solía poner un famoso vendedor de almendras fritas que daba dos palmadas y al grito de «¡ay, qué ricas!» anunciaba su mercancía.
En Semana Santa siempre estaba lleno y era toda una delicia ver pasar las procesiones desde su puerta. El Central es de los pocos lugares donde todavía trabajan limpiabotas. Sus veladores de mármol son los de toda la vida. Su salón principal está decorado con fotografías históricas de la plaza de la Constitución, procedentes muchas de ellas del cercano laboratorio fotográfico de Bienvenido-Arenas. El Central abre todos los días del año y sus especialidades son los churros y las frituras de pescado. En fin, mejor será que vayamos utilizando el pasado...
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La mañana del domingo 13 de marzo de 2005, José Prado Crespo bajó, como cada día, a desayunar al Central. Se encontró indispuesto, pero subió andando las dos plantas de su casa, porque no había ascensor. Al poco lo encontraron muerto. Estaba a punto de cumplir los 91 años. Permaneció al pie del cañón hasta el último día.
Conocí a su hijo, Rafael Prado Salas, hace unos años, cuando preparaba mi libro sobre los comercios históricos malagueños. Entonces me recibió con su mujer, Trini Fernández-Baca. Los dos se pusieron a mi disposición para todo lo que necesitara y fueron muy amables conmigo. Lo mismo puedo decir de su hijo Rafael, dueño de otro comercio centenario, la Óptica Fernández-Baca 1913, en la misma plaza de la Constitución. Añadamos que Rafael Prado, de casta le viene al galgo, ha sido presidente de los hosteleros malagueños durante veinte años.
Cuando veía el local lleno de gente y a los camareros pasando con sus bandejas sin parar, les decía que el Central tenía que ser una mina. Y Rafael me contestó con su gracejo habitual:
- Sí, pero hay mineros.
Gracias a su labor al frente de este centenario establecimiento, el Central fue incluido entre los cincuenta cafés históricos más importantes de España y Portugal.
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Lo de paseo es un decir, porque ando por la calle Larios esquivando a la gente que está presta a grabar con sus teléfonos móviles el espectáculo de luces navideñas que cada año nos regala nuestro alcalde. Aunque tanta iluminación no me hace pensar en Belén sino en Las Vegas. Me dedico a comprobar los comercios malagueños que resisten en la calle Larios. Son seis, si las cuentas no me fallan: Casa Mira, Lepanto, Primor, el quiosco Arturo, la Farmacia Mata y la Joyería Marcos. A estos seis les podemos sumar los cuatro que quedarán en nuestra plaza más importante, la de la Constitución, cuando el Central cierre definitivamente sus puertas: la Relojería Heredia, la Farmacia Utrera, La Canasta, y la Óptica Fernández-Baca 1913. Diez en total.
Seguro que muchos malagueños añoran aquellos días en los que se podía recorrer de cabo a rabo la calle Larios y entonces todos los comercios eran malagueños. En cambio, hoy encontramos aquí las mismas tiendas que en Budapest, Hong Kong o Abu Dabi. Es evidente que lo malagueño se difumina ante lo que llamamos globalización, que no es más que una pérdida de las esencias y de los símbolos de identidad que nos definen.
En cierta ocasión, mi padre estaba de viaje en Zaragoza y pidió un sombra en una cafetería. Y le sirvieron un café acompañado de una copa de coñac. Quizá uno de los mayores aciertos del Central fue el de establecer de manera clara y precisa cómo se toma el café en Málaga. Si pedimos un sombra, un mitad o una nube en cualquier cafetería de cualquier barrio malagueño, sabemos lo que nos van a poner. Y esto, que es una más de las señas de identidad de Málaga, se lo debemos al Café Central.
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Fernando Morales y Sara I. Belled
Paco Griñán | Málaga
Encarni Hinojosa | Málaga
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