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De izquierda a derecha, Rafael Prado Fernández-Baca, Miguel Heredia, Emilio Utrera, Trini Fernández-Baca, Cándido Romero y Rafael Prado, en el Café Central Fotos: Salvador Salas / Vídeo: Pedro J. Quero

Los últimos románticos de la plaza de la Constitución

37 millones de cafés, 13.000 pilas de reloj y 320.000 lentes dibujan este mapa comercial y sentimental gracias a los negocios de toda la vida. El Café Central cierra, pero quedan otros cuatro valientes

Domingo, 5 de diciembre 2021, 00:49

Desde que el negocio pasó a manos de la familia de Rafael Prado, hace 67 años, el Café Central ha servido más de 37 millones de cafés. Casi a uno por español.

Desde que Miguel Heredia abrió su relojería y taller, en el año 68, ha cambiado las pilas a más de 13.000 relojes.

Desde que la familia de Rafael Prado Fernández-Baca, hijo del primero, levantó la persiana de su primera óptica, en 1917, han vendido 160.000 gafas. Calculen el doble en lentes.

Emilio Utrera, farmacéutico, es incapaz de echar cuentas de las «miles de cajas de paracetamol» que ha despachado en la farmacia familiar, «aquí» desde el año 1948. Si hiciera el cálculo, probablemente tocaría a una por malagueño.

«Aquí» es la plaza de la Constitución, el corazón que ya daba latido a la ciudad cuatro siglos antes de que la calle Larios se convirtiera en arteria comercial, social y sentimental de la Málaga luminosa del XIX y del marqués de Larios. «Aquí» está la nobleza civil, «los últimos románticos», como se hacen llamar la Relojería Heredia (1968), la Farmacia Utrera (1948), la Óptica Fernández-Baca (1913) y La Canasta (más reciente, en 2011); pero sobre todo el Café Central, recién superado el centenario pero no la pena de saber que después de Navidad, cuando se apaguen las luces, las suyas irán detrás.

Por eso ahora toca poner por delante la memoria y mantener el pulso para que a Rafael Prado no le tire el nudo en la garganta: «¿Que cómo lo llevo? Fatal. Si me cantas una saeta, lloro», dice acomodándose en la silla de su casa desde hace más de seis décadas y gastando ese sentido del humor tan suyo que hoy no acompaña pero sí abraza.

También abrazan las cientos de anécdotas que llenan la mesa con esos vecinos que se mezclan en familias, porque a la cita se suma Trini Fernández-Baca, esposa «y pilar» de Rafael padre y madre del otro Rafael. La herencia de los hijos está repartida, como en un buen mitad: Rafael sigue, en el local contiguo, con el negocio de sus abuelos maternos como óptico; y su hermano Nacho, con el de su abuelo paterno, don José Prado Crespo, que alumbró en los años 50 ese catálogo glorioso con el que se pide café en Málaga, desde la nube al solo y así hasta diez.

Emilio Utrera, en la farmacia que fundó su padre. Rafael Prado, con el mítico azulejo de cafés del Central y Cándido Romero, gerente de tienda de La Canasta. Salvador Salas
Imagen principal - Emilio Utrera, en la farmacia que fundó su padre. Rafael Prado, con el mítico azulejo de cafés del Central y Cándido Romero, gerente de tienda de La Canasta.
Imagen secundaria 1 - Emilio Utrera, en la farmacia que fundó su padre. Rafael Prado, con el mítico azulejo de cafés del Central y Cándido Romero, gerente de tienda de La Canasta.
Imagen secundaria 2 - Emilio Utrera, en la farmacia que fundó su padre. Rafael Prado, con el mítico azulejo de cafés del Central y Cándido Romero, gerente de tienda de La Canasta.

Que el desayuno aquí es único pero también cosmopolita se percibe en la barra del Café Central: a las diez de la mañana se marchan semi largos y sombras, churros y pitufos. También dos huevos fritos con sus puntillas. «Es curioso: esta terraza siempre ha sido el termómetro de Málaga: si estaba llena es que las cosas iban bien en la ciudad; si estaba vacía, iban mal», arranca Prado, que se recuerda «desde siempre» en este café que adquirió su familia después de que su padre y su tío despacharan unos años detrás de la barra en los míticos cafés Zurich y El Suizo. De aquellos primeros tiempos le queda a Rafael ese olor «que no se olvida» de los cafés y el licor, y del serrín húmedo para limpiar el suelo. De los últimos, el regusto amargo de saber que cuando cuelgue el cartel de 'cerrado' se perderá «parte de la historia y de la personalidad de Málaga». También de la suya.

Los que siguen resistiendo en la plaza le acompañan en el discurso y casi en el luto de saber que en una sola mano ya sobran dedos para contar los negocios malagueños veteranos. «Recuerdo, sin salir de la plaza, la farmacia Corrales, la de Aragoncillo, la de los Pérez-Bryan, la de mi padre, que abrió en el año 31 en la Acera de la Marina pero que se tuvo que venir aquí cuando empezaron las obras para comunicar la Alameda y el Parque...», repasa Emilio Utrera, segunda generación de boticarios que se queda sin relevo para la tercera pero que espanta la punzada de la nostalgia convencido de que «se ha ganado mucho con los cambios de la plaza». «Imagina –continúa–, aquí hemos sido testigos de todo eso: desde el mítico sonajero a la fuente de las Gitanillas, la de Génova, la de las Tres Gracias. Los coches aparcados alrededor...». Criado en la cercana calle Pedro de Toledo, sus recuerdos hacen parada en la plaza porque allí también le recogía el «camión del colegio» para ir a Los Olivos.

«¿Que cómo lo llevo? Fatal. Si me cantas una saeta, lloro», dice Rafael Prado sobre el cierre del café, cuando pase la Navidad

No hay secretos para seguir al pie del cañón: «Detrás de un buen negocio hay siempre un gran esclavo»

La charla recupera el sabor de la pensión Madrid, los resultados de la lotería y el fútbol en Anuncios Nieto y las madrugadas en el Central

A su lado asiente Miguel Heredia, vecino de mesa y semi largo en esta mañana fría en el Central pero también de plaza. Una docena de pasos cubren la distancia que hay desde la farmacia a la relojería. Menos aún había entre ambas cuando Miguel abrió su primer taller de reparación de relojes, en el año 68 y con 18 recién cumplidos, en el callejón que desemboca en la antigua Escuela Normal de Maestras: «Allí empecé yo», dice el relojero con el sano orgullo de saberse el primero de un legado familiar que en su caso sí tendrá relevo: sus hijos Pablo y Daniel, y su sobrino Bautista, mantendrán la maquinaria en marcha y puntual ahora que el patriarca está a punto de soplar las 70 velas. «¿Jubilarme? No sé», dice moviendo la cabeza de un lado a otro cuando habla de ese local de-toda-la-vida que ya es un hogar. Ahí se mudó en el año 72, cuando el anterior propietario, también relojero, echó el cierre: «J. Martínez se llamaba... En realidad, esto ha sido una relojería siempre, desde mediados del XIX».

Rafael Prado Fernández-Baca, en su óptica. Salvador Salas

Suenan bien las palabras «siempre» y «toda la vida» en boca de estos románticos. Ahora que las franquicias meten prisa y huyen del «recién hecho», Rafael hijo se toma su tiempo para depositar en la mesita del café el contrato enmarcado con el que su bisabuelo, Juan Fernández Ortega, cerró en 1917 el alquiler del primer local de la óptica, en la vecina calle Granada: «Eran tiempos en los que el aval para los negocios era la honradez y no el dinero; y así fue en el caso de mi familia».

Hoy las cuentas de resultados van por delante de los apretones de manos, pero detrás de los mostradores de Rafael, Miguel y Emilio se sigue conservando la esencia del comercio tradicional y el trato directo. El conocerse por el nombre y preguntar por la familia y hasta por los achaques antes de despachar. «Los pequeños detalles de los establecimientos de toda la vida marcan la diferencia», celebra aún el bisnieto de Ortega. También parece haberse parado en ese tiempo el alma de los Heredia, y aunque admite que «cada vez hay menos relación personal, algunos clientes se han convertido en grandes amigos».

Rafael padre apura el segundo café de la mañana y tira de otra de las claves que le han permitido a él, y al resto, seguir al pie del cañón: «Detrás de un buen negocio hay siempre un gran esclavo». Él llegó, incluso, «a dormir» en el Central y antes de él, su padre. «Lo recuerdo toda la vida trabajando. Antes de empezar con el café, él y mi tío eran taxistas, pero con la guerra los perdieron y abrieron su primer bar en la calle Sánchez Pastor. Lo hicieron allí porque justo había una parada de taxis...», recuerda Rafael sobre aquella visión tan comercial como práctica.

Criados como en una familia

Su hijo lo mira, recordando aquellos tiempos y la leyenda –falsa– de que los negocios «van solos». Miguel, por ejemplo, se llevaba encargos a casa «para avanzar en los arreglos por las noches». «En Navidades vendíamos a tope –dice–, pero la gente ahora compra menos relojes». Los aparatos inteligentes han despojado las muñecas de esos complementos clásicos y antes imprescindibles, aunque aún quedan clavos a los que agarrarse para ganarle la guerra al tiempo: «Hay trabajo porque por fortuna queda el romanticismo de arreglarte tu buen reloj, y el mercado de segunda mano de alta gama sigue funcionando bien». Como un reloj, claro.

Miguel y Emilio vuelven al padre de Rafael y entran de lleno en la memoria compartida:

–«Yo me acuerdo perfectamente de él».

–«Y yo... es que nos hemos criado como en una familia. No se me han olvidado los 22 de diciembre aquí, en el Central; y cuando veíamos los resultados del fútbol y la lotería en el balcón de Anuncios Nieto».

La conversación trae el sabor de la antigua Pensión Madrid, de la rebotica de la farmacia donde el padre de Emilio guardaba el manto de la Virgen del Amor «porque él era el hermano mayor de El Rico» o de las madrugadas en el Central, un crisol que reunía «a los policías que empezaban o acababan el turno, a los ladrones, a los clientes que salían del puticlub, a los estibadores del puerto y a gente rara... De eso, lo que quieras», repasa Rafael padre, que sin salir de la plaza conoció a su mujer, Trini, porque ella vivía en calle Compañía y se echaron el ojo, «con 14 o 15 años», cuando cogía allí el autobús para ir al colegio de La Asunción.

Esa vida pasar es también la vida de la propia ciudad. «Los de esta plaza somos los notarios de Málaga. Todo pasa por aquí», bromea el dueño del Central, a quien se le amontonan los recuerdos de ferias y Semanas Santa frente a la tribuna oficial y a los tinglados de otras épocas; pero también de manifestaciones de todo tipo. «¡Es que la gente protesta mirando hacia aquí! Cuando los escucho me dan ganas de decir: ¡Concedido todo!». Y a eso suma, en los últimos días, a los clientes y amigos –y desconocidos, incluso– que pasan, paran y repiten como en calco: «Rafael, que me he enterado... qué pena».

Miguel Heredia repara y vende relojes desde los 18 años. Salvador Salas

Queda también la pena del confinamiento; que si toca hablar de historia, nada como la foto de la plaza de la Constitución completamente vacía por primera vez en seis siglos. «¿Tú sabes lo que es asomarse a las diez de la mañana y no ver ni un alma?», se lamentan Emilio y Rafael hijo, a pesar de todo esenciales por su farmacia y su óptica. También La Canasta, que en aquellos días sólo pudo dispensar pan: «Fue duro, sí, pero también nos hemos ayudado mucho entre todos», interviene Cándido Romero, incorporado a esta gran familia a pesar de que son los vecinos más recientes: «De competencia nada, el Central siempre ha sido complementario para nosotros. Y somos clientes unos de otros».

Lo que queda por delante lo ve Rafael hijo con gafas de cerca: «Sí, sobreviviremos siempre que nos sepamos adaptar. Tenemos que ser capaces de combinar lo tradicional con el guiño a los turistas, aunque a algunos no les guste». Un grupo de ellos acaba de entrar en el Central para tomar café. «¡Niño, un sombra!», marcha un camarero. Emilio, Miguel y Cándido le dan el último trago a los suyos. Hay que volver al negocio.

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