Desde esta misma madrugada y durante toda la semana estarán llegando niños y niñas saharauis para pasar el verano en Málaga, en Andalucía y en toda España acogidos por familias generosas y comprometidas con ese pueblo sin tierra. Esos pequeños saldrán de su realidad cotidiana ... que se desarrolla en campamentos de refugiados instalados en uno de los paisajes más desolados e inhóspitos de la tierra para bañarse en el mar por primera vez en su vida, chapotear en la piscina, comer helados, acumular bien de proteínas que alimentarán sus huesos y hacerse revisiones médicas. Las semanas que pasarán entre nosotros serán como un pequeño oasis en su desierto. Pero después tendrán que volver. Y lo harán contentos por lo felices que habrán sido aquí y porque llegarán a su casa con billetes de euro cosidos a la ropa y con la mochila repleta de cosas que les habrán regalado sus familias de acogida y que resultarán de gran ayuda en sus hogares saharauis durante muchas semanas.
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El verano ofrece un hermoso paréntesis a los niños, pero si aparentemente se promete igualmente benévolo y con similares oportunidades de juego y disfrute para todos ellos, en realidad no es así: la desigualdad aflora con más crudeza si cabe en los largos días del estío.
En el Sáhara, unos niños vienen –cada año menos, porque cada vez hay menos familias dispuestas a acogerlos– y otros se tendrán que quedar en un desierto que en julio y en agosto ofrece temperaturas que no permiten ni siquiera asomar la cara a la calle si no se quiere terminar con ella literalmente abrasada. En España, unos pequeños harán largos viajes con sus padres, se empaparán de culturas extrañas y experiencias apasionantes, escucharán conversaciones sofisticadas a la altura de unos progenitores universitarios y sus amigos ídem sobre las mejores obras de arte del mundo, paladearán texturas y sabores nuevos, se echarán la siesta en salones llenos de libros y con una música de fondo que educará su oído prácticamente sin darse cuenta. Puede que incluso vayan a un campamento a aprender idiomas o algún deporte, o las dos cosas, y conozcan a niños y niñas como ellos, con padres y madres muy bien relacionados. En la infancia se crean unas redes sociales –las reales, no las virtuales– que resuelven carreras laborales enteras. Estos niños, como todos, dejarán de ir al colegio y de hacer deberes durante el verano, pero seguirán aprendiendo de la mejor de las formas posibles, sin querer, de forma natural, en el privilegiado ambiente en el que tienen la fortuna de criarse.
Otros cambiarán el aula, los cuadernos y los deberes que los habrán igualado durante el curso con los chavales más regalados por el dios del azar que determina el sitio en el que se nace por una plaza de su destartalado barrio en la que plantarán una piscina de plástico y una manguera para refrescarse, sin nada más en el ambiente que estimule sus neuronas porque sus padres y sus madres harto tendrán con cubrir las vacaciones de su trabajo principal con otro tajo que meta en casa ingresos extra.
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Si la patria es la infancia es porque es en ella donde cada cual se ha dado de bruces con su clase social tras cerrar los libros en junio.
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