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Está ultimando todos los preparativos, porque los niños están a punto de llegar a Málaga -lo harán a partir del día 30 de junio- y hay que tener todo el papeleo listo e informar y asesorar a las familias de acogida. Isabel González Cobo preside la Asociación Malagueña de Amistad con el Pueblo Saharaui. Y no es una presidenta más de una agrupación en solidaridad con los ciudadanos de una nación sin Estado, de un colectivo humano en gran medida apátrida y sometido a la diáspora permanente, formado por familias enteras en campos de refugiados en algunos de los territorios más inhóspitos de la tierra. Ella estaba en el Sáhara español durante la Marcha Verde, la invasión marroquí de ese territorio cuando la dictadura estaba dando sus últimos coletazos con Francisco Franco ya enfermo y apenas días después de que el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón visitara El Aaiún por sorpresa para afirmar: «España mantendrá sus compromisos y tratará de mantener la paz (…) Deseamos proteger los legítimos derechos de la población saharaui, ya que nuestra misión en el mundo y nuestra historia lo exigen». El proceso de descolonización de ese territorio africano estaba en ciernes. El camino planteado era el mismo que años antes había conducido a Guinea Ecuatorial a su independencia.
El Sáhara era todavía una provincia más de España a la que Isabel González se mudó a principios de los setenta con unos familiares a trabajar en los fosfatos. «Era muy joven y no lo entendía. Pero a mí me echaron también en 1976», rememora González pocos días antes de este 20 de junio en que se conmemora el Día Mundial de las Personas Refugiadas.
La Marcha Verde empezaba en noviembre de 1975. El Sáhara dejaba de ser español en febrero de 1976 cuando el Gobierno daba por terminada su presencia en el territorio que quedaba de facto en manos de Marruecos. «Fue una 'desbandá'», sintetiza ahora Isabel González, recordando cómo las familias saharauis tuvieron que dejar su tierra para acomodarse en campos de refugiados. Quedarse -y algunos se quedaron- era sinónimo de vivir en guerra porque el Frente Polisario mantuvo su resistencia contra la nueva potencia ocupante marroquí. Isabel González, del Sáhara, decidió irse a La Gomera. Y de ahí, a principios de los años ochenta, se vino a Málaga.
Fue ya estando en la Costa del Sol, en 1988, cuando se constituyó la asociación en solidaridad con el Sáhara, que se legalizó en el año 1991. En parte, dice, porque cuando se encontraba con saharauis le decían que España les había abandonado a su suerte: habían salido del país sin haber cumplido su promesa de darles la independencia y dejándoles bajo una nueva ocupación tras la invasión marroquí. Isabel González sentía que había que hacer un poco de justicia. Esta veterana activista lleva, por tanto, más de 35 años trabajando por el Sáhara. Y sólo algo menos gestionando el programa 'Vacaciones en paz', por el que ya miles de niños han pasado los veranos acogidos por familias españolas -en su caso, en Málaga-, en latitudes más agradables que las suyas en las que de los 50 grados no bajan en los meses de verano.
En Málaga la iniciativa se desarrolla desde mediados de los años noventa. Y ahora atraviesa horas bajas, lamenta González. En el verano de 2005 llegaron a venir alrededor de 300 niños y niñas a la provincia. Pero en este 2024 sólo serán 30. Andalucía llegó a recibir a 3.000 chiquillos. Ahora la cifra ha bajado hasta los 600. ¿Qué ha pasado? Un poco de todo: las sucesivas crisis económicas que han golpeado a las familias, el desconocimiento sobre un conflicto internacional que ha desaparecido de los titulares y respecto al que el Gobierno español ha cambiado recientemente de postura, a lo que hay que sumar también los cambios de valores en una sociedad cada vez más hedonista y menos generosa -o, al menos, cuando la generosidad implica hacerse responsable de otra persona-. Aunque han aflorado familias de acogida que se ofrecen como tales para vivir la experiencia, pese a que seguramente no vayan a repetir.
Pero SUR también ha encontrado casos de familias que no sólo repiten, sino en las que la acogida de niños saharauis pasa de generación en generación. Forman parte del núcleo duro e irreductible de la solidaridad con la causa.
Daniela Arroyo tiene 39 años y Faluka, la niña que acoge desde 2022, es la hija de su «hermana», es decir, de Fátima, la chiquilla saharaui que pasó varios veranos en su casa a mediados de los años noventa y a quien en su infancia unía esa relación fraternal. ¿Por qué su familia comenzó a recibir a niños del Sáhara? Porque Daniela se lo pidió como regalo de cumpleaños a sus padres después de que su abuela también hubiera acogido a su vez a una pequeña el año anterior. Y no fue un capricho. O éste, que pudo serlo al principio, se convirtió en la adquisición de un compromiso.
Daniela confiesa que entonces pensaba que se trataría de una niña más o menos como ella, preparada para pasar un verano de vacaciones con camiseta, pantalones cortos y un bañador en la mochila, pero pronto cayó en la cuenta de que venía de un mundo diferente, que tenía una vida muy distinta a la suya: recuerda cómo le impactó que la niña llegara a Málaga un 29 de junio con una camiseta de hombre y un jersey de lana gris. Además, portaba una riñonera con muchos collares y pulseras como regalo para la familia de acogida, una foto de la suya propia y una carta de su madre. «Me chocaban muchas cosas de ella. El primer día pidió agua. Mi madre le dio un vaso y ella lo tapó con una servilleta y se lo dosificó para todo el día. Mi madre me explicó que en su tierra no tenían agua. También lloraba mucho. Yo no entendía por qué y me sentaba a llorar con ella», recuerda Arroyo.
En los casi treinta años que han transcurrido desde entonces, las dos familias, la malagueña y la saharaui, no han perdido nunca el contacto. Y por eso Faluka, la segunda generación, ahora pasa los veranos en su casa. Y Fátima, la primera generación, tiene tanta confianza en Daniela que cuando Faluka está en Málaga le dice: «No me tienes que pedir permiso para nada; ahora su madre eres tú».
Daniela, además, ha sido testigo de la evolución de los niños que han ido llegando en estas tres últimas décadas. Fátima se entretenía encendiendo y apagando los interruptores de la luz o abriendo y cerrando las puertas, porque en su campamento no había ni una cosa ni la otra. Y le gustaba mojar las galletas en agua. Precariamente, pero el progreso también se deja sentir poco a poco en los campamentos saharauis. Así que ahora Faluka ya prefiere mojar las galletas en la leche y no está tan sorprendida por los grifos, las puertas y los interruptores, pero sí disfruta más que nadie de un buen baño en una bañera llena de agua hasta arriba frente a las cacetas con las que se remoja en su tierra y trata de aprovechar todas esas sencillas cosas con las que se divierten los niños en verano pero que no hay en el Sáhara, como la piscina, la playa o los helados.
¿Qué aporta la acogida de pequeños saharauis para reincidir año tras año? Para empezar, Daniela explica que le ayuda a explicar a sus propios hijos que hay niños que no tienen las mismas oportunidades que ellos. Y además para, cuando Faluka se monta en el avión de vuelta al Sáhara, cuando ya está de regreso en su campamento, recibir mensajes y videollamadas continuamente de su «hija» saharaui: «Eso significa que durante su estancia aquí no lo hemos hecho tan mal», sonríe satisfecha. Porque, además, la implicación con la niña y con su familia no acaba tras los dos meses de vacaciones en España; tiene continuidad: les hace una compra mensual. E intuye que cuando ya esta niña no pueda venir por edad, seguirá acogiendo a sus hermanos, que tiene otros tres más pequeños y un cuarto en camino.
Pilar Camero, de 66 años, que llevaba recibiendo en su casa a niños saharauis para que disfrutaran en Málaga sus vacaciones desde 1999, ha pasado el testigo a su hija Ana Álvarez, de 39, porque a partir de los 65 años ya no está permitida la acogida. Durante todos estos años, Camero ha tenido a cuatro niños en su hogar. Y también éste es un caso en el que anfitriones e invitados pasan de generación en generación: una de las niñas que ella acogió es la madre de la que va a tener su hija a partir del próximo 30 de junio. Es la pequeña que a principios de los 2000 le decía a Pilar que si algún día tenía una hija la llamaría como su «hermana» española. Así que Ana Álvarez acoge a Hana, a quien se llama como ella por haber compartido la infancia con su madre. Esas dos familias tampoco perdieron el contacto nunca. Y si Hana ha celebrado su cumpleaños en su tierra es porque le han mandado dinero desde España ex profeso para que lo pudiera hacer. Aunque, comenta Pilar Camero, «son niños muy queridos por sus familias, por eso regresan felices a sus casas cuando se acaba el verano; lo que pasa es que aquí les quitamos esa temporada en que hay 50 grados en los campamentos». De hecho, en la carta de la madre de la primera niña que Camero acogió y que guarda como oro en paño ponía: «Te mando un cachito de mi corazón». Y si regresan contentos también es porque saben que lo hacen con el dinero que las familias de acogida les cosen a la ropa y las cosas con que rellenan mochilas y maletas. Allí donde vuelven saben que hay mucha escasez y esa ayuda les hará la vida algo más fácil.
También hay personas que han comenzado a acoger a niños saharauis más recientemente. Es el caso de Aurora Gámez, de 53 años, para quien éste es el tercer verano con niños saharauis formando parte de su familia monoparental. «Es una experiencia gratificante al 100%. Había una familia donde yo voy a trabajar que iba a acoger. Y también pregunté pensando que a mí no me lo iban a dar porque yo estoy sola con mi niña -su hija Daniela tiene catorce años- y porque no tengo un trabajo fijo, pero me dijeron que sí, que podía», explica Aurora Gámez, que trabaja por temporadas en almacenes o en la limpieza, y que agrega que ya conocía la problemática de los refugiados saharauis porque en su pueblo, Almáchar, hace años se recibía a muchos niños: «Ahora ya casi no, pero antes muchas familias se prestaban».
Daniela está encantada de recibir a su «hermanito» saharaui para ir a la piscina y a la feria juntos a montarse en los cacharritos. También, a la playa, a observar cómo se sorprende al ver tanta agua junta. Y a verle de nuevo caerse de la cama y dormir en directamente en el suelo, como está acostumbrado -él y todos los niños- a hacer en los campamentos: no acepta ni un colchón plantado en el salón. Daniela además anhela ser testigo de cómo su amigo saharaui desayuna pan con miel y se maravilla con el Cola-Cao. Aunque también hay que pasar el trago de ir al médico para hacerse el preceptivo chequeo, poner las vacunas que falten y a revisar la dentadura, claro, que son mandatos que han de cumplir las familias de acogida. Son unas vacaciones para disfrutar, pero también para aprovechar a hacerse revisiones, comer bien y regresar más fuerte: todos vienen flaquitos a España y se van más saludables con unos kilitos más.
¿Y cómo se lleva el momento en que llega la despedida? «Él se va por un lado triste, porque no se quiere ir, pero por otro también contento, porque vuelve con su familia», recuerda Aurora Gámez. En el Sáhara el niño vuelve a jugar con los cochecitos construidos con cartones de leche, mientras ellas sienten el vacío que deja en la mesa a la hora de comer y de cenar.
Pero los más nuevos y quizás también los malagueños más jóvenes que van a acoger a niños saharauis este año son Loida Moreno y José Corbacho, de 32 años y residentes en Mollina, donde ella trabaja como jardinera y monitora de yoga y él en el área de mantenimiento de deportes del Ayuntamiento de Antequera. ¿Cómo es posible que sin tener antecedentes familiares de acogida de estos niños y sin que esa temática ocupe ya demasiados minutos en los medios de comunicación personas tan jóvenes se hayan animado a sumarse a esta iniciativa? «Lo principal es que tenemos nuestra casa construida en un terreno que nos ha cedido mi padre en su cortijo. Además, desde que está el tema de Palestina, yo siento mucha frustración, porque no puedo hacer nada individualmente, y sí que es verdad que el pueblo palestino y el saharaui tienen historias similares y por los saharauis sí podemos hacer algo, porque estamos al lado. Así que éste era el momento», explica Loida Moreno. «Sí que hay un sector de gente joven que está concienciado con estos temas y se informa, busca, se entera», continúa José Corbacho. Además, Moreno agrega que hace años trabajó en ACNUR, supo de la existencia del programa 'Vacaciones en Paz' y dice que desde entonces ha tenido ese runrún en la cabeza: «Me dije a mí misma que cuando fuera un poco más mayor y tuviera un poco más de estabilidad, me gustaría hacerlo».
Loida Moreno y José Corbacho no tienen hijos, así que afrontan la acogida del niño saharaui con nervios y también con un poco de miedo. «Pero yo antes de tomar la decisión hablé con él, por supuesto, -la acogida es iniciativa de Loida-, y también con mis padres para que me respaldaran, para organizarnos con el cuidado del niño», explica ella. Y él añade que se lo va a llevar al trabajo: el pequeño va a tener la suerte de que trabaja en el área de deportes, así que va a poder disfrutar de las instalaciones y de juegos con los pequeños del pueblo. «Nos hemos cubierto las espaldas, somos jóvenes, somos inexpertos... pero mi mejor amiga es dentista y ya le he dicho que tiene que hacerle una revisión al chiquillo y también hemos planeado ir al Chorro de excursión, que lo tenemos cerca, además de averiguar si hay otras familias cerca con niños saharauis acogidos y juntarnos», continúa Loida Moreno. «Nuestro objetivo es que el niño pase un buen verano», zanja.
De todo esto que enumera Loida Moreno, algo muy relevante es lo de la dentista, porque los niños saharauis suelen venir con necesidades de revisión y empastes y la Asociación busca algún profesional que trate a los pequeños de forma altruista o haciéndoles descuento.
Loida y José son jóvenes, pero no son del tipo que hablaba Isabel González Cobo que únicamente quieren vivir la experiencia de la acogida sin comprometerse a más. «Repetiremos, claro que sí», dice José Corbacho.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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