A Silveria González Amorena le brillan los ojos y se le dibuja una sonrisa en el rostro cuando recuerda sus vivencias en los colegios rurales de la provincia de Málaga. Tiene 87 años y ha pasado media vida enseñando a aquellos que más lo necesitaban: los vecinos «olvidados» del campo que no tenían nada, «ni si quiera la opción de aprender». Habla de su experiencia con nostalgia y con una vocación intacta pese a que las condiciones en las que daba clase entonces no podían ser más precarias. «He sido profesora durante 44 años y no lo cambiaría por nada. Si volviera a empezar volvería a ser maestra rural», avanza.
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Contaba con medios básicos (sillas, mesas, una pizarra, algunos libros y poco más) y apenas tenía tiempo para el descanso ya que las maestras entonces hacían de todo, desde leer las cartas de los vecinos a ejercer incluso de enfermeras. «Todo el mundo quería aprender y no podía dejar a nadie atrás, aunque no parara en todo el día», dice.
Empezó muy joven en la escuela capilla de Villalba, cerca de Coín. «No había carreteras y las casas no tenían ni luz ni agua. Pero teníamos mucha amistad, los vecinos eran maravillosos». Nunca le faltó nada porque los alumnos y vecinos le llevaban «'la parte'», que eran frutos de los huertos o carne cuando las familias hacían la matanza.
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«El edificio escolar tenía el salón para dar clase y la capilla, separada por una puerta corredera. A la casa de la profesora no se accedía desde dentro, había que salir fuera. Por la mañana, abríamos la puerta, hacíamos la oración y empezábamos la clase», recuerda. Y así todo el día, sin parar: «Los mayores daban clase por la mañana, los pequeños después. Las chicas, por la tarde, y a última hora había tiempo para coser y un rato de lectura. Por la noche dábamos las clases de adultos, para los muchachos. No había luz, poníamos un quinqué en la mesa y el petróleo lo ponían los alumnos», relata.
Silveria se refiere continuamente a «don Ángel» para resaltar la labor del cardenal Herrera Oria. «Llegó a Málaga a 1947. Hizo un estudio del personal que había en el campo, de los cortijos y diseminados. Contabilizaron 30.000 niños sin escolarizar y 300.000 personas viviendo en aquellos cortijos aislados».
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Esta profesora cuenta que las maestras se formaban sobre la marcha «porque las escuelas empezaban a llenarse de niños conforme se construían». Y no sólo se preparaban para la enseñanza: «Hacíamos de todo, hasta poner inyecciones. En verano hacíamos un curso de enfermería, aprendíamos con las monjas del Hospital Civil. Pegaban en la puerta de mi casa y me decían 'señorita', que fulano se ha caído del caballo' y yo lo tenía que atender». También le llevaban las cartas que recibían los campesinos o las que mandaban a sus novias los vecinos que estaban lejos haciendo el servicio militar para que ella las leyeran. «Me pedían ayuda a contestar, me decían que les pusiera que había muerto la abuela de Paco o que la vaca había tenido una cría... Las cosas que se contaban entonces». Apunta Silveria que estas escuelas capilla tenían esa triple función: educativa, religiosa y social. Ahora ve con orgullo como muchos de sus alumnos la recuerdan con agradecimiento y cariño. Y cuando alguna de sus hijas, también profesoras, les cuentan problemas de clase les dice: «yo ya he pasado por todo eso. Y mucho más», sonríe.
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