Acaba de dar una conferencia en el Parlamento europeo sobre la aplicación de la inteligencia artificial en el diagnóstico, pero Emilio Alba (Archidona, 1958), director ... de Oncología del Clínico y Carlos Haya, entre otra decena de cargos, se resta importancia cada vez que tiene ocasión. «He tenido una carrera amable», dice con una modestia convencida, como si ignorase su condición de eminencia en la investigación del cáncer.
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–Iba a enviarle un mensaje por WhatsApp, pero no tiene.
–No tengo, no tengo...
–Parece algo casi revolucionario.
–Otra gente dirá que es antiguo. Tengo un problema: la cantidad de estímulos que me llegan cada día es muy alta. Y WhatsApp implica cierta premura en la respuesta, o eso parece que hemos asumido. Y muchos colegas y pacientes tienen mi número. No quiero imaginar cómo sería tener todo el día el teléfono parpadeando.
–¿Llegó a tener y lo quitó?
–No, nunca he tenido. La hiperexposición continua a estímulos como WhatsApp, Twitter o Instagram distrae de la reflexión normal de las cosas. No sé los demás, pero no puedo pensar en un problema cuando entran siete mensajes y el teléfono suena o parpadea. Necesito tranquilidad, silencio y concentración en lo que hago.
–En plena era de la inmediatez, tomarse tiempo supone poco menos que un acto subversivo.
–Quienes me conocen saben que, cuando quieren hablar conmigo, tienen que llamarme por teléfono. Sé que es más fácil enviar un mensaje, pero no tengo redes sociales. Me parecen una banalización del día a día que dificulta la concentración, aunque entiendo que las instituciones y sus representantes estén presentes.
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–¿Alguna vez le ha tentado algún partido político?
–(Suspira y ríe). No...
–No sé si creerle.
–La respuesta oficial es no. Luego lo hablamos.
–¿Recuerda cuándo desarrolló interés por la medicina por primera vez?
–He rebobinado... Creo que fue una cuestión de curiosidad. En mi familia nadie se había dedicado a la medicina ni nada parecido. El primer recuerdo que tengo es de segundo de Bachiller, cuando tenía doce años. En un libro de texto había un capítulo que se llamaba 'El cáncer'. Me acojonaron aquellos dibujitos, pero a la vez sentí curiosidad biológica. Y cuando estaba acabando Bachiller, con dieciséis o diecisiete años, me interesaban mucho la psiquiatría y la obra de Freud... En realidad, entré en Medicina porque quería ser psiquiatra. Pero aquello me lo curó una visita, en segundo de carrera, al antiguo manicomio del Hospital Civil. Fui a hacer prácticas y...
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–... La psiquiatría perdió todo el romanticismo.
–Pensé: «Seguro que Freud no ha estado aquí nunca» (risas). Fue horroroso, como transportarse en el tiempo y en el espacio. Había gente hecha polvo. No tenía nada que ver con mi idea de la psiquiatría.
–¿Y luego?
–Acabé Medicina y me metí en Oncología por curiosidad. Empecé la residencia en los años ochenta, cuando el cáncer aún era desconocido, un sinónimo de muerte.
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–Por entonces era «una larga y cruel enfermedad». Ni siquiera se nombraba.
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–Efectivamente. Quise ver qué posibilidades había de enfocar aquella enfermedad... y aquí estamos.
–Han avanzado la investigación y también la percepción social. Antes era motivo de vergüenza.
–Sí, daba horror porque significaba que ibas a morir y de mala manera. Y además daba la impresión de que habías hecho algo malo. En la enfermedad, en cualquier caso, siempre hay un trasfondo como de culpa.
–Eso es muy judeocristiano.
–Sí. Ya la investigación ha avanzado mucho, aunque aún muere mucha gente de cáncer, ojo. A veces parece que el cáncer es un catarro y no: es muchísimo más grave que el coronavirus.
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–Y tampoco esa culpa parece haberse diluido del todo.
–No, no. Ocurre con las enfermedades en general, aunque muchas veces no tengan nada que ver con los hábitos. Pero la culpa es una cuestión moral. Cuando a alguien le diagnostican cáncer de pulmón, por ejemplo, pensamos de manera inmediata en el tabaco. Sí, ha fumado. Y otros van a 140 kilómetros por hora en la carretera y otros se hinchan de copas y otros se ponen al sol todo el día en verano... Los estilos de vida son parte de la libertad de cada uno.
–Y nadie es impoluto.
–Por eso.
–Ni siquiera los médicos.
–¡Por Dios! (Risas). Qué va.
–Hablemos de Archidona.
–¡Oh! (Suspira).
–Está anclado a los orígenes...
–Y mira que mis padres han muerto ya, pero tengo una profunda relación emocional con Archidona. Ellos nacieron allí y yo viví allí también hasta los dieciocho años.
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–Pero cuando alguien nace en un pueblo, la reacción más habitual, sobre todo entre los adolescentes, son las ganas de escapar.
–Sí, yo también quise irme cuando tenía dieciocho años.
–¿Nunca sintió desapego?
–Yo era feliz cuando vine a Málaga a estudiar. Me lo pasé muy bien, pero siempre he tenido una relación emotiva con mi pueblo. Ahora voy menos porque ya no están mis padres y apenas queda nada de mi infancia ni de mi adolescencia, pero mis amigos más íntimos son del colegio, como los Astorga. Cuando nos vemos es como si no hubiera pasado el tiempo.
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–Su padre era agricultor y su madre trabajaba en casa. ¿Cómo sentó que quisiera hacer Medicina?
–Mi padre, el hombre, se acojonó un poco. Era un hombre del campo. Era un gran lector, alguien con sensibilidad y opinión. Dijo: «Veremos dónde acaba éste» (risas). Quería que yo progresara y me propuso ser perito agrícola. Cuando le dije que quería estudiar Medicina, creo que pensó que quizá iba a fracasar en el intento. Pero me apoyó igual.
–¿Y su madre?
–A ella le parecía estupendo. Mandaba mucho, como todas las madres. Era un matriarcado. Y mi padre no es que fuera reacio, pero creía que aquello era imposible.
–¿Sintió que lo tenía más complicado por sus orígenes que muchos de sus compañeros?
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–La verdad es que no. Lo he pensado mucho y a veces lo hablamos. Estudié con beca y podía mantenerme bien. Mi familia no tenía dinero pero tampoco pasaba estrecheces. Vivíamos al día, aunque la primera vez que vi un yogur en mi vida tenía doce o trece años. No tuve la sensación de que hubiera un hándicap, aunque había compañeros con más dinero, hijos de médicos, gente conocida... Yo iba a los sitios andando o en autobús, pero no percibí especiales dificultades. Y le diré algo: creo que en esa época el ascensor social estaba menos averiado que ahora.
–¿Es posible que hubiera más igualdad en los setenta y los ochenta que ahora?
–Me da la sensación de que sí. Yo este mensaje de que si te esfuerzas y tienes buenas ideas vas a triunfar creo que es un camelo, una mentira que dicen para que la gente no se ponga a pegar fuego a las cosas. A ver, no defiendo el tardofranquismo: aquello era una dictadura. Esto es preferible porque tenemos mejores niveles de vida y libertades. Recuerdo que un vecino murió de tétanos porque se cayó en el campo. Yo mismo pasé la fiebre tifoidea cuando hubo una epidemia. Eso sería impensable ahora. Hemos mejorado, pero la igualdad de oportunidades no ha acompañado. Por una serie de circunstancias, la desigualdad no es menor ahora.
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–Ahí está la tasa de desempleo juvenil, disparada.
–No paramos de hablar de las pensiones, y me parece importante, ¿pero qué ocurre con los chavales? El problema que tenemos en este país es que los jóvenes o no tienen trabajo o tienen empleos precarios con salarios de mierda. Y no pueden crear una familia. Tenemos un problema demográfico, pero a ver quién tiene un hijo ahora. Hay que ser un héroe o meter la pata.
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–¿Por qué volvió de Barcelona, donde trabajó varios años?
–Por mi mujer. Yo no quería, lo digo sinceramente. Tenía más oportunidades que en Málaga, pero ella insistió. Ya teníamos a nuestros dos hijos y vio, con veinticinco años de antelación, lo que iba a ocurrir. Dijo: «Cuando crezcan, o van a tener que integrarse mucho o van a ser unos parias». Entonces me pareció exagerado, pero tenía razón.
–¿Entra en sus planes jubilarse?
–Tengo 63 años y medio. Con 65 años me gustaría tener otra posición en toda esta estructura. A esas edades, creo que cargos ejecutivos no debiéramos tener ya. Quizá de asesoramiento.
–Como lo lea el alcalde no sé qué va a pensar...
–No, no lo digo por él (risas). Me refiero a los hospitales. Tenemos una estructura que me obliga a estar a tope si quiero seguir. Y si bajo el ritmo tengo que irme a casa. No hay término medio.
–Pero da la sensación, corríjame si me equivoco porque a veces la procesión va por dentro, de que gestiona bien el estrés.
–Por momentos. Lo he aprendido con el tiempo, aunque me llevo muchos malos ratos, sobre todo por los pacientes.
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–¿Por qué nunca se fue a Estados Unidos, con todas las ofertas que le han hecho?
–No lo sé. Era mi idea cuando acabé la residencia en Cataluña. Cuando volví a Málaga, empecé a crecer... Y ser médico tampoco te permite regresar fácilmente. Quizá me faltó decisión. Es una de las cosas que tengo en mi debe. Tenía que haberlo hecho.
–Porque hubo un momento en el que parecía que el cáncer sólo se curaba en Houston.
–Efectivamente. Ya no es así, por suerte. La tecnología y el conocimiento se han democratizado. Pero a veces pienso que debí haberme marchado un tiempo.
–No estudió Psiquiatría, pero la oncología requiere mano izquierda para dar malas noticias.
–Hay que enfocarlo bien. La vida cambia en dos minutos. Hay un antes y un después de que te digan que tienes un cáncer. Por bien que le vaya el tratamiento, el enfermo se acuerda todos los días de lo que tiene. A veces es complicado administrar la información para que sea veraz pero a la vez tolerable. No siempre aciertas. El secreto, si hay alguno, es estar pendiente de lo que te preguntan. Por la voz y por la cara. Y saber que la gente tiene el derecho a estar informada pero también a no estarlo, aunque haya una corriente por la que parezca que tengamos que decirlo todo incluso cuando no quieren escucharlo.
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–Me consta que siempre pregunta: ¿Tiene alguna duda?
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–Sí, pero preguntan menos de lo que puedas imaginar. Hay que dar tiempo a que cada uno administre su capacidad para masticar la noticia. A veces te preguntan en una segunda entrevista. Y también hay quienes no preguntan nada.
–¿Qué le parece esa expresión de «luchar contra el cáncer»? Entiendo que la actitud es un elemento importante, pero a veces parece que viniera Mr. Wonderful a curar la enfermedad.
–La actitud es importante en el cáncer y en la vida, pero no hace que te cures. La vida es más llevadera con buena actitud, te queden unos meses o cincuenta años. Hay una influencia cultural del pensamiento positivo. Me parece una manera infantil de adaptarse a los problemas. Hay que tener buena actitud, pero también cierto grado de realismo. A veces el pensamiento positivo parece ciego. Y además genera estrés en los pacientes porque parece que quien no se cura es porque no quiere.
–Y volvemos a la culpa.
–Efectivamente. Es la secularización de una creencia religiosa. Antes era Dios y ahora es el pensamiento positivo. El cáncer no es un combate, es una enfermedad. No se lucha: se sufre. Es mejor una actitud buena que mala, pero ni quien muere es porque no ha luchado ni quien se cura es porque ha luchado mucho. El cáncer es una cuestión biológica.
–Pero no sé si estamos preparados para aceptar ese componente azaroso en algo tan crucial.
–Bert Vogelstein, de la Johns Hopkins, dice que el cáncer se debe a tres cosas: malos hábitos, malos genes y mala suerte. Claro, cuando metes la suerte... Lidiar con la incertidumbre es difícil, sobre todo para ciertos caracteres.
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–¿Cómo ha llevado esto de vivir una pandemia casi al final de su carrera?
–Esto sólo lo puedes llevar mal. Es lo más potente, desde el punto de vista médico, que he visto. Como dice Richard Horton, editor de Lancet, esto no es una pandemia sino una sindemia. Es una pandemia aguda insertada en la pandemia crónica que forman las enfermedades prevalentes que tenemos, como el cáncer o las patologías cardiovasculares. El número de cánceres diagnosticados en 2020 fue un 18 por ciento menor que en 2019. O sea, hay muchas personas por ahí que lo tienen sin saberlo. Nunca pensé que viviría algo así. Pero a la vez ha sido un chute de pensamiento positivo y te explico por qué: en unos meses ya había vacuna. Eso es un monumento a la ciencia del que se deduce que, si hay voluntad política y dinero, se consigue.
–Para alguien que lleva décadas en la trinchera del cáncer, constatar que cuando se quiere se puede ha de ser entre estimulante y...
–... Y cabreante. Los avances contra el cáncer no son más rápidos porque no quieren. El cáncer se curaría con más dinero, seguro. Igual que el coronavirus. Sólo hace falta dinero, inversión en investigación. Si fuera por España todavía estaríamos esperando la vacuna. Mire Pfizer, Moderna o Astra: son vacunas de países que verdaderamente financian la ciencia. Y aquí, en cuanto hay una crisis, lo primero que quitan es el dinero destinado a la investigación.
–¿Cómo ha digerido el pavoneo institucional, los golpes de pecho durante la pandemia, en un país que invierte tan poco en ciencia?
–España tiene una política científica nefasta, con una tasa de inversión bajísima en comparación con países de nuestro entorno. Si el futuro estará pegado al conocimiento, como se está viendo con el auge de la inteligencia artificial y la biotecnología, no entiendo que sigamos centrados en el turismo. No digo que no haya que cuidarlo, porque hace falta que entre dinero, pero si alguna vez queremos dejar de ser un país turístico para ser algo más hay que invertir en ciencia. Que en el futuro haya camareros, pero también ingenieros.
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