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Mateo Vallecillos y su esposa, María, habían tomado la decisión de marcharse. El piso del número 5 de la calle Ebro había sido su casa de toda la vida, donde criaron a sus cinco hijos, cuatro varones y una mujer.
Pero el entorno había cambiado. La Palmilla ya no era, a sus ojos, ese barrio de gente humilde, trabajadora, en el que se instalaron en la década de los setenta cuando volvieron de Barcelona, adonde el matrimonio se marchó para buscarse la vida.
Sus hijos, dos de ellos agentes de los Cuerpos de Seguridad –un guardia civil y el otro, policía local en Alhaurín el Grande, también llevaban tiempo animándoles a marcharse. Mateo y su mujer, que la víspera celebró su cumpleaños en familia, ya le habían comunicado su decisión a la familia para que les ayudaran a buscar piso fuera del barrio. Y en ello estaban.
Mateo llevaba siete años jubilado después de una vida trabajando en el sector del transporte –en la última etapa, en una empresa de reparto de paquetería– y ahora disfrutaba de la familia, de sus nietos, de sus paseos con el perro. Pero planeaba hacerlo en otra parte. Hasta que una bala traicionera segó su vida.
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