Domingo, 28 de julio 2024, 00:11
Pagaba al asesino por el trabajo realizado cuando nadie se daba cuenta. Entre copa y copa, en aquel antro donde todos se reunían a contar batallitas sobre su próximo artículo o su nueva novela, él se perdía por el pasillo que llevaba al almacén para ... entregarle discretamente el sobre y un nuevo encargo.
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Nunca repetía el mismo género. Después de aquel autor de policíaca, esta vez tocaba ese nuevo artista del relato que se estaba haciendo viral.
Pedía siempre que desapareciera de manera distinta. Lo importante no era el final, sino la forma de hacerlo, que debía ser siempre rápida, indolora, sin dejar rastro. Con la noche malagueña como única testigo, en un rito que pudiera liberarlo de su tormento.
Y así una y otra semana, mientras soñaba que las musas llegaban a tiempo para acabar su obra, antes de que no quedara un competidor vivo con quien fardar.
¿Sabrán las llaves que me las he olvidado? ¿Podrían las llaves desarrollar brazos, abrir la puerta, con sus propios dientes, hincarse en la cerradura, crecer unas piernas también, bajar las escaleras, hacer nacer una boca, llamar a un taxi, llegar hasta mí? ¿Sabrán las llaves adornadas con ese nuevo llavero de piña con gafas de sol que me ha regalado mi tía que son mías, que me pertenecen, o estarán confusas por sus nuevas vestimentas y se meterán en los bolsillos equivocados, pensando que son las llaves de otra persona? ¿Será la persona que encuentre mis llaves en su bolsillo lo suficientemente buena como para venir a devolvérmelas? ¿Existen, siquiera, las buenas personas? ¿Saben mis llaves volver a casa?
Vestido con el traje de Supermán que le habían regalado por su cuarto cumpleaños, el imbécil de mi hermano se ajustaba la capa a su rollizo cuello, estiraba los brazos y al grito de: ¡soy Supermán! saltaba una y otra vez desde el brazo del sofá al suelo. En la cocina, mamá preparaba la cena. Yo estaba viendo la tele y los gritos del enano, me exasperaban. Como decía papá con toda la razón del mundo, desde que mamá se empeñó en adoptar al enano, la casa era un infierno. Por eso nos había abandonado. Así no aprenderás nunca -le dije al imbécil abriendo el balcón. Sí que aprenderé -insistía él. Mejor desde aquí -le grité acariciando la barandilla. El imbécil se quedó mirándome. Yo alcé la cabeza y miré el cielo: anochecía. Escudriñé la calle: desierta. Mejor desde aquí -volví a repetir acariciando la barandilla.
Llego con cinco minutos de retraso a la cita con mi arrendador.
–Sí, me gustaría seguir en el piso, sigo trabajando en la misma empresa.
El primer piso que alquilé lo heredé según la costumbre, de mi antecesor en la sucursal bancaria donde me contrataron. Entre el horario oficial y el extraoficial, pasé
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pocas horas en él.
–Sí, entiendo lo del IPC. Pero 500 euros mensuales más, no me parece razonable Antonio.
El casero del segundo piso venía a cobrarme en mano todos los meses. Se definía como muy formal, – «excepto para Hacienda», pensaba yo–.
–Ana, ha habido subida de impuestos, aunque yo prefiero alquilarlo para larga temporada.
La angustia y el tufo que empiezo a oler, me marean. Un flash: dos nuevos candados automáticos en el portal. «Nueva mudanza», pienso horrorizada. Me despierto sudando. En la ducha sonrío pensando en la cuota de hipoteca que voy a pagar hoy.
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Tiene gran habilidad para desplazar la pantalla con el pulgar hacia cualquiera de los puntos cardinales, mientras sujeta el teléfono con una sola mano. Es capaz de deslizarla y pulsar por toda la zona del cristal templado. Puede pasarse un buen rato así, incluso sin observar realmente las imágenes creadas por combinación de diodos luminosos. Y lo hace a gran velocidad, o así se mueven sus ojos.
Su destreza para mantener el semblante inmóvil durante una conversación es asombrosa, sin embargo, no puede evitar reaccionar a los estímulos de los contenidos que consume en el display. Se le escapan muecas, sonrisas, alguna carcajada y frunce a menudo las cejas o abre los ojos.
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Es admirable su manejo del móvil. Hace diez minutos que observo su pericia con los pulgares. Estoy sentado al otro lado de la mesa.
Una mudanza siempre es un fastidio, me dijo una empleada muy profesional cuando fui a pedir presupuesto. Se pierden cosas, encuentras otras que no recordabas tener, debes clasificar los enseres, decidir qué tirar… ¡uf!, por no hablar de que abandonas un lugar querido, o no, quién sabe, pero siempre dejando allí una parte de ti, lo que resulta muy doloroso, sentenció con un discurso muy emotivo. No, no, ¿verdad que no queremos eso?, me preguntó a traición. Yo le recomiendo lo último en este sector: la mudanza mental. Es más cara, pero el resultado lo merece. Le dejaremos la cabeza limpia, recién pintada y con un gran ventanal desde el que mirar las estrellas. Así que, aquí estoy, en el mismo piso viejo y lleno de trastos, y asfixiada por una nueva póliza a diez años. Aunque con una mente totalmente diáfana, eso sí, que tiene hasta terraza con jacuzzi.
Los novios se besaron delante de todos: cinco muñecas, que miraban fijamente sobre la estantería, y el gato fueron testigos del beso que Alma recreó ante el espejo. Carlos nunca se fijaría en su compañera de clase, pero en la imaginación de ella sí había sitio para las oportunidades.
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Conozco el mundo entero. He viajado por los cinco continentes. Conocido ciudades imposibles. He subido en globo y pilotado naves interestelares. He visto cosas que no creeríais. He soñado vivir un sueño que era real. He realizado mis sueños. He viajado en el tiempo. He visto sirenas y lestrigones. He estado en cárceles. He visto torturas. He conocido la traición. Conozco el amor. He muerto y he resucitado. Conozco bien el mundo. He leído.
Tampoco otras veces, al despertar, encontraba los zapatos. Suponía que el gato los movía en alguna corrida, pero no. Sencillamente no estaban. Por suerte, siempre tenía un par extra. Hasta la mañana en que en el lugar de los zapatos encontré las tortugas. Las dos dormidas, juntas, y retraídas en los caparazones de un tamaño, digamos, considerable. Cuarenta y cuatro, para ser preciso. Justo mi número, lo que no debía ser casualidad. Las observé un momento y después, con cuidado, me paré encima. Enseguida abrieron sus ojitos verdes, cruzaron una mirada y se pusieron en marcha. No fue necesario decirles hacia dónde. En el trabajo nadie me pidió explicaciones. Se comprendió la demora. Desde entonces, para no llegar tarde a todas partes, salgo antes. Y por las dudas, durante el camino voy mandando mensajes de texto, de modo que no se pueda decir que no avisé que estaba yendo.
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