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Obeliscos, los extraños y desconocidos seres que habitan en ti: tienes millones en la boca y el estómago

Descubiertos por un equipo español

Obeliscos, los extraños y desconocidos seres que habitan en ti: tienes millones en la boca y el estómago

Se cree que existen desde el comienzo de los tiempos. Sin embargo, nadie los había visto hasta que los descubrió un equipo de investigadores de Valencia. Son los obeliscos, tienes millones de ellos en tu estómago y en tu boca y nos demuestran, una vez más, lo poco que aún sabemos de nuestro organismo.

Viernes, 29 de Noviembre 2024, 12:27h

Tiempo de lectura: 9 min

Son tan pequeños que hacen parecer gigantes a los virus y tan ubicuos que llevamos millones en las tripas y en la boca, polizones microscópicos que, increíblemente, habían conseguido pasar inadvertidos. Los científicos que los han descubierto los han bautizado como 'obeliscos' por su forma alargada, de bastón, que recuerda al monumento egipcio

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Cazadores de virus. Los científicos María José López Galiano y Marcos de la Peña, coautores del estudio (de pie), y Olga Rueda, que se acaba de incorporar al equipo.

Podría decirse que los obeliscos son una nueva criatura si no fuera porque están aquí mucho antes que nosotros, los humanos, quizá desde el mismo momento en que la vida surgió (aún no sabemos cómo) en nuestro planeta. ¿Cómo es posible entonces que no los hayamos visto hasta ahora? «La respuesta más breve y sencilla es que no los habíamos buscado», explica el virólogo Marcos de la Peña, uno de los dos investigadores españoles que han participado en su descubrimiento (la otra es la bióloga María José López Galiano). «Pero la respuesta larga es un poquito más complicada», matiza.

Los habitantes de las bacterias

De la Peña y Galiano pertenecen a un equipo internacional liderado por el premio Nobel Andrew Fire (Universidad de Stanford), y en el que ha participado el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas, centro mixto de la Universitat Politécnica de Valencia y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. El sensacional hallazgo, publicado por la revista Cell, es una nueva entidad biológica, tan simple que cabe dentro de una bacteria. De hecho, parece ser que las bacterias son su hábitat preferido, su hogar. Y que una sola bacteria puede albergar a miles de estos 'okupas'. Poco más se sabe de ellos. Ni su función ni sus posibles efectos sobre nuestra salud... Por no saber, ni siquiera se sabe si están vivos.

Pero, entonces, ¿qué sabemos a ciencia cierta de los obeliscos? Que son unas pequeñas moléculas de ARN de forma circular, aunque están desenrolladas, de ahí su peculiar estructura semejante a una cuerdecita. (Para entendernos: el ADN es el libro de recetas que contiene los genes, esto es, las instrucciones para 'cocinar' las proteínas, que son los ingredientes de la vida, y que hay que traducir, copiar y enviar a los 'fogones' en el interior de las células. Ese mensajero es el ARN). La pregunta del millón sigue siendo la misma: si estaban aquí desde el principio de los tiempos y, probablemente, están por todas partes, ¿cómo no los habíamos visto antes? No hay una única respuesta, sino varias.

Son muy pequeños...

Comparemos tamaños: mientras que nuestro ADN posee 3000 millones de 'letras', los obeliscos son unas modestas moléculas que apenas tienen 1000. «Son muy básicos, sin membrana protectora, es decir, el material genético está desnudo. Resulta difícil determinar dónde empieza y dónde acaba. Es como buscar una aguja en un pajar; pero una aguja microscópica», puntualiza De la Peña.

Son raros raros

Durante siglos, los científicos han intentado ordenar la vida en la Tierra como quien organiza una inmensa biblioteca: aquí los animales, allí las plantas, en este estante los hongos, en aquel las arqueas, más allá las bacterias... Pero, conforme descendemos hacia lo microscópico, las categorías se desdibujan. «Los obeliscos no se parecen a nada conocido. Son únicos. Y parece que se apañan muy bien a pesar de su simplicidad», añade el virólogo.

Puede que estén vivos... o no

Desde que Carl Linneo inventó una clasificación de las criaturas que habitan la Tierra (por ejemplo, los humanos pertenecemos al reino Animalia, familia Hominidae, género Homo, especie sapiens), los científicos no han parado de añadir ramas al árbol de la vida. Un árbol que nos revela parentescos sorprendentes: la mosca de la fruta comparte el 60 por ciento de sus genes con nosotros. Pero hay criaturas que no encuentran su lugar en este esquema: los virus, por ejemplo, ni siquiera tienen una rama propia, pues no tienen metabolismo y no se reproducen por sí mismos, sino que se aprovechan de las células de un hospedador…

Los obeliscos no se parecen a nada conocido. Son únicos. Como no tienen membrana protectora, ni siquiera se sabe muy bien dónde empiezan y dónde terminan

Durante un siglo, los virus marcaron la difusa frontera de la vida. Hasta que en los años setenta se descubrieron los viroides, más pequeños y, a semejanza de los obeliscos, sin envoltorio protector. Ahora puede que haya que volver a trazar la línea divisoria. «De momento sabemos que los viroides infectan a algunas plantas; y los obeliscos, a las bacterias; ya hemos comprobado que colonizan un estreptococo que los humanos tenemos en la boca».

Abundan en las heces

Su diversidad es sorprendente: los científicos apenas han empezado a buscar, pero ya han identificado 30.000 especies diferentes de estas misteriosas entidades, lo que sugiere que son mucho más comunes de lo que nadie hubiera imaginado. Puede que existan miles de millones. «La paradoja es que habíamos buscado en entornos naturales, en los suelos, en los océanos. Pero fue cuando empezamos a indagar dentro de nosotros mismos, en la microbiota, cuando los vimos. Concretamente, en las heces de pacientes de algunas enfermedades cuyas muestras se habían secuenciado. ¿Qué buscábamos exactamente? Cosas raras, atípicas… Mi equipo lleva años investigando los viroides, los virus satélite y otros agentes que solo les interesaban a algunos especialistas en plagas vegetales», reconoce De la Peña.

El secreto estaba en la nube

No es útil ni práctico buscar con el microscopio, por potente que sea. El hallazgo solo fue posible gracias a los últimos avances en bioinformática. Estas nuevas herramientas permitieron, por primera vez, analizar enormes bases de datos genéticas con una precisión inédita, detectando secuencias de ARN que antes eran demasiado pequeñas como para ser detectadas por los viejos instrumentos.

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Bajo la lupa. Las investigadoras López Galiano y Rueda en el laboratorio de la Universidad Politécnica de Valencia, donde se llevó a cabo el estudio sobre los obeliscos.

«Sobre todo a partir de la pandemia tuve la suerte de contactar con grupos de informáticos que utilizan bases de datos ingentes, cantidad de información que es muy difícil manejar en nuestros servidores. Tenemos que utilizar computación en la nube porque es mucho lo que hay que mirar, son millones y millones de gigabytes», explica De la Peña.

Se esconden en ‘la papelera’

Los obeliscos se esconden en lo que se conoce como 'basura genética', secuencias repetitivas, anodinas, sin una función aparente. Además, y a diferencia de los virus, los obeliscos no causan síntomas evidentes en sus huéspedes bacterianos, lo que los ha mantenido fuera del radar de la medicina. Son como inquilinos silenciosos. «Cuando uno tiene dos bacterias y las pone a crecer por separado, ve que no hay ninguna diferencia en el laboratorio. Tanto la bacteria infectada con obeliscos como la bacteria que hemos conseguido que los perdiera no cambia su tasa de crecimiento, se comporta igual y vemos que está igual de feliz y contenta –describe el investigador–. Por el momento no sabemos si tener obeliscos representa una ventaja para ella o no».

Testigos del origen de la vida

Quizá el aspecto más fascinante de los obeliscos es lo que pueden revelarnos sobre nuestros orígenes más remotos. Su extraordinaria simplicidad los convierte en posibles testigos del amanecer de la vida en la Tierra. «Tienen pinta de ser uno de los elementos más antiguos del planeta, que ya estaban aquí hace 3000 millones de años», sostiene De la Peña.

Estos seres han colonizado una bacteria que tenemos en la boca. Su variedad es sorprendente. Ya se han identificado 30.000 especies diferentes de estas misteriosas entidades

«Poseen todas las características de lo que sería el mundo del ARN primigenio. Podríamos haber dado con el santo grial, moléculas que se bastan a sí mismas para sobrevivir, que son capaces de autorreplicarse si se dan las condiciones idóneas», reflexiona. En definitiva, puede que los científicos hayan encontrado fósiles vivientes de las primeras formas de vida, pero no enterrados en estratos geológicos o en las profundidades de los océanos, sino habitando dentro de nuestro propio cuerpo.

¿El comienzo de una revolución?

Además, los obeliscos podrían esconder un potencial médico revolucionario. «Si logramos entender cómo influyen en las bacterias, podríamos desarrollar nuevas estrategias para combatir las infecciones resistentes a los antibióticos», apunta De la Peña. Y recuerda: «La investigación sobre ARN fue cosa de cuatro gatos durante años, pero gracias a ella obtuvimos las vacunas de la covid. La premio Nobel Katalin Karikó pasó décadas investigando el ARN cuando nadie creía en su potencial, y el alicantino Francis Mojica se encontró con el escepticismo general cuando descubrió el CRISPR».

Una paradoja final: justo ahora, cuando universidades de todo el mundo se lanzan a investigar el potencial de los obeliscos, el equipo español se ha quedado sin financiación. «En España hay pocos recursos para la ciencia y a veces resulta más sencillo apostar sobre seguro y publicar trabajos que no aportan gran cosa, en lugar de arriesgar sin saber si vas a obtener recompensa. Parece que vale más marcar unos cuantos goles en Segunda División que arriesgar y ganar la Champion», se lamenta De la Peña.

Hay otros mundos...

LA VIDA INTRATERRESTRE

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Los científicos creían que hacían falta unas condiciones ambientales determinadas para que hubiera vida. Sin embargo, hallazgos recientes como el de esta imagen —un nemátodo hallado en una mina de oro en Sudáfrica que vive a una profundidad de 1,4 kilómetros bajo la superficie de la Tierra— apuntan a lo contrario: bajo la corteza terrestre, los acuíferos profundos y otros ecosistemas hostiles pueden albergar hasta el 90 por ciento de la vida microbiana. Estos son los cuatro ‘bichos’ más escurridizos y con más potencial…

  • 1. LA BACTERIA QUE SE COME LA RADIACIÓN

    En las minas de oro de Sudáfrica, a 3000 metros bajo tierra, habita un microorganismo, Desulforudis audaxviator, que se alimenta de energía atómica… Literalmente. En su hábitat, donde las temperaturas alcanzan los 140 grados, obtiene su energía de los subproductos de la descomposición radiactiva del uranio presente en la roca, prescindiendo del oxígeno y la luz solar. Es el organismo más autónomo y resiliente que se conoce. l

  • 2. EL MICROBIO 'VAMPIRO'

    El Vampirococcus es una bacteria depredadora que parece sacada de una película de terror. Solo se ha hallado en dos lagos españoles: Estanya (Huesca) y Cisó (Girona). Se alimenta de otras bacterias, y eso la hace muy interesante. Este cazador se adhiere a ellas como un vampiro a su presa. Su mecanismo de ataque se investiga para desarrollar nuevos antibióticos.

  • 3. ALIENS QUE 'DEFECAN' HIERRO

    Las bacterias Gallionella, que viven en las minas de hierro, excretan estructuras helicoidales de óxido ferroso. A través de la oxidación no solo obtienen la energía necesaria para su supervivencia, sino que también crean estructuras protectoras. Este proceso ha transformado la geoquímica terrestre durante millones de años. Su estudio abre nuevas perspectivas sobre el origen de la vida, tanto en la Tierra como en otros planetas.

  • 4. LA DEVORADORA DE PLÁSTICO

    La bacteria Ideonella sakaiensis, descubierta en Japón, es un ejemplo de que el estudio de estos microorganismos puede tener aplicaciones insospechadas. Ha sido modificada genéticamente para alimentarse de PET, uno de los plásticos más comunes. Esta bacteria contiene enzimas que le permiten descomponer los enlaces atómicos de los polímeros, ofreciendo una posible solución a la contaminación de los océanos y otros ecosistemas por microplásticos.

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