Viernes, 14 de Junio 2024, 12:08h
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Los habituales de este rincón bien sabemos lo que es salivar ante el aroma de un pan que se hornea o de una ventresca de bonito del norte sobre ascuas de encina. Es más, lo sabemos en términos superlativos, lo que castizamente se diría hasta hacérsenos la boca agua.
En el cole de la EGB nos contaban que, si comiendo no nos ahogábamos como pavos, era porque la saliva ayudaba a formar el bolo alimenticio y a que no se quedara atascado garganta abajo. Los que éramos de poco masticar y mucho tragar, pese a las continuadas reprimendas maternas, ya nos llevamos algún susto grande. Lo que no nos contaron con el detalle necesario es que sin saliva no haya percepción de los sabores, puesto que las sustancias químicas de los alimentos se disuelven gracias a ella.
La percepción de la textura de los alimentos y las sensaciones en la boca aumentan con su presencia. Cuanta más, mejor
Así que yo me siento feliz de llevar la boca bien mojadita por dentro. Este pequeño descubrimiento, no crean, supone una elevación social de los escupitajos y las babas como conductores del sabor, por tanto, del placer. La cosa no se queda ahí porque, una vez disueltas esas moléculas, la saliva ayuda a transportarlas hasta los receptores adecuados de la lengua para que se pueda producir el proceso de la degustación.
La percepción de la textura de los alimentos y las sensaciones en la boca aumentan con su presencia. Cuanta más, mejor. Por si fuera poco, la saliva inicia el proceso de 'digestión' de los hidratos de carbono que nos comemos gracias a la presencia en ella de la enzima amilasa, la misma con la que los de Mugaritz consiguen hacer caramelos de patata o gel de arroz sin necesidad de añadir azúcares. Pues ya saben, que nada ni nadie les seque la boca.
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