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El valle del Omo: un mundo perdido que existe desde el origen del hombre

Adán y Eva en Etiopía

El valle del Omo: un mundo perdido que existe desde el origen del hombre

Joey Lawrence

Casi aislados de la civilización, los 200.000 indígenas del valle del Omo conservan tradiciones milenarias en un mundo perdido que parece existir desde siempre. Una especie de Shangri-La donde los paleontólogos sitúan el origen del hombre. Viajamos hasta allí.

Martes, 20 de Febrero 2024, 17:41h

Tiempo de lectura: 6 min

Las lluvias han borrado durante siglos los caminos que llevan al valle del Omo, una región aislada de Etiopía, entre las montañas de Abisinia y las tierras pantanosas del Nilo. Quizá por eso el tiempo aquí ha transcurrido más despacio. Tanto que la Unesco declaró en 1980 este valle Patrimonio de la Humanidad por tratarse de uno de los conjuntos paleontológicos más importantes de África. En él se han encontrado algunos de los restos fósiles de Homo sapiens más antiguos, de hace 190.000 años. Parece que fue en Etiopía donde comenzó a andar la humanidad.

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Jugar con cocodrilos. Nadar en el rio está permitido para los más pequeños de la tribu, aunque para ello tengan que espantar a los cocodrilos a pedradas. Pero las canoas son cosa de mayores. Jóvenes y ancianos posan aquí con sus mejores galas.

Etiopía es también la patria de Lucy y Ardi, los fósiles de homínidos más antiguos y mejor conservados del mundo. En 1974, el paleontólogo estadounidense Donald Johanson llamó Lucy a los fósiles de una hembra que había vivido hace 3,2 millones de años en los bosques tropicales de Hadar, al norte del país. También en Etiopía, en Afar, fue hallada este año Ardi, el ejemplar más completo de los hallados hasta hoy, y aún más antiguo que Lucy: vivió allí hace 4,4 millones de años. En el lugar donde nuestra especie evolucionó para luego diseminarse por todo el planeta, perviven hoy algunas de las tradiciones y culturas más antiguas, precisamente por su aislamiento del resto del mundo.

Las tribus del valle del río Omo habitan un espacio donde la violencia más descarnada se enreda con la vida. O la muerte

Aquí sobreviven costumbres como el ukuli bula, el rito de iniciación a la madurez que practican los hombres de la tribu hamer, en el suroeste del país. Su protagonista nunca tiene más de 15 años. El joven se encarama con gran facilidad a la primera de las diez vacas dispuestas una junto a otra. Los miembros de su clan las sujetan mientras el cuerpo desnudo y atlético del muchacho salta sobre todas las famélicas vacas. Tiene que pasar por encima de todas ellas cuatro veces, dos en cada sentido. No debe caerse para completar con éxito el ukuli bula. Si tropieza y cae, será insultado e incluso azotado por las mujeres de su clan y deberá esperar un año para volver a intentarlo. Si volviese a fracasar, toda la tribu se mofaría de él de por vida.

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La bella Rufo. No sabe su edad, pero debe de rondar los 13 años. Rufo pertenece a los arbore, una de las 15 etnias del valle. «Alguien nos ha creado. No se quién es ni donde vive. No importa. Nos juntamos y oramos a quien sea»

Las mujeres jóvenes que aún no tienen esposo han estado bailando y cantando en círculos como parte de la ceremonia. Después de la danza se han acercado a los jóvenes de la tribu que buscan esposa y les han suplicado que las azoten. Ellos lo han hecho con gran violencia, con largas ramas muy flexibles que hacen las veces de látigos. Para las jóvenes hamer, las cicatrices que les provocarán estos golpes serán un signo de feminidad y belleza. El joven completa el rito de paso sin caerse. Le entregan su propio boko, una especie de bastón de mando que llevará siempre consigo y que indica a toda la comunidad que él es ya un ukuli y que pronto podrá escoger esposas.

La historia del grupo se transmite en relatos y canciones, pero es en los cuerpos y sus cicatrices donde se escribe la vida de cada uno

Los hamer son una de las 15 etnias que habitan el valle del Omo, el gran río etíope que atraviesa el suroeste del país y desemboca en el lago Turkana, en Kenia. Entre las fronteras de Etiopía, Kenia y Sudán, unos 200.000 indígenas sobreviven junto con sus singulares tradiciones, ritos y creencias en un mundo perdido que parece existir desde siempre.

El reportero polaco Ryszard Kapuscinski escribió que la vida en África refleja el intento de encontrar el equilibrio entre la supervivencia y la aniquilación. Las tribus del valle del río Omo habitan ese espacio donde la violencia más descarnada se enreda misteriosamente con la vida. O la muerte. Así sucede en los ritos funerarios de algunas tribus bodi que habitan la región.

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Heridas de amor. Tras la ceremonia del salto de vacas, las mujeres solteras de la tribu hamer piden a los jóvenes que las azoten. Cada cicatriz será lucida con orgullo, como signo de belleza y feminidad.

Si alguien cae enfermo y muere, las mujeres bodi llamarán a los espíritus y cantarán por el alma del muerto. Los hombres mantendrán seguro el cadáver durante los tres días siguientes. Después, la tribu se reunirá y comerá el cuerpo en señal de respeto, para asegurar su paso al otro mundo. Así concluye el rito funerario. Hay muchas prácticas rituales que ni los misioneros, ni el creciente número de turistas ni las nuevas enfermedades, como el VIH, han conseguido desterrar y se practican como hace siglos.

La muerte está muy presente en una región donde la esperanza media de vida no llega a los 40 años. Es incluso una seña de identidad, sobre todo si los que mueren son los enemigos. Los hombres de las tribus borana, mursi o bume lucen en su cuerpo escarificaciones, cicatrices en la piel, que indican el número de hombres que han matado en la batalla o de animales peligrosos que han cazado. A veces, la lucha es sólo simulada, como en el donga, otro rito iniciático en que los jóvenes hamer se pelean con largos bastones, para demostrar fuerza y valentía.

Los cuerpos cuentan historias, las cicatrices son las leyendas de esos mapas personales. La historia del grupo se transmite en los relatos y las canciones, pero es en los cuerpos donde se escriben las historias de cada uno.

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Labios perfectos. Nadogomi tiene 21 años y cinco hijos. Como todas las mujeres de la tribu mursi, inició al final de la pubertad el proceso de deformación del labio inferior, con platos que cada año son más grandes que el anterior. Su belleza será proporcional al tamaño del disco.

Las luchas entre las distintas etnias y tribus son constantes. La naturaleza extrema los amenaza, los enfrenta, los une y condiciona sus vidas. Pero conviven con ella y la veneran. Los niños juegan en los ríos Omo y Mago, que recorren la región, lanzan piedras a los cocodrilos para asustarlos mientras se bañan. No siempre se asustan, sin embargo. La famosa mosca tse-tsé, el paludismo o la malaria tienen en los bosques húmedos de las riberas su mejor hábitat. Más allá, la aridez de las zonas más alejadas del agua alimenta la lucha por los escasos recursos.

A pesar de lo aislada que se encuentra la región entre las montañas de Abisinia y las tierras pantanosas del Nilo, los comerciantes de armas también han llegado aquí. No es difícil ver a los guerreros portando viejos fusiles de asalto Kalashnikov en lugar de sus lanzas tradicionales. Cuando los conflictos empiezan a ser demasiado costosos para las tribus enfrentadas; demasiados muertos, demasiadas vacas robadas, son los ancianos los encargados de hacer la paz. Entre las posesiones más preciadas para las tribus –muchas de ellas, seminómadas y ganaderas– están las vacas. Muchas de las transacciones se hacen tomando como referencia a este animal fundamental para su supervivencia. La importancia de una negociación o de un acontecimiento se puede medir por el número de vacas que hay en juego. Cuando un hombre de la tribu karo se casa, por ejemplo, el padre debe darle 30 vacas. Si no las tiene, las tendrá que robar. Los relatos y canciones de la enseñanza oral reflejan cómo el robo de las vacas, sobre todo a los vecinos del sur, las tribus que rodean el lago Turkana en Kenia, se ha convertido en un signo de la identidad tribal y de orgullo.

Los colores de África se despliegan en el valle del río Omo, las tribus se identifican por su aspecto. La tribu de los surma luce una de las apariencias más impactantes: las mujeres se adornan su labio inferior con un disco de arcilla o de calabaza, lo hacen para mostrar su fortaleza y su coraje. El tamaño del disco refleja el estatus de la mujer. De modo que, cuando se casa, la dote que recibirá su familia dependerá en gran parte del tamaño del disco de su hija.

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