Sudáfrica Los diamantes que desatan la locura en un pueblo de África
El hallazgo de unas piedras brillantes desata la locura en un remoto pueblo de Sudáfrica. Pero ¿son diamantes o simples cristales? La historia de un drama.
Miércoles, 21 de Julio 2021
Tiempo de lectura: 2 min
Cuarzo o diamantes. En una piedra puede aguardar la diferencia entre riqueza y miseria. Así lo entienden miles de sudafricanos que, semanas atrás, viajaron en hordas a la tranquila KwaHlathi. En este pueblo donde el ganado deambula con placidez entre laderas cubiertas de árboles y pastos, un pastor se topó con un puñado de transparentes guijarros poligonales. ¡Diamantes! La palabra mágica viajó como la luz por las redes sociales y, de golpe y porrazo, llegó la invasión. Con el desempleo en el 32,6 por ciento y con tres de cada cuatro jóvenes sin trabajo, a nadie extrañó la repentina fiebre diamantífera de KwaHlathi.
La historia comenzó, en realidad, un año atrás, cuando Liau Masekotole, el cabrero en cuestión, halló un puñado de brillantes piedras traslúcidas en el campo. Ignoraba su naturaleza pero, ante la duda, las escondió, pensando en llevárselas algún día a familiares suyos, urbanitas en la lejana Lesotho. Mantuvo el secreto un tiempo, hasta que cansado de morderse la lengua acabó por compartirlo con un amigo, también pastor. Happy Mthabela fue a una boda el pasado junio y, entre tanto invitado, no pudo contenerse. Mostró sus piedras, extraídas de la hoy célebre ladera, y en una semana aquello se convirtió en un cruce entre una novela de Jack London y El gran carnaval, de Billy Wilder.
El Gobierno dijo que es cuarzo y pidió a la gente que se fuera a casa, pero muchos siguen allí. No se fían.
Los expertos del Departamento de Energía y Minas pronto se acercaron y, en cuanto pudo, el Gobierno dictaminó: «Se trata de cuarzo. Dejen de cavar. Vuelvan a casa», salpicando su argumentario de menciones al coronavirus. Los desesperados, sin embargo, ignoraron la petición. Corrupción, desigualdad, desempleo, miseria, desengaño... son los materiales que cimentan su escepticismo. No se fían, así que, arremolinados en la espontánea aldea de buscadores de diamantes surgida en las antaño apacibles laderas del pueblo, siguieron a lo suyo convirtiendo el lugar en traicionera extensión de cráteres, grandes como sepulturas algunos donde, envueltos en mantas, dormían por turnos las cuadrillas de improvisados mineros y mineras.
Un pastor halló varios guijarros, brillantes, poligonales, y desató la locura
Convivían con ellos vendedores de comida y bebida, quizá más confiados en hacer negocio con la venta ambulante que con los supuestos diamantes. Al menos, ellos sí que hicieron el agosto ofreciendo a precio de piedra preciosa galletas, maíz dulce o ese popular bocadillo al que los sudafricanos llaman kota, contundente receta a base de pan blanco ahuecado relleno de carne o embutido con papatas fritas, queso y salsa al gusto. Energía pura –y tal vez indigestiones– para cavar a tumba abierta. Música a todo volumen, como banda sonora, retumbaba desde los coches; cada DJ-minero buscando imponerse a los demás. Imaginen el caos sónico, un auténtico infierno para oídos delicados. No faltó asimismo la cerveza y, por supuesto, diligentes granujas, primeros llegados al lugar, que ofrecían a los nuevos sus piedras supuestamente preciosas a seis veces el valor del cuarzo; a años luz, en todo caso, de lo que le pedirían por un diamante.
La mayoría ya se ha marchado, pero los más desconfiados –desesperados, más bien– aún cavan. «Si es cuarzo, algo sacaremos; pero ¿y si nos han engañado y acaban siendo diamantes?». Bajo tal creencia trabajan. La desesperación, al menos, deja así paso a la ilusión por unos días.
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