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Al servicio de la ciencia
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Sólo Moritz se ha atrevido a salir en esta húmeda y gélida mañana de invierno. El macho trepa pesadamente hasta lo alto del árbol, estira sus musculosos brazos, abre de par en par la boca de poderosos colmillos y lanza un grito estridente que resuena en los más de dos mil metros cuadrados de las instalaciones. «Puro exhibicionismo, un comportamiento totalmente natural», dice Bettina Gaupmann. Es su cuidadora. Hay orgullo en su voz. «Ha tardado dos años en aprender a hacerlo, igual que ha aprendido a usar sus dedos o a escalar un árbol». Un pequeño milagro.
Moritz se pasó las primeras décadas de su vida metido en una jaula, tan pequeña que apenas podía erguirse. Un régimen de aislamiento en cinco metros cuadrados. El suelo no era más que una rejilla a través de la que caían los excrementos. No había ni paja en el suelo ni luz natural. Las únicas personas a las que veía Moritz llevaban trajes protectores grises, boca y nariz cubiertos por una mascarilla. La comida, la única distracción del día, se la daban a través de una pequeña trampilla. Moritz era propiedad de la farmacéutica Immuno, hasta que fue declarado prescindible. ¿Y después? ¿Qué les pasa a los animales de laboratorio descartados?
La mayoría de los animales muere durante las pruebas, pero algunos primates descartados necesitan reubicación. Es el caso de Moritz y otros 28 supervivientes, que encontraron un hogar en la fundación Gut Aiderbichl, en Austria. Al otro lado de los altos muros de cemento y los gruesos cristales blindados, los chimpancés pudieron encontrar por fin algo de paz.
Moritz fue capturado en África Occidental, lo más probable es que proceda de Sierra Leona. Cuando era una cría, cayó en manos de furtivos y acabó metido en una caja de transporte y enviado a los laboratorios de la farmacéutica austriaca Immuno AG.
Durante los años ochenta y noventa, esta empresa obtuvo sus ingresos sobre todo con la venta de plasma sanguíneo y vacunas. Sus científicos confiaban en encontrar un fármaco para combatir el sida gracias a los chimpancés. Para ello, algunos ejemplares fueron contagiados con los virus del VIH y la hepatitis, mientras que otros individuos sanos servían como grupo de control. Los animales eran anestesiados constantemente para extraerles muestra de sangre y tejidos. «No sabemos todo lo que les hicieron en esos años», dice la cuidadora Gaupmann. Algunos de ellos siguen traumatizados. Sufren ataques de temblores, trastornos alimentarios y tendencia a autolesionarse.
Los científicos experimentaron con ellos durante 20 años. Aquellos experimentos no les aportaron nada a la empresa ni al conocimiento, pues el VIH no afecta a los chimpancés. Además, los experimentos con primates recibían críticas cada vez más generalizadas. La gran similitud genética, superior al 98 por ciento, es la causa de que estos animales sean tan atractivos a ojos de los científicos, pero también de que su uso se fuera volviendo éticamente cuestionable.
¿Se podía hacer sufrir de semejante manera a unos seres con una capacidad intelectual equivalente a la de un niño pequeño, a unos seres con conciencia del yo? En 1997, la empresa farmacéutica estadounidense Baxter, que se había hecho con la austriaca Immuno AG, decidió suspender los experimentos con animales.
Moritz volvió a entrar en la casa de los monos y a descansar junto al resto de su grupo. Los chimpancés sentados sobre un tronco caído forman una colección de animales inválidos y enfermos. Se rascan y despiojan unos a otros y se dan un poco de calor. Miran con curiosidad a los visitantes a través de las gruesas ventanas. El contacto directo entre humanos y simios está prohibido, incluso en el caso de los cuidadores. «Cualquiera de los machos es hasta siete veces más fuerte que nosotros», dice Gaupmann. «Incluso un abrazo bienintencionado podría resultar mortal».
Al mirar a Moritz y sus compañeros, al verlos alborotar y manejar hábilmente palos y piedras, apenas se nota que un día olvidaron completamente sus conductas naturales o que ni siquiera llegaron a aprenderlas. La capacidad de reunir pequeños objetos, como nueces o piedrecillas, estaba totalmente atrofiada en la mayoría de ellos y tenían los dedos rígidos y deformados por el poco uso. Para que los ejercitaran, los entrenadores escondían pasas en los agujeros de los árboles. Al principio, los animales tenían que esforzarse mucho antes de poder sacar las frutas. Ahora ya solo necesitan un par de segundos.
La empresa Baxter sigue pagando la mayor parte de los costes de la atención a sus antiguos simios. En este punto se muestra mucho más consecuente con sus responsabilidades que otras muchas compañías que usaron animales en su beneficio. La manutención de un simio asciende a 58 euros al día, lo que representa en torno al medio millón de euros al año teniendo la cantidad de residentes a los que se mantiene en acogida. Además de esta cifra, la empresa cofinanció tres millones de euros destinados a la construcción del nuevo recinto exterior. Jane Goodall, invitada a la inauguración , habló de un «paraíso para los animales».
Por desgracia, el futuro de los monos es bastante incierto. El apoyo económico comprometido por Baxter se inició con fecha de caducidad. Actualmente los costes han de cubrirse con donaciones. Pero ni Gaupmann ni sus colegas están dispuestos a tirar la toalla. Al contrario, sus objetivos más bien se refieren a ampliar el cupo de acogida.