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REGINA SOTORRÍO En Twitter: @ReginaSotorrio
Miércoles, 16 de abril 2014, 22:34
«Después de todo logré mi sueño. A veces hasta a mí se me olvida», escribe en un email Ricardo Cervera. Recién llegado a Londres tras unos días de trabajo en Tokio, el malagueño acaba de releer el reportaje Los primeros destellos de una estrella publicado en SUR en 1988. Él era el protagonista. Tenía entonces 13 años y le hablaba a la periodista con una madurez que asombraba. «Todo mi futuro dependerá de si llego a ser un gran bailarín o no, y para eso tendré que trabajar muy duro», decía. Lo hizo y lo sigue haciendo, tanto que ya han pasado doce años desde que le ascendieron a primer solista del prestigioso Royal Ballet de Londres, compañía a la que pertenece desde hace dos décadas. Lograrlo le ha costado disciplina, sacrificios y dejar atrás su casa y su familia. Porque en cuestión de ballet clásico, Málaga «no era una opción en absoluto». Hoy algunos resisten en su ciudada natal y trabajan para que su realidad sea otra, pero la situación no ha cambiado: para bailar en una compañía de primer nivel hay que hacer las maletas.
Esta es la historia de cuatro malagueños que danzan por el mundo. De Ricardo Cervera, que tras perder la cuenta de las veces que se ha subido a un escenario con el Royal Ballet de Londres prepara su transición al otro lado de las tablas. De Ciro Tamayo, que bajo la dirección de Julio Bocca acaba de debutar como primer bailarín del Ballet del Sodre de Uruguay con 'El Corsario'. Y de Marina Miguélez y Miguel Toro, que contribuyen a que en el Ballet de la Ópera Estatal de Nuremberg se hable mucho en castellano (son once españoles).
Ricardo Cervera Royal Ballet de Londres
El trabajo duro al final tenía recompensa
Es cierto que tenía mucho menos tiempo libre que sus amigos y que se tuvo que acostumbrar a estar separado por varias horas de avión de los suyos. «Pero mi infancia fue estupenda. Me enseñó a valorar el trabajo duro y el esfuerzo para llegar adelante. Me enseñó a no dar nada por hecho y a apreciar la disciplina como una herramienta y no como un obstáculo», cuenta Ricardo Cervera. Lo tiene claro: «¡Prefiero mi infancia a una 'convencional'!».
Hace más de 20 años él no tuvo otra opción que despedirse de su casa en Málaga. «Y todavía sigue siendo mucho más difícil ser bailarín de ballet clásico en España que en otros muchos países», reflexiona Cervera. Aquí no hay «tradición», lo que impide que exista una «buena compañía estable» que cree cantera y forme público. Y eso que está convencido de que en España hay «hambre de cultura». «Cada vez que actúo el público es muy receptivo», afirma. Echa en falta más apoyo económico estatal, «tanto para los alumnos como para los profesionales». «Es una carrera muy mal remunerada», lamenta. A él le fue imposible incluso acceder a ayudas públicas para costear sus estudios. «Si no fuera por las becas británicas, hoy no estaría donde estoy. Y eso me apena mucho», admite el malagueño.
Curtido en competiciones internacionales desde que tenía poco más de diez años, Cervera consiguió entrar en la prestigiosa escuela del Royal Ballet. Y ya no dejaron que se marchara. Casi 21 años después, «como cualquier otro bailarín maduro», empieza a investigar qué camino seguir en el futuro. «Llevo más de seis años impartiendo clases en Inglaterra, España y Japón. La enseñanza es algo que realmente disfruto», cuenta.
Defiende que la formación en España es «excepcional». De hecho, «hay muchísimos bailarines profesionales por el mundo disfrutando de una buenísima fama». Pero todos tienen algo en común: «necesitaron salir para llegar ahí». Pese a todo, no hay que desistir. A quien empieza, le aconseja la misma máxima que él se aplicaba con 13 años: «trabajo duro» y «no olvidar disfrutar» de la profesión. «Hay que recordar el porqué se baila. Por amor al arte», sentencia.
Ciro Tamayo Ballet Nacional del Sodre de Uruguay
Los saltos imposibles del discípulo aventajado de Bocca
El mismo Julio Bocca se le acercó al camerino tras un certamen internacional de danza en el que competía para ofrecerle trabajo en su ballet. Y Ciro Tamayo lo rechazó. «Decidí esperar a terminar los estudios», cuenta. Los acabó con nota y se arriesgó a preguntarle al prestigioso bailarín si su propuesta seguía en pie. «¿Cuándo puedes empezar?», le contestó el argentino. De eso hace ya tres años, un tiempo que se nota en el acento de Ciro, a medio camino entre uno y otro lado del charco. Desde este mes de abril, cuando ha protagonizado 'El Corsario', es oficialmente el primer bailarín del Ballet del Sodre de Uruguay. Su sueño desde que se quedó «fascinado» una tarde de cine viendo 'Billy Elliot' junto a su madre.
Con apenas siete años empezó a entrenar junto a la barra. A partir de entonces arrancaba una brillante carrera en la que ha destacado por el virtuosismo de sus piruetas y sus saltos. Ciro Tamayo consigue volar, literalmente. «Nadie me enseñó a saltar, no era mi meta... pero de repente cuando crecí me di cuenta de que podía saltar más que los demás. A la gente le impacta eso», explica con total normalidad desde Montevideo, como si fuera de lo más sencillo elevarse varios palmos del suelo de un solo impulso.
Siete horas al día ensaya a las órdenes de Julio Bocca, un maestro «exigente, como tiene que ser». Reconoce que la primera vez que lo tuvo enfrente corrigiéndole la postura fue «chocante». «Es como cuando ves a un famoso en la tele...y luego te lo encuentras en persona. Es una sensación extraña», admite.
Su misión cada jornada es llevarse al límite, a «extremos a los que el cuerpo no está acostumbrado» y que le cuestan más de un dolor. Ya se sabe que los bailarines tienen una tolerancia por encima de lo normal. Es una carrera en la que «sacrificas tu cuerpo y a la que dedicas muchas horas». «Pero tampoco he conocido otra vida», señala el malagueño. Además, Ciro Tamayo no deja de ser un joven de 20 años al que le gusta divertirse y salir de fiesta con los amigos. También se necesitan liberar tensiones. «Hay que despejar la cabeza, porque acabas agotado no solo físicamente, también psicológicamente», explica el bailarín. A quien ahora se prepara para danzar algún día por el mundo le aconseja: «Lucha por ello y disfrútalo. Trabaja por mejorar y que lo que ocurra en el exterior no te afecte».
Marina Miguélez Ballet de la Ópera Estatal de Nuremberg
Una profesión que compensa todo el dolor y el cansancio
Contesta al teléfono en su día de descanso. La tarde anterior actuó y la siguiente también tiene función. Hay que aprovechar ese breve retiro en casa. Marina Miguélez reconoce que la falta de «tiempo libre útil» -que no haya que bailar, hacer la compra, recoger la casa...- es lo que peor lleva de su profesión, pero subir al escenario «lo compensa todo, da una felicidad increíble». «Sabemos que esto son pocos años. Ya vendrán otros más tranquilos», reflexiona la malagueña. Tiene 26 años y desde hace seis forma parte del Ballet de la Ópera Estatal de Nuremberg (Staatstheater Nurember), con dirección y coreografía del español Goyo Montero. Sus montajes se mueven entre lo neoclásico y contemporáneo, pero ella -formada en danza clásica- sigue colocándose las puntas de vez en cuando para no perder la técnica. Tras clases de ballet como calentamiento, arrancan siete horas diarias de ensayos y preparación. «Cuando llego a casa estoy reventada, me duele todo, pero ¡qué bien me lo he pasado!», exclama la bailarina. Acostumbrados a competir y pelear por tener un lugar en el escenario, la autoexigencia es una compañera más de viaje. «Siempre lo puedes hacer mejor aunque lo hayas bailado ya cien veces», afirma Miuélez.
Admite que la pasión con la que en Nuremberg se vive la danza no deja de sorprenderle. Allí los espectadores esperan a los bailarines a la salida del teatro y siguen su trabajo. «Vienen con la familia y repiten», cuenta Miguélez. Es lo que tiene que cada teatro de cada ciudad tenga su compañía residente, con una programación estable. «Así generas un público que te apoya y financia», argumenta.
Miguel Toro Ballet de la Ópera Estatal de Nuremberg
Cuando llevar el cuerpo al extremo «da la vida»
Recuerda que cuando estudiaba danza clásica en Madrid todos «fantaseaban» con el país en el que cada uno iba a terminar. Tenían claro que pocos o ninguno se quedaría en España. Y en su caso acertó. Miguel Toro hizo las maletas con destino a Nuremberg, donde comparte tablas con Miguélez por segunda temporada. A veces piensa que sería bueno volver y «ofrecer todo lo aprendido», pero sabe que lo que Nuremberg le da no lo encontrará en España. «La diferencia es bestial. La ocupación de cada espectáculo es del 95% del aforo y la inmensa mayoría son espectadores que asisten a todas las funciones», indica el malagueño. En España, por el contrario, «no hay cultura de danza». «Hay bailarines de sobra para crear compañías en cada teatro, pero en lugar de eso están repartidos por el mundo», lamenta.
Su formación es clásica pero ahora investiga nuevos movimientos a las órdenes de Goyo Montero. Sea la especialidad que sea, el reto es llevar siempre el cuerpo al límite. «Físicamente lo damos todo toda la semana y acabamos destrozados. Es mucho esfuerzo, pero esto nos da la vida, no nos la quita», aclara el joven. Tienen que privarse de ciertas cosas... «pero nos llenamos de otras». Por ejemplo, salir de fiesta a bailar «no es lo que más apetece» después de horas de ensayo. «Pero no es algo que nos duela, preferimos lo que estamos haciendo y disfrutamos con una buena cena», concluye.
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