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La pequeña tumba de Violette, un bebé de un mes, con el epitafio que dejaron sus padres: «... lo que viven las violetas».:: Antonio Salas
El paraíso eterno donde Violette mira al mar
CULTURA Y ESPECTÁCULOS

El paraíso eterno donde Violette mira al mar

El camposanto celebra su catalogación de BIC como mejor sabe: compartiendo sus secretos y luchando por su conservación El Cementerio Inglés entierra, pero no olvida. Sus muros esconden cientos de historias. Las ilustres y otras más pequeñas

ANA PÉREZ-BRYAN aperezbryan@diariosur.es

Jueves, 6 de diciembre 2012, 23:00

«Por favor, id con mucho cuidado cuando paséis por aquí». La petición, formulada casi en clave de súplica, sale de boca de Bruce McIntyre. Es la tercera o cuarta vez que cubre en apenas unas horas el sinuoso trayecto que desemboca en la tumba de la pequeña Violette, un bebé de un mes que reposa para siempre bajo el amoroso epitafio esculpido en mármol que un frío día de enero de 1959 dejó constancia del dolor de unos padres: «... ce que vivent les violettes» (lo que viven las violetas). Su breve historia quedó marchita casi a la misma velocidad que lo hace la flor. La suya es una de las cientos de biografías que esconden los rincones del Cementerio Inglés. Vidas enterradas, pero ni mucho menos olvidadas.

Una alumna de un colegio de la capital que esa mañana visita la necrópolis se acerca respetuosa al pequeño montículo de piedra que asoma a una de las pronunciadas terrazas de esta ciudad dormida. Las últimas lluvias han provocado un desprendimiento del terreno justo a esa altura y el acceso a la zona este del camposanto está visiblemente dañado. Abajo, al otro lado del talud, media docena de voluntarios desafía las bajas temperaturas y trabaja a contrarreloj para adecentar dos de las tumbas más afectadas por este movimiento de tierra. El termómetro apenas roza los doce grados, pero el sol del mediodía hace más agradable el paseo. El Cementerio Inglés es una pequeña joya patrimonial que se adivina escondida en plena avenida de Príes y que aún saborea el logro de su catalogación como Bien de Interés Cultural. La buena noticia llegó el pasado 21 de noviembre después de meses esperando a que se resolviera el expediente y tras años de reivindicaciones por parte de la fundación que gestiona y cuida el espacio desde que el Gobierno británico les cediera la propiedad en 2006.

A su cabeza está Bruce McIntyre, excónsul británico en Málaga ya jubilado que ha decidido quedarse a luchar por este precioso lugar. Su historia lo merece. Impulsado en el año 1831 por uno de sus muchos antecesores en el cargo, William Mark, el camposanto vino a revestir de dignidad el enterramiento de los británicos que morían en Málaga y que hasta el momento eran sepultados de pie en la playa «a merced de las olas y de los perros». Las inflexibles leyes de la época no permitían a los anglicanos reposar junto a los católicos, de ahí la necesidad de habilitar un espacio adecuado para los que profesaban esa religión. Hoy en día, sin embargo, las más de dos hectáreas de cementerio -distribuidas en torno a varias plantas- son el espejo de una ejemplar convivencia de anglicanos, luteranos e incluso católicos. La eternidad parece que pone a todos de acuerdo.

La zona más antigua de la necrópolis, que ocupa la zona superior, sí deja constancia de la costumbre de enterrar a los muertos en la playa, con todas las tumbas recubiertas de caparazones de conchas. El primer inquilino del camposanto también tiene su historia. Como todos. «Es Robert Boyd, compañero de Torrijos y un enamorado de la causa liberal que fue fusilado con él y otros 46 hombres en las playas de San Andrés», explica Mar Rubio. Su discurso desborda una pasión que contagia al que lo escucha. No en vano, desde que terminó la carrera de Historia en 2009 y un master en Gestión Patrimonial poco después, la trayectoria de esta joven también ha permanecido ligada al camposanto. «El lugar enamora», observa Rubio, que decidió llevar a la práctica toda la teoría que había recopilado en su tesis de fin de master. La Fundación Cementerio Inglés de Málaga acogió con entusiasmo su proyecto y a día de hoy ya acumula unas cuantas actividades que se han celebrado bajo el paraguas de la empresa que ella mismo creó, Cultopía.

Una de ellas tiene como protagonistas, precisamente, al general Torrijos y a su compañero Robert Boyd, cuya historia será recuperada el próximo 14 de diciembre «en una teatralización que tendrá lugar el mismo cementerio». La iniciativa conmemora un doble aniversario: por una parte el fusilamiento de esta pareja de liberales (11 de diciembre de 1831) y por otro el hundimiento del buque escuela de la Armada Imperial alemana Gneisenau en la costa malagueña (16 de diciembre de 1900). Los más de cuarenta marineros que perecieron en el naufragio también descansan en un lugar destacado del cementerio. Y con ellos, su capitán, que por rango ocupa una tumba diferente en la zona noble de la necrópolis. Cuentan que por las noches su espíritu vaga en busca de sus hombres...

A medio camino entre ambos enterramientos, casi a espaldas de Violette, reposa otra pareja ilustre de la historia de Málaga. Perfectamente alineadas en un extremo de la ladera norte, una lápida con una inscripción en inglés deja constancia de la identidad de su inquilina: la escritora Gamel Woolsey, que habría de esperar más de dos décadas a que su segundo marido, el hispanista Gerald Brenan, mirara para siempre con ella hacia el mar, cuyo horizonte se adivina azul y limpio desde esa parte del camposanto. «El cuerpo de Brenan tardó más tiempo de la cuenta en llegar hasta aquí, porque él donó su cuerpo a la ciencia y permaneció un tiempo en la Facultad de Medicina; además tanto las Alpujarras como Alhaurín el Grande, lugares donde vivió, reclamaron su derecho a enterrarlo en sus respectivos cementerios», explica Rubio, que encadena una anécdota tras otras mientras McIntyre se despide del grupo de alumnos que apura los últimos minutos entre las tumbas.

El capítulo de grandes nombres sigue escribiéndose en la persona de Jorge Guillén. Allí quiso el poeta descansar para siempre. Y no porque fuera anglicano o católico. Qué más da. En su caso quedó enamorado de un poema de Paul Valery que tradujo de joven y que evocaba las excelencias de un «cementerio marino». «¡Allí la mar leal duerme en mis tumbas!...», reza uno de los versos. Cuando Guillén descubrió que ese idílico lugar existía, y que no tenía que salir de Málaga para encontrarlo, tuvo claro que en el Cementerio Inglés cerraría el círculo de sus días. A su lado, también su esposa, Irene Mochi-Sismondi. Ambos descansan bajo una lápida que fue sustituida hace unos años y que esconde una de esas anécdotas curiosas que regalan los guías a los sorprendidos visitantes: por un error pone que Guilén murió un mes de enero, cuando en realidad lo hizo en febrero. «¡Lo mataron al pobre un mes antes!», suspira Rubio mientras dirige sus pasos a la inmaculada lápida de la mecenas británica Marjorie Grice Hutchinson, economista, hija predilecta de Málaga y entusiasta colaboradora del Cementerio Inglés.

Todos ellos escriben una historia que se completa con otros cientos de capítulos. «Habrá unos 1.800 enterramientos», calcula por encima el presidente de la Fundación, que aún hoy sigue recibiendo peticiones para depositar urnas de cenizas. «Cuerpos ya no se entierran», acota McIntyre, que desanda el pequeño trayecto que conduce a la tumba de Violette mientras sigue con atención los trabajos de los voluntarios. Entre todos adecentan las tumbas, retiran malas hierbas o limpian lápidas. Parece que todas las manos son pocas. Ahora queda pendiente arreglar la fuente de la entrada, que pierde agua y que pone en peligro la supervivencia de la pequeña colonia de peces que nada ajena a la vida que, a pesar de todo, discurre plácida tras la verja. Al fin y al cabo, en eso tiene que consistir el paraíso eterno. En eso, y en mirar al mar.

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