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Ojos de niño
TERRITORIOS. COSAS TRANSPARENTES

Ojos de niño

La ilusión se esfuma cuando desaparece la inocencia. Juan Marsé recrea esa época de la vida en la que sobrevive la ilusión en su última obra, 'Caligrafía de los sueños', que transcurre en el barcelonés barrio de Gracia

JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA

Sábado, 5 de marzo 2011, 03:05

Cuando me puse a leer la última novela de Juan Marsé, 'Caligrafía de los sueños', tuve la mágica sensación de volar en un zeppelín que se abría paso lentamente en la niebla. De pronto, la bruma se disolvió y pude ver cómo emergía entre los retazos de nubes, como un espejismo, la república independiente del barrio de Gracia. El dirigible continuó navegando por el aire hasta la plaza Rovira y luego comenzó a descender. Los personajes que aguardaban quietos en las calles del libro, como las figuras de las maquetas que hay en los escaparates de las inmobiliarias, se convirtieron en seres reales. Me mezclé con ellos y conocí a Ringo, el muchacho que me iba a servir de guía por ese barrio de Barcelona que siempre me resultó entrañable y diferente. La novela me absorbió de tal manera que durante el tiempo que la estuve leyendo desapareció todo lo demás. Fue como vivir en una isla cercada por la niebla. La isla de Gracia. El mundo de Juan Marsé.

La historia que Marsé nos cuenta en 'Caligrafía de los sueños' transcurre en el barcelonés barrio de Gracia. Hubo un tiempo en el que yo estuve vendiendo rosas con mi amiga Tita por los restaurantes de ese barrio que era una especie de isla que funcionaba al margen de la gran urbe. Igual que esas ciudades fantásticas de la literatura que se desprenden de la corteza terrestre y flotan como nubes por el espacio infinito. Eso consigue hacer Juan Marsé con los barrios y las calles de Barcelona que recrea en sus novelas. Ahora nos traslada al barrio de Gracia como antes lo hizo al Guinardó, el Carmelo y La Salud.

Me vienen a la memoria aquellos maravillosos años, entre finales de los setenta y principios de los ochenta, durante los cuales fui feliz en ese estado de Gracia. Eso sucedió treinta años después de que Ringo agarrara su primera borrachera con el cojo Abel Alonso y palpara el culo de Violeta en la novela de Marsé. Cuando al muchacho le amputaron un dedo de su mano de pianista y aprendió que por mucho que creamos conocer a las personas al final siempre nos sorprenden. Leyendo 'Caligrafía de los sueños' he vuelto a pasear por una ciudad que ya no existe y he recuperado un lenguaje olvidado. Esas palabras que ponen nombres a objetos y cosas que se han perdido en la bruma del tiempo.

No importa en qué lugar me encuentre ni cuántos años hayan transcurrido, las novelas de Juan Marsé siempre obran el milagro de hacerme retornar al mundo de la adolescencia. Me siento en el bordillo de la acera de calle Torrente de las Flores o en el peldaño de la portería del número 38 de calle Muntaner y escucho ensimismado las 'aventis' que me cuenta Ringo Marsé. Oír sus 'aventis' es tan emocionante como acudir a aquellas sesiones dobles de los cines de barrio donde se proyectaban películas fatigadas de tantas reposiciones y en las que resplandecía toda la luz que faltaba en las calles tristes y oscuras de la posguerra. Salas de cine con nombres emblemáticos en las que Ringo entraba gratis porque su padre conocía a todas las taquilleras y acomodadores de Barcelona. El padre de Ringo era el jefe de una brigada de los Servicios Municipales de Higiene, Desinfección y Desratización de locales públicos. Sí, el Ringo de 'Caligrafía de los sueños' tiene un padre matarratas.

La ilusión se esfuma cuando desaparece la inocencia y Marsé recrea esa época de la vida en la que -a pesar de las ratas azules, las calles grises y los fantasmas vestidos de uniforme- sobrevive la ilusión. El universo literario de Juan Marsé está poblado de héroes secretos y heroínas misteriosas. La atmósfera de sus novelas nos cautiva y nos embruja. Cuando acabamos de leer 'Caligrafía de los sueños' ya nada vuelve a ser igual, como sucede con las grandes novelas, algo, dentro de nosotros, ha cambiado para siempre. La magia y el valor de la buena literatura consiste en narrar la épica de la vida cotidiana y eso es lo que prevalece en las novelas de Marsé.

Marsé tiene ojos de niño. Mira la vida con esas pupilas chispeantes capaces de mantener intacta su capacidad de asombro. La vida y la literatura lo mantienen joven. Sus personajes también miran la vida con la crueldad de los santos inocentes. El cojo Abel Alonso y la heroica señora Mir tienen también ojos de niño. No pierden la ilusión ni siquiera cuando esperan que pase el tranvía por una vía muerta. Los ojos del niño Ringo Marsé nos guían por esa ciudad que resurge del olvido. Cuando vuelva a Barcelona visitaré el barrio de Gracia de la novela, entraré en el bar bodega Rosales y saludaré a la señora Paquita. Le hablaré de los amores contrariados de la novela de ese muchacho que pasaba el tiempo mirando a través de la ventana, solo y meditabundo, con los nueve dedos de sus manos tamborileando en la mesa como si estuviera afinando un piano. Luego iré a ver los raíles del tranvía incrustados en lo que queda del viejo adoquinado y evocaré aquel domingo de hace muchos años, cuando «la ciudad era menos verosímil que ahora, pero más real»", y la señora Mir, Vicky Mir, la sanadora, la heroína solitaria, la mujer de carne y huesos fue a recostarse de espaldas sobre esos raíles. Así empieza la última gran 'aventi' de Juan Marsé. Una historia de amores contrariados y sobres de color rosa y lluvia y alcantarillas.

Creo que los detalles autobiográficos otorgan a las novelas mayor fuerza y credibilidad. Tengo la certeza de que algunos retazos de la vida de Marsé aparecen en Ringo. A veces, las historias biográficas son más extraordinarias e increíbles que aquellas que produce la imaginación. Ringo Marsé lo sabe porque ha vivido en su propia piel esas historias inverosímiles que se apoderan de la realidad y marcan nuestras vidas. Él sabe que estamos en manos del azar y que el destino suele estar escrito en una carta que nunca recibimos.

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