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M. V. M.
Sábado, 27 de marzo 2010, 02:33
Marañón siempre defendió el imperio de la ética («el escudo con el que yo soñaría: el fin no justifica los medios») sobre cualquier otro interés. Su visión humanista no es ajena de un muy cristiano sentimiento de amor al prójimo, de comprensión de los demás: «Acaso por ser médico, por haber visto a miles y miles de españoles en la profunda autenticidad que da el sufrir, tengo de la humanidad ibérica una idea mucho más alta y entrañable que la que nos enseña el artificio de la vida social y la espuma de ese artificio que recogen las crónicas... En este conocimiento fundo mi inquebrantable optimismo en el porvenir de España». Ese patriotismo sentimental tiene formulaciones intensas «Si el amor a España es la raíz y el decoro de mi existencia, es no solo porque nací en la península de los altos y tristes destinos, sino porque he empleado las horas de más noble afán de mi vida en conocerla, palmo a palmo con la minucia incansable con que buscamos hasta las honduras recónditas del alma de la mujer amada. Por eso amo tanto a España; porque la conozco, hasta los más remotos hontanares de su alma y de su tierra... por eso también creo en ella». No obstante, su visión humanista no se circunscribe al terreno patrio, sino que abarca más allá y descansa su peso en la juventud: «Humanismo se manifiesta en la comprensión, la generosidad y la tolerancia que caracteriza en todo tiempo a los hombres impulsores de la civilización. Hay que clamar para ensalzar al humanismo, pedir y desear que la juventud sea humanista, o al menos una parte de ella, que bastaría para que se salve el mundo». Y su esperanza de progreso para la civilización no es ajena a un espíritu profundamente religioso: «Ciego será quien no vea que el ideal de la etapa futura de nuestra civilización será un simple retorno de los valores eternos y, por ser eternos, antiguos y modernos: a la supremacía del deber sobre el derecho; a la revalorización del dolor como energía creadora; al desdén por la excesiva fruición de los sentidos; al culto del alma sobre el cuerpo; en suma, por una u otra vía, a la vuelta hacia Dios».
Toda esta interpretación ética y trascendente de la realidad la llevó también Marañón a su profesión interpretada casi como una labor sagrada: «Si ser médico es entregar la vida a la misión elegida. Si ser médico es no cansarse nunca de estudiar y tener todos los días la humildad de aprender la nueva lección de cada día. Si ser médico es hacer de la ambición nobleza; del interés, generosidad, del tiempo destiempo; y de la ciencia servicio al hombre que es el hijo de Dios. Si ser médico es amor, infinito amor, a nuestro semejante... Entonces ser médico es la divina ilusión de que el dolor, sea goce; la enfermedad, salud; y la muerte, vida».
Josep Pla supo ver en la actitud crítica de Marañón, su capacidad de desligarse de banderías partidistas, un rasgo de liberalismo: «Don Gregorio fue un liberal, porque se mantuvo siempre contra el espíritu violencia y no digamos contra la violencia geológica y concreta. Su buen sentido, su liberalismo, fue total, por una razón muy clara: porque se enfrentó no solamente contra los desafueros de las mayorías, sino contra el de las minorías. Esto es importantísimo, por su singularidad en un país de tanta pasionalidad de clima, de manera de ser y de temperamento». El propio Marañón lo definió de forma lapidaria: «el ser liberal no es una política, sino un modo de ser» o, en otras palabras, «no puede ser político quien tenga el compromiso de ser a toda costa leal con su propia conciencia». Tal vez la lealtad a la propia conciencia es lo que hace que Marañón, entre nosotros y hoy, sea algo lejano, un nombre sólo de un hospital, tal vez de una calle.
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