Aunque el partido tuvo mucho de lo que hablar y no por su calidad, todo lo vivido anoche en el descanso del partido dejó en un segundo plano el resto de la noche. Por una vez, Málaga, encabezada por su admirable alcalde, abandonó esa fama ... de madrastra con sus hijos que durante tiempo le ha acompañado para volcarse con el gran impulsor del baloncesto en nuestra tierra. Allí estábamos todos, y Alfonso Queipo de Llano pudo sentir el calor de las autoridades. Su familia, los antiguos amigos con los que se pasaba el balón en los años cincuenta del siglo pasado, sus compañeros del Málaga y la legión de jugadores a los que entrenó y formó, sus discípulos grandes entrenadores y, lo más importante: los integrantes del club Unicaja, sus deportistas, dirigentes y aficionados, principales depositarios de su gran legado. Conocí a Alfonso hace más de sesenta años y no me he tropezado con nadie igual ni parecido siquiera. Tampoco puede extrañarnos a nadie, porque dicen que personajes legendarios como él sólo aparecen de siglo en siglo. Afortunadamente, nuestro baloncesto tuvo la enorme fortuna de encontrarse con uno de ellos, y ayer disfrutó de la oportunidad de agradecerlo y festejarlo.

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Y, volviendo al juego, conviene señalar que Katsikaris hizo arrancar a su equipo otra vez con tres hombres altos, aunque sin mucho acierto. En el segundo cuarto, cambio tras cambio, el técnico local buscó compatibilidades y equilibrio ataque-defensa, aunque el despegue local llegó tras un largo rosario de fallos de su rival. Tras el descanso, el técnico griego insistió en un tercer hombre alto, aunque daba la impresión de que el partido ya estaba roto. Sin embargo, la defensa local no estaba por la labor. Katsikaris retocó su quinteto y se acordó de nuevo de Suárez, el único de sus hombres que centraba la atención en el juego colectivo. Sin emoción ni calidad se entró en el último cuarto, en el que Barreiro volvió a poner en evidencia sus dificultades para jugar de alero, y Francis Alonso su facilidad para el tiro exterior.

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