sergio de los santos
Sábado, 23 de noviembre 2019, 00:11
Mi suegra tiene 72 años. Pero cuando le preguntan asegura que va a cumplir 27. Siempre hace la misma broma. Disfrutó de su primer teléfono móvil con más de 50 años. Un Nokia indestructible que todavía conserva en un cajón y con el que ahora juegan sus nietos. Nunca se interesó por Internet hasta que tuve que comprarle «uno de esos teléfonos con el Whatsapp» allá por 2014. Desde entonces, su vida digital no ha parado de desarrollarse. Tiene mensajería instantánea y correo electrónico, cuenta en Facebook, Gmail, perfil de Apalabrados y periódicos 'online'. Consulta las redes sociales, las facturas, pide cita para el médico, se comunica con todo el mundo, mira vídeos de cocina y gana al cinquillo 'online'. Se desenvuelve perfectamente en esta era digital y sus nietos, amigas y vecinas la alaban por ello. «¡Cómo se defiende usted con la tecnología, suegra!», la felicito yo, a veces. Pero no es cierto. La mayor parte de las veces no tiene ni la menor idea de lo que está haciendo.
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«El teléfono me va lento», me confiesa un día, y se me eriza el pelo. «Pero no hay prisa -me dice-, termínate el filete que te he preparado y luego lo miras, no pasa nada«, me tranquiliza mientras sigue cocinando. »¿Está bueno? ¿Te frío un huevo?».
Agarro el teléfono y entro sin contraseña, patrón o PIN alguno. «Le dije a tu cuñado que lo quitara porque de verdad, los niños me 'roban' el teléfono para jugar todo el tiempo y así es más fácil». Efectivamente, mis hijos y sus primos buscan en el móvil de la abuela esas aplicaciones que yo mismo les prohíbo, porque tiene la pantalla muy grande (la señora cada vez ve menos) y ahí es donde conservan todos sus récords y juegos almacenados. Sin restricciones, le instalan 'apps' como si no hubiera un mañana, se suscriben a canales de Youtube (queriendo o no), le aceptan notificaciones… Hasta que al teléfono no le cabe ni una foto, bulo, 'fake news' o archivo más. Ha vuelto a agotar la memoria interna y la SD que le compré hace poco.
Le explico que debe borrar fotos innecesarias, chistes, gatitos y demás morralla porque ocupan espacio en el teléfono. Que no conserve ni reenvíe todo mensaje idiota que le llegue por Whatsapp a sus grupos. ¿Y cómo sé si es un bulo? Pues muy fácil, señora: si le viene reenviado de alguien y pone que debe ser reenviado a su vez… es mentira, mire usted qué fácil. Me observa y enseguida comprendo que no me cree. «Nadie es tan cruel como para jugar con el cáncer de un niño de Wisconsin, y aunque sea mentira, no cuesta nada apoyar a esa familia». Parezco leerle el pensamiento. Yo le borro el contenido inútil cuando puedo y ocasionalmente aligero la carga con mi disco duro externo, pero entra más que sale. Varios grupos de amigas crédulas y ociosas producen más en Whatsapp en siete días de lo que una tarjeta SD puede almacenar a la semana. Pero guardarlas aparte no es la solución porque así nunca las ve. Así que intento que suba las fotos más importantes a la nube, a su espacio gratuito que le regala el correo, pero no se aclara bien con el concepto o la clasificación de las fotos y dice que le va lento cuando quiere verlas. Pero no importa porque no tiene la menor idea de cuál es su contraseña en la nube. Ponme una fácil, me recomienda.
Intento organizar bajo mi criterio las fotos, borrando las irrelevantes, eliminando aplicaciones que se usan poco. Algunas son 'adware', que pueden ver qué hace con el teléfono y emitir anuncios muy acordes con sus gustos y búsquedas. Otras pueden robar los contactos, enviar información de la localización, utilizar cookies permanentes… tiene un buen ramillete de 'apps' sospechosas. Limpiando el teléfono, descubro horrorizado que en los SMS hay mensajes de un servicio 'premium' por el que le están cobrando unos 7 euros a la semana. Parece que es reciente y todavía no lo ha detectado en la factura. Maldita sea, me lleva un rato y varias llamadas a la operadora darme de baja… aun así lo hemos pillado a tiempo. Supongo que ha seguido a ciegas las instrucciones de algún anuncio un poco turbio y ha confirmado su alta voluntariamente. Ella me dice que eso no puede ser porque no usa los SMS desde hace muchos años. Lo que ha ocurrido es que no distingue la interfaz de los SMS en estos teléfonos de cualquier otro chat. Le digo que no es grave, para que no se altere.
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Consigo algo de espacio en la memoria para operar, pero lo que más me preocupa es el acceso libre al teléfono. Mi suegra es olvidadiza. No hay tienda del barrio donde no se haya olvidado el bolso alguna vez ni clase de ganchillo a la que no haya vuelto por él. Le intento explicar que aunque sea más cómodo para los niños, en el teléfono se centraliza mucha información importante. «Es el eslabón más débil». Aunque es un tópico en seguridad, a ella no le importa porque nunca lo ha oído ni se lo han explicado. ¿Qué pasa si pierde el teléfono? Le planteo. Quien lo encuentre podría tener acceso no solo a lo evidente (Whatsapp, Facebook, fotos, etcétera) sino que además podría entrar en su correo electrónico. A partir de aquí, media vida digital quedaría comprometida. Basta con que vaya a todos los servicios que usa mi suegra y pulse en «He perdido mi contraseña». Un correo de 'reset' le llegará al correo en el móvil (no protegido) y podrá modificarla. Habrá perdido el acceso. Le habrán robado todo. Desde el perfil de Apalabrados a los periódicos 'online', desde las redes sociales a las facturas de luz, pedir cita para el médico y acceder a sus análisis clínicos. Y lo que es peor, a las fotos de sus nietos en la bañera o en la playa. No gano para escalofríos.
Desinstalo aplicaciones, elimino suscripciones, borro ficheros y apago NFC y Bluetooh para optimizar batería. No sé cómo, parecen activarse solos cada poco tiempo. Se acerca ofreciéndome una taza de café. «¿Cómo va?» «Mal, -le respondo- muy mal…» y resoplo. Compraré espacio en la nube para que pueda seguir almacenando fotos y disponer de ellas, pero si no protege el acceso, estarán totalmente expuestas a quien acceda al teléfono y pulse un botón. Se lo explico con calma pero se ríe y me dice lo que ya veía venir. «¡Pero si yo no tengo nada que esconder! ¡Quién va a querer ver lo que hace una vieja de '27' años?»
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Se va. Limpia un poco. Vuelve. «Pues oye, cuando lo arregles, mira a ver si puedes apagar el GPS para que los del INE no sepan dónde me muevo con el teléfono, que he visto en las noticias que van registrar todo lo que hago para ver mis movimientos. ¿Eso lo puedes quitar, no?» Se siente orgullosa de conocer la palabra GPS, aunque no sabe que no tiene nada que ver con lo que me ha dicho. «Claro, suegra, claro… ahora lo apago».
Termino el café y de camino al baño oigo un ruido en la sala de estar. Mi sobrina de 13 años sostiene el móvil frente a un espejo. Mueve los labios y baila, pero sin sonido. Su abuela (mi suegra) dice siempre que parece una loca. Ni siquiera repara en que la he sorprendido, está totalmente concentrada. A los pocos segundos, sonríe y manipula el móvil. Ahora ríe. Alguien ha respondido al vídeo con algo muy divertido. Pero en ese momento alza la vista y me descubre. Se enfada: «¡Oye, es que no se puede tener intimidad en esta casa!»
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Cierro la puerta y la dejo estar. El filete estaba riquísimo y necesito una siesta.
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