Inmolación de un romántico. Así tituló Julián Sesmero un artículo sobre Joaquín Martínez de la Vega. Gustavo García-Herrera fue el primero en estudiar en ... profundidad su vida y obra. Su biografía obtuvo el primer premio del concurso convocado por la Diputación de Málaga en 1961. Este libro, ameno y bien ilustrado, nos puede servir para adentrarnos en la figura de un pintor que alcanzó en su época justa fama y renombre.
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Joaquín Martínez de la Vega nació en Almería en 1846, hijo de padres malagueños. Su padre era funcionario de la Administración del Estado y estuvo destinado en distintas ciudades andaluzas. Tras formarse en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, como alumno de Federico Madrazo, llegó a Málaga en 1868, a los veintidós años. Se instaló en un pequeño apartamento encima del café de la Loba, en la plaza de la Constitución.
En 1870, con solo veinticuatro años, sorprendió a todos con su Coronación de Dante, pintada en el techo del salón de actos del Liceo. Su fama no dejaba de aumentar. Sus obras comenzaban a colgarse en los salones de aristócratas y poderosos. Al poco abrió su propio taller de pintura en la calle Méndez Núñez, esquina a la de Granada, donde más tarde estuvieron los famosos almacenes El Águila. Sus alumnas, casi todas hijas de la burguesía malagueña, recibían allí clases de adorno. También eran solicitadas sus lecciones en otros colegios malagueños para dar clases de dibujo y colorido. Desde 1882 fue profesor de la Escuela de Bellas Artes. Todo este trabajo le proporcionó unos buenos ingresos que le permitían una vida desahogada y poder alternar con señoritos y pudientes.
Joaquín Martínez de la Vega era un hombre alto, de buena figura, arrogante, de mirada profunda, bigote a la moda. Iba siempre impecablemente vestido con levita, corbatín, capa española y relucientes zapatos de charol. A su paso, su perfume dejaba un seductor aroma. Martínez de la Vega era un donjuán, un rompecorazones, de los que no tratan muy bien al sexo femenino. A los cuarenta años decidió dejar su vida de galanteo y de juergas para sentar cabeza, casándose con Dolores Casilari Bailón, hija de su amigo Santiago Casilari. Tuvieron una hija, Milagros. Su muerte, antes de cumplir el año de vida, sumió a Joaquín en la desesperación. Entonces se volvió muy celoso y veía por todos lados infidelidades. Su mujer falleció en 1893, a los siete años de matrimonio. Martínez de la Vega buscó refugio en el alcohol y en las drogas. Pero todavía estaba en la cima de su carrera: el Ayuntamiento de Málaga bautizó con su nombre la calle de la Bolsa en 1895.
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En el último tercio del siglo XIX se dan cita en Málaga un gran número de pintores al arrimo de la vigorosa burguesía local, de comerciantes e industriales, que les encargan retratos y todo tipo de obras de los temas más variados (marinas, paisajes, bodegones, cuadros de tema histórico...). Por entonces la moda romántica estaba en plena efervescencia. Este florecimiento cultural dio lugar a la llamada escuela malagueña, con pintores de la talla de Bernardo Ferrándiz, Antonio Muñoz Degrain, Enrique Simonet y Lombardo (estos tres primeros valencianos de nacimiento, pero afincados en Málaga); Leoncio Talavera, José Moreno Carbonero, José Blanco Coris, José Denis Belgrano, José Nogales, Horacio Lengo o Emilio Ocón (los dos últimos nacidos en Torremolinos y en el Peñón de Vélez de la Gomera, respectivamente). A este listado, seguramente incompleto, tenemos que sumar a nuestro biografiado, Joaquín Martínez de la Vega, que es por su estilo el más cercano a la modernidad. Tan importante fue la escuela malagueña de pintura que, según Baltasar Peña, en Málaga pudo haber en el siglo XIX más de 350 pintores.
La conoció una noche de fiesta en el Liceo. Pepita Cestino Utrera, a sus diecisiete años, estaba en el esplendor de su belleza. Pepita era huérfana y había sido criada por una tía suya que se oponía a la relación por la fama de mujeriego y de borracho del pintor y por la diferencia de edad, ya que nuestro protagonista contaba ya por entonces cincuenta y cuatro años. Pepita, quizá por la negativa de su tía, veía cómo su amor adolescente aumentaba: Joaquín la tenía embrujada. Se casaron en San Juan, con pocos invitados, y fueron a pasar la noche de bodas en la finca que la familia Cestino tenía en la Colonia de Santa Inés, frente a la fábrica de ladrillos. Pero él llegó borracho. A la mañana siguiente, Pepita abandonó sigilosa la habitación. Tenía cara de haber llorado y de haber pasado la noche en vela. Volvió andando a casa de su tía, de donde nunca debía haber salido. Allí vivió hasta su muerte. Nunca más vio a su esposo de una noche. Murió a los setenta y ocho años sin haber conocido otro hombre. Según el propio Martínez de la Vega, él se casó por fastidiar a la tía, que había jurado que nunca contraería sagrado matrimonio con su sobrina.
Desde entonces, se dedicaría a pintar dolorosas y eccehomos. A veces pagaba con alguna de sus obras en las tabernas en las que no le querían fiar. Alcohólico y drogadicto, ya no tenía alumnas en su taller. Alquiló una habitación en el parador de San Rafael, donde pintó su aposento y parte de la galería superior. Allí falleció el 4 de diciembre de 1905, en las más fría de las soledades. «Humillante y deshonrosa muerte», la calificó Sesmero. El Ayuntamiento quiso honrar su memoria con una lápida que aún se conserva.
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