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Si ayer tratamos de los 'hunos' hablemos hoy de los 'hotros', para demostrar que durante la última contienda fratricida ambos bandos sembraron el horror. ... En nuestra ciudad, al fracasar el golpe de estado, el poder efectivo en la calle lo ejercieron los comités. La represión en la Málaga frentepopulista, conocida como «el terror rojo», la ejecutó el Comité de Salud Pública, cuyos hombres fuertes eran Francisco Millán López y Miguel Ortiz Acevedo.
Los milicianos se propusieron «limpiar» Málaga de los principales enemigos de la revolución: los fascistas. Utilizaban para sus desplazamientos vehículos requisados y se agrupaban en patrullas, bautizadas con nombres tan siniestros como la 'Patrulla de la Muerte', del 'Amanecer' o de la 'Metralla'. La información la recibían de delatores y agentes secretos. Pongamos un ejemplo. El 18 de agosto de 1936, dos patrullas se dirigieron a la casa de los hermanos Francisco y Miguel Muñoz en el Lagarillo Blanco, en la falda del cerro de San Antón. Después de saquear la vivienda, robando alhajas y dinero, los llevaron al Arroyo de los Ángeles, los bajaron del coche y los mataron.
Los principales lugares elegidos para los fusilamientos fueron el callejón de la Pellejera (hoy calle Peso de la Harina), los altos del Camino Nuevo o las tapias del cementerio de San Rafael. Los historiadores calculan entre 2.500 y 2.800 los fusilados en la provincia de Málaga durante los siete meses que estuvo bajo el control de la República. Y cuando las tropas nacionales entraron en la ciudad liberaron a seiscientos presos. Entre los asesinados hubo familias completas como José María Oppelt y sus tres hijos o los seis hermanos Briales Franquelo.
Otras veces los métodos eran más sibilinos. Era frecuente pasear atado por la calle a algún sospechoso de manera que todo el mundo lo viese. Luego lo soltaban para que los 'incontrolados' lo matasen. Además, en Málaga hubo algunas checas, esto es, lugares de detención y de tortura. Las más importantes estuvieron en un piso de la calle Echegaray, esquina a San Agustín, y en Villa Salcedo, en la Caleta. También fueron famosas 'las sacas', que consistían en vaciar las cárceles de presos para fusilarlos como represalia a los bombardeos de la aviación franquista. En la saca del 24 de septiembre asesinaron a ciento siete presos en las tapias de San Rafael. Cuenta un testigo que, al llegar al cementerio, era tal el número de cadáveres esparcidos por la carretera que era imposible circular, «lo que no impedía a los carros de basura, coches de la FAI, transitar pasando por encima de ellos».
Algunos consiguieron escapar a tanta vesania ocultándose en las casas. Fueron conocidos como topos. El exalcalde Francisco García Almendro se refugió con toda su familia en una buhardilla en el número 33 de la calle Granada. Cuentan que, cuando las patrullas registraban el edificio, le entraba una risa nerviosa que a punto estuvo de delatarlo. Hasta hubo un caso de alguien que estuvo escondido en un panteón y los familiares le llevaban cada día la comida disimulada en un ramo de flores. Otros se salvaron gracias a la labor humanitaria de ciudadanos ejemplares como el impresor Salvador Domínguez o Porfirio Smerdou, quien refugió en su casa del Limonar, Villa Maya, a más de cien personas a la vez.
Durante todo este tiempo el buque Marqués de Chávarri, surto en el puerto, se utilizó como barco-prisión. Pedro Luis Alonso fue detenido en el Cónsul el 17 de enero de 1937. Su delito consistía en haber sido concejal monárquico. Fue conducido a la Aduana y allí permaneció encerrado en un calabozo sin probar bocado durante dos días y con el suelo lleno de orines, pues no había otro lugar donde poder hacer sus necesidades. A los cinco días fue conducido al Marqués de Chávarri. En el puerto le pusieron contra el muro del morro: «Entonces se planteó una discusión entre milicianos comunistas y anarquistas sobre si debían fusilarme o no». Así estuvo durante tres horas, con su vida pendiente de un hilo. Al final triunfó la sensatez y lo subieron al barco.
Por una carta que escribió Pedro Luis Alonso a una hermana conocemos algunos detalles de la vida cotidiana en esta prisión flotante. Al llegar lo encerraron en una carbonera, donde parecían que todas las ratas del barco se habían cobijado. «Era horroroso defenderse de ellas. En solo una noche me llené de piojos de manera espantosa». Ya en la cubierta, los presos se levantaban a las ocho y se lavaban con el resto sobrante de una botella que les llenaban como ración diaria. Se despiojaban unos a otros. Las necesidades se hacían a la vista de todos en un balde que luego bajaban al mar para limpiarlo. Y lo peor era «estar esperando siempre en cada momento la muerte segura, por cualquier cosa, por pequeña que fuera».
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