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VÍCTOR HEREDIA
Miércoles, 26 de julio 2023, 00:25
Cuando acudimos al Teatro Cervantes puede que en algún momento nuestra mirada se dirija hacia arriba y quede atrapada por el imponente panorama que encontramos ante nuestros ojos. Es el retrato que los artistas Bernardo Ferrándiz y Antonio Muñoz Degrain hicieron de la ciudad en plena etapa de esplendor industrial y mercantil. Contamos con la posibilidad de contemplar, más cómodamente, el boceto que se expone a la entrada de la sección de Bellas Artes del Museo de Málaga, con un espacio propio y acompañado de un panel con amplios textos explicativos.
Es, por tanto, una obra que podemos ver en dos escalas y que nos acerca a la prosperidad malagueña de mediados del siglo XIX, basada en el florecimiento de una agricultura exportadora, el desarrollo de actividades industriales vinculadas a los sectores siderúrgico, textil y químico, y la expansión del comercio.
Ferrándiz había llegado a Málaga poco antes al conseguir por oposición la cátedra de Colorido y Composición de la Escuela de Bellas Artes. El 24 de mayo de 1870 firmó el contrato para realizar la decoración pictórica del nuevo Teatro Cervantes. El encargo procedía de una sociedad que había acometido la empresa de construir un nuevo teatro en el solar donde había habido otro, incendiado el año anterior. El diseño fue encargado al arquitecto Gerónimo Cuervo, también recién llegado a la ciudad. Para el techo se especificaba el tema, una «alegoría de Málaga con su Puerto, Estación del ferrocarril, y la Agricultura, Industria y Comercio». En el telón debía representar «las artes expuestas por el realismo». El precio del trabajo se establecía en 40.000 reales y en una butaca a perpetuidad.
El boceto fue trasladado a una versión final que hoy en día sigue cubriendo el patio de butacas del Teatro, con unas respetables dimensiones de 9 metros de ancho por 16,5 metros de alto, y una superficie pintada de casi 150 metros cuadrados, que fue restaurada en 2005 por iniciativa de la Fundación Málaga. Según Teresa Sauret, la obra fue reconocida inmediatamente como «un signo parlante de los intereses de la Málaga del siglo XIX». Para Belén Ruiz ayudó a «construir y proclamar una imagen, la de la ciudad y sus habitantes que se vanaglorian de sus virtudes y conquistas».
Ferrándiz concibió una composición que reflejaba los hitos de la ciudad contemporánea y para la que, por su magnitud, tuvo que recurrir a la ayuda de su amigo Muñoz Degrain. El abigarrado paisaje que se descubría sobre el público no fue entendido por muchos, aunque tanto el arquitecto como el pintor recibieron una sonora ovación el día de la inauguración, el 17 de diciembre de 1870. Un periodista escribió que el tema no era el más adecuado: «Un techo debe ser siempre un techo, o a lo más un cielo».
El centro está ocupado por un monumento con una escultura femenina sentada con el caduceo del dios Mercurio, atributo del comercio, y una tabla que puede ser la Lex Flavia Malacitana. Alrededor de esta representación de la ciudad se agrupan figuras femeninas e infantiles y otras representaciones de actividades agropecuarias: frutas y verduras de la tierra, aves de corral, ovejas y cabras. A la derecha vemos una escena de descarga de caña de azúcar y, abajo, un grupo de pescadores sacando el copo. En la parte inferior el comercio queda reflejado a través de un rincón del puerto y el trabajo de carga de cajas, barriles y sacos.
La industria protagoniza el lado derecho. Sobre el muelle aparecen objetos ornamentales cerámicos dispuestos para la exportación. Por encima tenemos una fábrica de azúcar y en la parte superior se recorta la fachada de la textil Industria Malagueña, con sus dos chimeneas humeantes. A su lado, con una vecindad que se correspondía en la realidad, la ferrería de Heredia, La Constancia, con el perfil de los altos hornos. Delante la estatua de Manuel Agustín Heredia, que estaba a la entrada de la siderurgia. Al otro lado tenemos el obelisco instalado en 1842 en la Plaza de la Merced en recuerdo del héroe liberal Torrijos y sus compañeros.
En el lado izquierdo se representa el transporte. La recién estrenada estación de ferrocarril, inaugurada en 1865, emerge como emblema rutilante de la modernización y de la arquitectura del hierro. El fondo, en tonos ocres, queda cerrado en la parte superior con una perspectiva del monte y castillo de Gibralfaro. Significativamente no aparecen elementos religiosos, destacando la ausencia del volumen de la Catedral. Ferrándiz cumplió el encargo y su obra mostraba fielmente el puerto, la estación y las fábricas. Los años de prosperidad estaban tocando a su fin y la crisis de fin de siglo asomaba por encima de esa imagen triunfante.
La diferencia de escala entre el boceto y la obra final permite ciertos detalles que se pueden observar en el teatro. Por ejemplo, la existencia de unos letreros en diferentes puntos de la composición que aportan información significativa. En el carro cargado de cañas un cartel nos indica su origen: el Cortijo de Carambuco, situado en Churriana. En las cajas y barriles de la versión del techo aparecen los nombres comerciales de los exportadores que eran miembros de sociedad constructora del teatro: Hacienda de Carranque de M. Orozco Boada, Adolfo Príes, John Clemens & Son, J. Kreisler, Viuda de P. Valls, R.M. Gómez, Mathias Huelin & Co. y Chinchilla de Romero de la Bandera. El pintor incluyó una esquina del tinglado de hierro que los comerciantes malagueños construyeron en 1847 en el puerto para resguardo de las mercancías depositadas en el muelle. La azucarera es la fábrica de Martín Heredia en La Malagueta, que tenía un aspecto neoárabe, con dos cuerpos laterales «unidos por una tapia en medio de la cual se abre un precioso arco moruno».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
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