En los bajos de este edificio estuvo el café de La Loba. Plaza de la Constitución a principios de siglo XX Archivo SUR

Sobre algunos viejos cafés malagueños

A la sombra de la historia ·

Miércoles, 27 de julio 2022

Trataremos en el capítulo de hoy de viejos cafés decimonónicos de nuestra querida Málaga. De algunos solo nos ha quedado su nombre, que Narciso Díaz ... de Escovar rescató del olvido: el de Quintana, el de la Paz, el de los Tres Reyes. En la época de los pronunciamientos militares, en estos cafés liberales y realistas conspiraban a diario, discutían y a veces llegaban a las manos. El gran poeta romántico José de Espronceda los pudo visitar cuando estuvo en Málaga en octubre y noviembre de 1838, representando al partido progresista del general Espartero.

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En la actual plaza del Carbón, en el callejón que desemboca al lado de donde estuvo la Peña Malaguista, hubo uno conocido por los malagueños como café Sin Techo. Tras llegar al final de la callecilla estrecha y mal iluminada, se entraba en un patio donde estaban las mesas. Era un café especialmente frecuentado en los meses de verano por las familias que degustaban un vaso de avellana con barquillos o un rico sorbete de mantecado o fresa. En un rincón se solían sentar los eclesiásticos, con sus amplios sombreros y sus paraguas rojos con franjas negras. Al café Sin Techo acudían también los liberales exaltados y, a veces, era escenario de alborotos y bullangas. Díaz de Escovar recuerda haber visto allí a Liborio García hablando «con su indispensable cigarro de medio real en los labios, que echaba más humo que la chimenea de la Aurora».

Toldos del café y restaurante de La Loba. Archivo SUR

Sin embargo, los cafés del siglo XIX que más huella dejaron en los malagueños fueron el de la Marina, el de La Loba y el Universal. El primero era el más antiguo de Málaga (mérito que hoy le corresponde al Café Madrid), pues ya existía en el siglo XVIII. Estaba en la punta donde confluían la Cortina del Muelle y la acera de la Marina, en el lugar donde se había levantado el castillo de los Genoveses. Como decía Bejarano, este antiguo café contempló los últimos galeones que hacían la ruta a las Indias y vio nacer la Alameda. Era frecuentado por marinos, consignatarios de buques, cargadores y comerciantes. Cuando en 1945 se unieron el Parque y la Alameda, desapareció para siempre.

El Café de La Loba abría sus puertas en la plaza de la Constitución, en los bajos de la antigua casa del corregidor, y ya funcionaba en el primer tercio de siglo. En 1866 su propietario se llamaba Andrés Ruiz. Diez años más tarde, el edificio fue levantado de nuevo y la propiedad pasó a los duques de Fernán Núñez, comenzando su época dorada. Su decoración de espejos, cómodos divanes, sillas de caoba, mecheros de gas, lo convertían en el lugar preferido de negociantes, corredores de comercio, militares retirados, en fin, gente seria y poco amiga de gritos y discusiones. El Café de la Loba tenía un patio con una famosa parra. Siempre estaba lleno en verano, especialmente por las noches, cuando los malagueños volvían de su paseo por la Alameda y se tomaban allí un refrigerio. En sus últimos años contó con un escenario donde actuaban tiples, bailarinas y cantaores. Allí, el día de su inauguración, el eximio poeta José Pascual y Torres recitó una inolvidable oda. Cerró en 1903.

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Publicidad del Café Universal. Archivo Díaz de Escovar

La sonada broma que gastaron en el Café Universal

Todas las noches llegaba al café, después de cenar, un funcionario de Hacienda entrado en años que se arrellanaba en una silla, bostezaba y se quedaba profundamente dormido, lanzando unos fragorosos ronquidos. Un pintor de los que participaban en la tertulia aprovechó el pesado sueño del funcionario para atreverse a pintarle la cara y su reluciente calva. Cuando este despertó, el resto de la clientela guardó silencio y disimuló. Cada uno a lo suyo.

El infeliz se despidió y se dirigió a un baile que ofrecía una amiga suya en la calle Casapalma. Por la calle todos lo miraban y se reían, sin que el pobre señor pudiera averiguar la causa. Al llegar a la casa de su amiga y contemplarse en un espejo, casi se desmaya. Cuentan que el pintor autor de la pesada broma estuvo varios días sin aparecer por el local, por si acaso.

El Café Universal tuvo una vida efímera. Ocuparon su sitio la imprenta de Ramón Párraga y, más tarde, los célebres almacenes El Águila.

El Café Universal fue inaugurado el 29 de mayo de 1872, durante las famosas fiestas del Corpus. Ocupaba parte del solar que había sido del convento de San Bernardo. Este suntuoso café contaba con tres puertas: a la calle Granada, Méndez Núñez y Niño de Guevara (antes Cañuelo de San Bernardo). Su propietario, Antonio Campos Garín, encargó la obra a Gerónimo Cuervo y el exorno del local y las pinturas de los techos a Bernardo Ferrándiz. Cuando este los terminó, fueron expuestos durante unos días en el derribo del convento de la Paz (donde más tarde se levantaron las conocidas como Casas de Campos) y en ese lugar fueron admiradas por muchos malagueños.

La zona más tranquila del café era la que daba a la calle Méndez Núñez. Allí se sentaban clientes que guardaban luto o que no gustaban del bullicio de la otra zona del café. Este espacio era conocido con guasa como la Alameda de los Tristes. El Café Universal era frecuentado por el estamento oficial y personal del Ayuntamiento, que estaba entonces en el cercano convento de San Agustín. En un rincón del local, cercano al Cañuelo de San Bernardo, se juntaban tres y cuatro mesas y se reunía una famosa tertulia. Los atendía un camarero de nombre Matías, aficionado a los toros y que había sido cantaor flamenco en sus años mozos. Allí se sentaban Bernardo del Saz, catedrático de instituto, Muñoz Cerisola, Relosillas, José Carlos Bruna, Horacio Lengo o Martínez de la Vega. Se escribían poemas, dramas, artículos, se comentaban con gracia los sucesos del día.

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