Tal día como hoy nacía el ratón más cinematográfico de la historia, Mickey Mouse, y moría Marcel Proust, que gracias a una magdalena alcanzaría la cima de la literatura del siglo XX con 'En busca del tiempo perdido'.
Dieciocho de noviembre de 1928. Nace, en ... Hollywood y como hijo putativo de un fóbico a los roedores llamado Walter Elías Disney, el ratón más cinematográfico de la historia. Tras actuar en modo Belinda hasta que llegó el cine sonoro, Mickey Mouse pronunció sus primeras palabras, «Hot dogs, hot dogs», y acto seguido se ennovió con Minnie y se puso guantes blancos mientras, tanto Franklin Delano Roosevelt desde su ovalado despacho como Benito Mussolini tras su afascistada camisa negra y hasta Jorge V bajo su british crown se declaraban fans incondicionales del animado roedor, y ya se las prometía más que felices Mickey en su imperio ratonil cuando el Pato Donald irrumpió en el cotarro con serie propia y popularidad a la alza, y los Tres Cerditos reventaron la taquilla acosados por un lobo bobo.
Pese a todo mantuvo el ratón tan intacta su icónica presencia que, ya fenecido su padre Walt y dicen que hasta crionizado para ser descongelado en un futuro más o menos cercano a menos que no paguen la luz de la planta crionizadora y se descongele sin más como un langostino tras un apagón insistente, Mickey se convirtió en el primer personaje en obtener una estrella en el concurrido Paseo de la Fama, agenciándose el número 6925 de Hollywood Boulevard. En cuanto respecta a los derechos de autor del ratón actorizado, están tan blindados por su estatus de marca registrada que, cuando en una ocasión una cadena de guarderías de Florida decidió waltdisneyzar sus paredes con dibujos de Mickey y otros colegas de gremio, la demanda que se les vino encima a los incautos pintores era tan desorbitada que sobredibujaron de inmediato a personajes de la Universal Studio, que al ser rival de la Disney les ofreció gratis sus propias siluetas animales, mientras en la Franja de Gaza se iba gestando una falsificación de Mickey cuyas aventuras, con el nombre de Farfur y diálogos de adoctrinamiento a la yihad, se emitieron en el canal oficial de Hamás hasta que las presiones internacionales conminaron al ministro de información patrio a tomar cartas en el asunto, el cual se resolvió afiambrando al controvertido ratón palestino a manos de un actor disfrazado de soldado israelí. Como diría Manolo García, «prefiero el trapecio, para verlas venir en movimiento»...
Marcel Proust 10/7/1871--18/11/1922
Seis años antes del nacimiento hollywoodense de Mickey Mouse, moría en París Marcel Proust, cuya labor de introspección en siete tomos alcanzaría, bajo el título de «En busca del tiempo perdido», la cima de la literatura del siglo XX. Andaba un buen día Marcel remojando una magdalena a la sazón más dura que una esquirla de Notre-Dame (aunque sin victorhuguense jorobado adyacente) en un té apropiadamente humeante, cuando los recuerdos se le colaron a través de la nariz y de las papilas gustativas y el escritor, que ya no estaba muy bien de lo suyo – siendo lo suyo un asma persecutoria que más temprano que tarde lo alcanzaría a bofetadas bronquiales y una depresión consecutiva a la orfandad –, se recluyó en el 102 del parisino Boulevard haussmann, que insonorizó con láminas de corcho para que sólo le hablaran los sentidos y además le hablaran mucho, y con la finalidad de emprender y culminar su obra maestra en calidad de narrador omnisciente aunque un tanto deficiente en cuanto a salud se refería.
Fue por consiguiente mojar la magdalena en el té y activarse el mecanismo proustiano, y allá que abrió Marcel un receptáculo narrativo al que arrojó unos gramos de efectos temporales en las mentes humanas; unos jirones de arte en todas sus acepciones; varias cucharadas de relaciones diversas entre clases sociales dispares; una brizna de existencialismo; taza y media de impresionismo; un zest de limón celoso; unas gotas de angostura homosexual; unas bocanadas de política; cuarto y mitad de guerra y tácticas militares; unos soplidos de traición y engaño. Con tal refrito argumental, cabría esperar un tostón de los que, más que aturdir alelan y, si bien no escasean los aturdidos o alelados por el maratón proustiano, no lo es menos que monsieur Proust, además de saber muy bien lo que contaba, sabía cómo contarlo. Cuando la neumonía definitiva lo envió al cementerio de Père-Lachaise a perder eternamente el tiempo aunque no el espacio junto a su padre y su hermano, sólo se habían publicado dos de los siete libros que componen «En busca del tiempo perdido». Como bien argumentó el escritor de la magdalena más famosa de la literatura, «el único verdadero paraíso es el paraíso perdido». Naturellement.
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