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Muchas cosas se nos quedaron en el tintero en la anterior entrega, tantas que vamos a tratar en esta de aclarar algunos de los muchos puntos que aún están sin resolver. Cuando el obispo Manuel González pudo escapar de la ratonera en la que habían ... convertido su palacio, en el mismo momento en que salió a la calle, se vivió uno de los momentos de máxima tensión. Alguien llegó a ponerle la mano en el pecho y se escuchaba entre el gentío «¡que muera!». Si no es por la escolta de Alejandro Conde, Antonio Abolafio y otros ciudadanos ejemplares es probable que lo hubieran matado. Nosotros seguimos los pormenores que publicó el periodista Juan Escolar el 12 de mayo en 'El Cronista', escritos al calor de los acontecimientos y, más tarde, ratificados y recogidos en su libro Un reportaje histórico.
Según este testigo, el prelado salió aquella fatídica noche por una puerta del Palacio Episcopal que daba a la calle Fresca. Tiene su lógica, pues de los cuatro costados del edificio este era el más discreto. A continuación se dirigió por el pasaje de Chinitas hacia la calle Sánchez Pastor. El obispo pensó refugiarse en casas de personas que lo rechazaron por miedo a las represalias. José Jiménez Guerrero afirmó que «una familia malagueña se negó a acoger al prelado en su domicilio», sin aportar nombres ni más detalles. José María González Ruiz, sobrino del obispo, recordaba que era la casa del «considerado como el católico oficial» (SUR, 27/2/2002). El propio protagonista aludía en 1935 en una carta al nuncio –rescatada recientemente de los Archivo Vaticanos por Andrés Camino– a «los que me fueron echando con atropellos y amenazas de muerte de los diversos refugios que busqué después de los incendios, así como sus inductores, la masonería».
Por tanto, Manuel González se acercó a algunas casas antes de ser recibido en la vivienda del beneficiado. Este recorrido pudo durar media hora, según el periodista, lo que supuso bastante exposición del religioso a los incontrolados que inundaban el Centro. 'El cronista' no se atrevió a escribir el nombre de «la conocida persona» que lo salvó en su casa. Ya dijimos que se trataba del beneficiado de la Catedral y capellán de las monjas de la Asunción, el sacerdote Antonio Rodríguez Ferro, quien vivía en el número 1 de la calle Niño de Guevara, en el segundo izquierda, curiosamente bajo la buhardilla que había sido hasta hacía muy poco estudio del pintor Denís Belgrano.
¿Quién organizó la quema de conventos y del Palacio Episcopal? Se acusó a Benjamín Ruiz, 'El Negro', junto con ocho personas más. La cuestión es por qué este episodio fue tan virulento en Málaga y no sucedió nada parecido en otras ciudades andaluzas. Algunos historiadores piensan que el gran culpable pudo ser el Gobernador Militar, Gómez-Caminero, quien mandó retirar las fuerzas de seguridad. Así se afirmaba también al día siguiente en 'El Cronista'. El gobernador era un conocido masón, de ahí lo que escribió el obispo al nuncio en 1935, que copiamos más arriba.
Más misterios. Cuenta José Jiménez Guerrero, en su documentada monografía, que el día 14 el arcipreste Andrés Coll (quédense con este nombre) y tres sacerdotes registraron las ruinas del Palacio Episcopal, a las doce de la noche, acompañados de un arquitecto y algunos bomberos. Buscaban una caja que estaba escondida en un lugar concreto. El resultado de la búsqueda resultó «desgraciado» y apenas pudieron rescatar casi nada. Al día siguiente fue detenido en un cabaré uno de los individuos que participaron en el saqueo, mientras gastaba grandes sumas de dinero. Según confesó, pertenecían a un sobre que contenía unas siete mil pesetas y que robó en el palacio.
Esta fue otra de las infamias que se difundieron sobre don Manuel González. Cuando pudo salir del Palacio Episcopal lo hizo «vestido de sotana y con birrete». Así lo consignó el periodista de 'El Cronista' muy pocas horas después de los acontecimientos. En el informe publicado en el Boletín Eclesiástico del 15 de agosto de 1931, se afirmaba que en su huida, a la altura del pasaje de Chinitas, alguien le ofreció al obispo que se pusiese un abrigo de mujer, para pasar más desapercibido, a lo que este se negó. Quizá aquí estuviese el origen de la patraña.La razón del infundio pudiera deberse, además de para denigrar la figura del obispo, a que estos visten de morado, color con el que en 1931 solo se atrevían las mujeres. Un ejemplo. Cuando el alcalde Pedro Luis Alonso veraneaba en Ciudad Jardín, recibió una tarde la visita del obispo Herrera Oria. Este acudía acompañado por un chófer elegantemente uniformado de azul, con su gorra de visera en la mano. Una criada, al verlos llegar, exclamó: «Aquí viene el obispo con su señora». Lógicamente pensó que el prelado era el de la gorra, ya que alguien tan importante no podía arreglarse con vestiduras púrpuras.
El obispo permaneció en Gibraltar hasta el 26 de diciembre de 1931. Ese día, acompañado del obispo de la Roca, llegó de incógnito a Ronda, donde se alojó en el colegio de los salesianos. Nunca pudo volver a Málaga. Desde el gobierno civil se le pidió que se marchara. Diez concejales rondeños exigieron en un pleno que se le expulsara. El diario local 'La Razón' publicó: «No nos es grata su compañía». ¿Por qué nadie quería al obispo?
Manuel González llegó a Málaga en 1916, como obispo auxiliar, ya que el obispo Juan Muñoz Herrera había dado muestras de demencia senil. Fue un religioso popular, querido por el pueblo, que levantó el Seminario y fundó una congregación religiosa. Pero la camarilla del anterior prelado se le enfrentó, minó su autoridad y le hizo la vida imposible. Consiguieron convencer al nuncio de que el pueblo no lo quería y que bajo ningún concepto debía volver a Málaga. Andrés Coll se postulaba como próximo obispo, dignidad que no pudo nunca alcanzar porque, al parecer, tenía una querida. En cambio, Manuel González fue elevado a los altares en el año 2016 y hoy es venerado como santo.
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