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El 22 de noviembre de 1597 hubo una tormenta en Málaga como nunca antes se recordaba. Junto a la torre del puente de Santo Domingo apareció varada una tortuga gigante que llenó de pasmo y admiración a los malagueños. El quelonio era tan grande que, como indican las crónicas de aquella centuria, sobre su concha se podían sentar cómodamente cuatro hombres. Su cuello y su cola medían casi un metro.
Cuenta Salvador Valverde que, el 25 de julio de 1862, un trabajador de las fábricas se bañaba en las playas de San Andrés al terminar su jornada laboral cuando, inesperadamente, fue acometido por un tiburón que le arrancó de un bocado una pierna hasta la altura del muslo. Fue auxiliado por una barca de pescadores pero de nada sirvió, pues falleció al poco. El miedo cundió entre los malagueños y aquel verano la gente dejó de bañarse. En los baños de Diana tuvieron que vigilar los alrededores con una lancha y acabaron instalando una verja de hierro para tranquilidad de sus clientes.
Pero no pretendemos hablar hoy de animales fieros sino de otros domésticos que hasta hace poco llenaban las calles malagueñas. Hubo un tiempo en que en la catedral de Málaga trabajaba una persona, llamada caniculario, que se encargaba de que no entrasen perros en el templo, cuando las calles estaban llenas de ellos y algunos podían transmitir la rabia, enfermedad muy temida entonces. También se ocupaba de echar a los locos –conocidos como majaras– y de mantener el orden, evitando que se hablase alto o que se formasen corrillos. Tenía una columna desmochada, a la entrada del coro, a manera de asiento estratégico. Su nombre, caniculario, procede de can, ya que trabajaba como perro guardián del primer templo malagueño.
En los comercios de calle Nueva, regentados muchos de ellos por cameranos, era frecuente que contasen con la ayuda de un perro bodeguero o ratonero para tener su negocio libre de estos indeseables roedores. De un comerciante muy conocido, Enrique Navarro Torres, cuenta Andrés Camino que iba acompañado muchas veces de su perrita Yola a la que llevaba suelta, sin correa.
Cuando se abrió la nueva calle Larios se prohibió el paso de caballerías para que no estropease el parqué de madera y porque no se consideraba elegante la circulación de carros. Muchas de las bestias que llegaban de fuera de Málaga se recogían en el cauce del Guadalmedina, que hace cien años servía para todo: para dormir la siesta, lavar la ropa, esquilar el ganado o como parada de carros y carruajes. Esto último tiene su lógica, puesto que tras un largo viaje a la ciudad los animales tenían que beber y los arrieros que descansar. Muy cerca estaban, para los más pudientes, el parador de San Rafael o el mesón de la Victoria, hoy Museo de Artes y Costumbres Populares.
En el Guadalmedina se celebraban unas famosas ferias de ganado, que están en el origen de la feria de Málaga. En la de 1893 se exhibieron más de 5.000 reses repartidas de la siguiente manera: 1.100 vacas, 800 ovejas, 200 caballos, 100 mulas, 300 cerdos, 90 asnos y más de 2.000 cabras. «Gustaron mucho a los inteligentes los 70 bueyes y vacas de don Juan Sánchez Rodríguez», comentaba por aquellos lejanos días un periodista del diario La Unión Mercantil.
La famosa feria de los borregos era un mercadillo ambulante para la venta de estos animales que se celebraba el Domingo de Resurrección entre los puentes de Santo Domingo y de Tetuán. Esta costumbre estuvo muy arraigada entre los malagueños durante el siglo XIX y se prolongó hasta bien entrado el siglo siguiente. Por otro lado, en Puerta del Mar, se vendían pavos, especialmente en las fiestas navideñas. En la histórica foto, el señor del sombrero con las manos en los bolsillos que mira a la cámara es Blas Palomo, el de los frutos secos.
Nunca los malagueños habían visto un elefante de verdad. Pizarro era un paquidermo de Ceylán que llegó a Málaga en 1866. Medía más de tres metros de altura y pesaba unas cuatro toneladas. Cuenta Salvador Valverde que se exhibió por primera vez el 4 de febrero en el circo de la Victoria, que estaba cerca de la calle Cristo de la epidemia. Poco después se celebró una lucha del elefante con dos toros que en realidad parecían perritos falderos comparados con su monstruosa bestialidad. Las entradas para tamaño espectáculo se podían adquirir en «la Alameda, donde está el elefante». El que quería verlo de cerca solo tenía que pagar un real. En otra actuación, el elefante se acercó tanto al público que cundió el pánico y la gente salió huyendo, desconocedora de que el gran mamífero estaba atado. El 14 de abril Pizarro abandonó Málaga en un tren de mercancías, bien sujeto el pobrecillo con cuerdas y cadenas. Pero antes había roto en la estación una caseta de madera y engullido con su trompa varios seretes de higos. Su dueño tuvo que pagar mil reales por los daños causados.
¿Quién no recuerda la glorieta de los pájaros en los jardines de Pedro Luis Alonso? La enorme jaula estaba llena de loros, periquitos y otras especies volátiles. Y los patos y cisnes del estanque. Algunos se escapaban y llegaban hasta el Parque, entonces sin tráfico apenas. La plaza de los Monos se conoce así porque los hubo hasta no hace mucho. Llamaban la atención de los viandantes por sus posturas eróticas y desvergonzadas. Uno de ellos mordió a la mujer del médico Gonzalo Bentabol cuando le ofrecía un cacahuete y casi le arrancó un dedo.
Antiguamente era normal ver pasar cabras por las calles malagueñas para vender leche a domicilio. De esta manera el ama de casa podía comprobar personalmente la calidad del producto mientras el cabrero la ordeñaba en el portal.
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Rocío Mendoza | Madrid y Lidia Carvajal
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