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El gobernador que supuestamente ordenó acabar con las palmeras de la Aduana

El gobernador que supuestamente ordenó acabar con las palmeras de la Aduana

SUR Historia ·

Se tiene por cierto que Valeriano del Castillo y Sáenz de Tejada tomó tan drástica medida para poder ver desde la balconada de la Aduana las manifestaciones que se pudieran aproximar al edificio

Lunes, 24 de junio 2019, 00:22

Si, con la ayuda de una brújula, nos situamos en la esquina de la Aduana que apunta a las calles Alcazabilla y Císter podremos comprobar que ese vértice del edificio señala exactamente el Norte. En el plano de Carrión de Mula, de 1791, el dibujo de la Nueva Real Aduana muestra también esta orientación, aunque para esas fechas se encontraba en fase de cimentación y aun se extraían del subsuelo «mármoles con inscripciones latinas».

Plano de Carrión de Mula (recorte), 1791. Restaurado por el profesor Pedro Portillo en 1997

El cronista Narciso Díaz de Escovar anota que «para determinar bien su emplazamiento se derribaron en 1788 los torreones y las murallas viejos de la Alcazaba». Como resultado de los trabajos de excavación se localizaron relevantes restos arqueológicos; el más ponderado fue sin duda el hallazgo, en julio de 1789, de una estatua de mujer, truncada, de siete cuartas de altura, que se consideró representaba a la emperatriz romana Julia Cornelia Salonina (siglo III), nuera del emperador Valeriano y madre de Valeriano II.

Desde el comienzo de las obras hasta la primera ocupación del nuevo edificio, Guerra de la Independencia por medio, debieron pasar 41 años. Su construcción se ajustó a las directrices establecidas por la Academia de San Fernando durante el reinado de Carlos III, basadas en el más puro equilibrio clásico; reacción obligada al churriguerismo del último Barroco, cansada la clase dirigente del mal gusto producido por tanta «hojarasca y relumbrones». A estos planteamientos, regidos por el orden de la razón, se deben la estética y, también, la orientación y adaptación del edificio a la topografía de la ciudad.

Catedral y Aduana vistas desde la dársena del puerto, hacia 1880. En el grupo de embarcaciones de la izquierda, puede observarse la estiba de un buque mediante barqueo, único medio utilizado entonces en el traslado de mercancías. Foto Archivo Wandre, reproducción de copia sobre papel.

Pensado como nueva aduana portuaria, se pretendía reflejara la importancia comercial y manufacturera que, a finales del siglo XVIII, iba adquiriendo la urbe. El viajero que en aquella época se acercara a Málaga desde el mar encontraría una serie de elementos urbanos claramente identificativos: el castillo de Gibralfaro, junto a él un conglomerado de casas que ocultaban la Alcazaba, la Catedral y la Aduana, palacio administrativo que mostraba el poderío de la nueva y pujante Málaga. Desde el mar servía de brújula, de tal manera que el navegante que se aproximara a puerto tendría en sus fachadas un referente orientador; tierra adentro, era modelo utilitario que indicaba la mejor manera de aprovechar la luz solar para iluminar las estancias de un edificio a esta orilla del Mediterráneo.

Nadie pensó entonces que el mar se alejaría de los pies de aquel palacio ni, por descontado, que se vería rodeado de una exuberante vegetación que velaría su imagen desde el puerto del futuro. Más previsible era la estadística histórica: que los gustos cambiasen y una nueva estética considerara anodino y falto de gracia el equilibrio del neoclásico.

Vista desde Gibralfaro. Litografía realizada partir de un dibujo de David Roberts, marzo 1833

Cuando David Roberts toma el famoso apunte desde Gibralfaro, luego litografía que sirvió de imagen de Málaga durante mucho tiempo, no presta mucha atención a aquella Nueva Real Aduana; de hecho, aparece diluida y convertida en un recurso pictórico que da relieve al conjunto Alcazaba – Catedral. Claro que, en aquellos años, el edificio no era más que una gran planta industrial: la Fábrica de Tabaco. Y como el tabaco, ardería en la dramática noche del 25 abril de 1922 causando un considerable número de víctimas, dejando el interior el palacio de la Hacienda pública convertido en cenizas.

El soberbio edificio, según lo define el Diccionario Madoz, o «el magnífico palacio, que respondía a la tradición mejor de la arquitectura española», según José Ortega Munilla, carece de interés para los grandes pintores románticos que visitan Málaga en el XIX. Gustavo Doré ignora por completo en su panorama del Puerto el edificio que lucía en su fachada esculpido con letras de oro el nombre de «Aduana Nacional, 1842».

El puerto y la Aduana hacia 1902. Los elementos fechan la fotografía: un tranvía de mulas circula por la Acera de la Marina, los muelles próximos a la Aduana están siendo rellenados. Foto Archivo Wandre, reproducción de copia sobre papel

Reproducción de la misma fotografía en la revista malagueña El Pregón, enero de 1928

Será la fotografía, ya en la segunda mitad del siglo XIX, la que muestre la historia visual del entorno de la Aduana. Todavía en la última década del XIX aparece asomada al puerto. En la primera del XX, una ancha franja de tierra con incipiente vegetación la separa del mar.

Vista desde Gibralfaro, hacia 1910. Fondo Thomas, Archivo Histórico del Instituto de Estudios Fotográficos de Cataluña. Reproducción a partir del negativo en placa de cristal

En la segunda década de ese siglo, los árboles del Parque toman altura hasta la primera planta de la fachada sur oriental, y un bosquete de palmeras crece en toda la línea del frontal que da a la Cortina del Muelle. En los primeros años de la República, la esquina próxima a la Plaza de la Aduana luce un palmeral de impresionante altura; a finales de 1935, aquellas palmeras han desaparecido, víctimas de una tala inmisericorde.

Aduana, fachada occidental, hacia 1927. En esa fecha todavía se podían apreciar en el exterior del edifico, aun en proceso de rehabilitación, los efectos del incendio de 1922. Fondo Roisin, Archivo Histórico del Instituto de Estudios Fotográficos de Cataluña. Reproducción a partir de negativo original

Se tiene por cierto que quien ordena la tala es Valeriano del Castillo y Sáenz de Tejada, gobernador civil de Málaga desde el 21 de diciembre de 1935 a 22 de febrero de 1936, y que toma tan drástica medida para poder ver desde la balconada de la Aduana las manifestaciones que se pudieran aproximar al edificio.

Aduana, fachada occidental, al inicio de la República. Fondo Roisin, Archivo Histórico del Instituto de Estudios Fotográficos de Cataluña. Reproducción a partir del negativo en placa de cristal Aduana, fachada occidental, 1966.

A favor de esta teoría juega una nota manuscrita que encontró Mercedes Jiménez Bolívar en el archivo fotográfico de Foto Arenas. Dato relevante pero no necesariamente objetivo, ya que Juan Arenas estuvo estrechamente ligado a las autoridades, gubernativas y municipales que precedieron al mandato del Valeriano del Castillo; de hecho, con Salvador González Anaya, alcalde cesado por del Castillo, había compartido la autoría del «Catálogo oficial de la Exposición de 1924». También podría avalar la teoría que atribuye el «palmericidio» a Valeriano del Castillo el convulso momento que se vive en Málaga ante la proximidad de las elecciones que, finalmente, gana el Frente Popular. Como ejemplo de la fuerte tensión entre derechas e izquierdas, valga decir que es precisamente en ese periodo cuando la calle 14 de Abril, símbolo inequívoco del espíritu republicano, vuelve a llamarse del Marqués de Larios; decisión, de otra parte, no atribuible al gobernador civil, sino a la Gestora municipal.

A pesar de estos antecedentes, si repasamos detenidamente la hemeroteca de los pocos días que Valeriano del Castillo fue gobernador civil de Málaga, no encontramos ningún dato que haga alusión a la desaparición de las espléndidas palmeras. Bien es cierto que no existía entonces la sensibilidad de hoy ante estos temas y que la situación política y social eran lo suficientemente preocupante como para ocupar toda la atención de los lectores de periódicos. Por el contrario, la imagen que muestra la prensa local de aquel gobernador civil, y téngase en cuenta que los periodistas de los distintos medios lo visitaban a diario, es la de un hombre que se define como «no político», demócrata–progresista, y cuya principal tarea durante su mandato es la de asegurar que las elecciones previstas se celebrasen con normalidad, evitando los radicalismos de izquierdas y los de una derecha montaraz y extremista que se declaraba a sí misma «ofensiva».

A la izquierda, en los bajos del palacio del conde Villalcázar, el almacén de efectos navales Las Américas, testimonio del comercio marítimo en la antigua Cortina del Muelle. Fondo Bienvernido – Arenas, Archivo Fotográfico Histórico Universidad de Málaga

De otra parte, poner el foco en el perfil humano del personaje nos acerca el controvertido momento de aquel periodo y de los difíciles años que le siguen. Cuando Valeriano del Castillo llega a Málaga es ya teniente coronel del Cuerpo Jurídico de la Armada, sin embargo aparenta poco más de treinta años. La prensa se hace eco de su amistad con Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, al que visita en Priego en las navidades de 1935. Valeriano había nacido en Alcalá la Real, está emparentado con José Antonio Primo de Rivera y es hermano de quien ha pasado a la historia con el conocido apelativo de «teniente Castillo», militar asesinado en Madrid el 12 de julio de 1936 y cuya muerte acarreará, al día siguiente, la de Calvo Sotelo. Durante el breve mandato de Valeriano en Málaga, su hermano José del Castillo, junto a otros militares, está siendo sometido a un Consejo de Guerra en Madrid acusado de pertenecer a las Milicias Socialistas. Durante la Guerra Civil, el Ejército de la República considerará a Valeriano sospechoso de haber formado parte de un gobierno de «derechas»; después de la Guerra, tras un proceso de depuración debido a su implicación en el gobierno republicano, perderá su empleo militar.

Puesta en cuestión la autoría de Valeriano del Castillo en la desaparición de las palmeras que vemos en las imágenes, queda otro del Castillo, en este caso Miguel, que sí está documentalmente probado que bajo su dirección, en 1788, se derribaron los lienzos de murallas que unían el extremo occidental de la Alcazaba con los de la medina medieval y el denominado Arco de la Cava. No sabemos si este del Castillo tenía algún parentesco con el que fuera gobernador civil. Tampoco se podía recurrir entonces a la fotografía para dejar testimonio de aquel acontecimiento.

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