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Pío Baroja junto a su sobrino Julio Caro Baroja. Archivo SUR
La mítica tertulia de la plaza del Obispo
A la sombra de la historia

La mítica tertulia de la plaza del Obispo

Sábado, 29 de julio 2023, 00:15

Julio Caro Baroja siempre fue el ojito derecho de su tío, Pío Baroja. Antropólogo, historiador, lingüista y ensayista, fue quizá el mejor folclorista español del siglo XX. Julio Caro y la fiel criada Clementina cuidaron del escritor en sus últimos meses de vida. «Las largas horas de tensión nerviosa que para mí supuso el final de la vida de mi tío, de mayo a octubre, acabaron con la poca salud que tenía». Decidió entonces cerrar la casa madrileña y venirse a Málaga, buscando el sol y atraído por los recuerdos familiares. Julio Caro Baroja (1914-1995) era hijo de Rafael Caro Raggio y de Carmen Baroja Nessi, hermana del escritor. Los Raggio pertenecían a una familia de comerciantes de origen genovés establecidos en Málaga desde el siglo XIX.

Siguiendo el rastro de estos parientes, Julio Caro Baroja llegó a Málaga en noviembre de 1956, con el ánimo destrozado y pensando encontrar alivio a su duelo. «Bajé a Málaga con la misma candidez con la puede bajar un sueco o un noruego en busca de sol y tranquilidad». Se alojó en el Hotel Miramar, entonces el mejor de Málaga, y estuvo varios días sin salir a la calle. A los pocos días, Julio decidió coger un taxi y visitar a Brenan en su casa de Churriana. Lo había conocido años atrás en Madrid. Cuando los Brenan vieron el lamentable estado de ánimo en el que se encontraba Julio Caro tras la muerte del escritor, le invitaron a pasar unos días en su finca para reponerse. El sobrino de Pío Baroja aceptó gustoso. Se enamoró del paisaje de Churriana y sin pensárselo dos veces decidió comprarse allí mismo una casa.

Finca El Carambuco en Churriana.

El jardinero de Brenan, conocido por el curioso mote de «el Matacristianos», también trabajaba en una finca llamada El Carambuco. La casa era propiedad de Eugenio Gross Scholtz, padre del famoso aviador. Al fallecer en 1957, Julio Caro le compró su finca con el dinero que había heredado de Pío Baroja. Fue trasladando al Carambuco muebles de la casa madrileña de su tío, pero todavía le faltaba bastante para dejarla cómoda. Alguien le llevó, entonces, a la famosa tienda de antigüedades de la plaza del Obispo y así entró a formar parte de su memorable tertulia. «Esta tienda fue mi ancla», afirmaba con rotundidad Caro Baroja.

Este comercio constituía el mejor centro de observación que uno pudiera imaginar, pues estaba «en una de las esquinas de la plaza del Obispo, frente al Palacio Episcopal mismo y bajo la mole inmensa de la Catedral». Pertenecía a dos socios muy distintos. Por un lado, Antonio Guerrero Andrade era un trasnochador que había vivido intensamente la noche malagueña en las décadas anteriores a la Guerra Civil. Le gustaba el juego y gozaba con fruición de los pequeños placeres cotidianos. Contaba muchas anécdotas de gente brava que había tratado en su juventud: matones, cargadores del puerto y chulos. Por otro lado, el otro socio de la tienda era Salvador Blasco Alarcón. Pero este personaje merece un párrafo aparte.

Crónica viva de Málaga

Don Salvador Blasco era un alto funcionario, pues desempeñaba el puesto de jefe provincial de Estadística. Nieto del alcalde José Alarcón Luján, era primo segundo de Picasso y estaba emparentado con los Raggio, por lo que era pariente lejano de Julio Caro. Crónica viva de Málaga, se conocía la vida de los malagueños a lo largo de tres generaciones. Observaba las costumbres de sus coterráneos y luego las vertía con acierto en su famosa tertulia. Según contaba el sabio etnógrafo, Salvador Blasco era «la amabilidad personificada y la simpatía hecha carne». Este hombre extraordinario iba cada día a su tienda al salir del trabajo al mediodía y luego volvía por la tarde, sobre las cinco, y se sentaba en una mesa a hacer cuentas y a tratar con carpinteros, restauradores, gitanos, anticuarios y otros tratantes. Era una delicia escuchar sus diálogos llenos de sabiduría y de fina ironía.

En esta esquina de la plaza del Obispo estuvo la tienda de antigüedades y su famosa tertulia.

Citemos a algunos de los tertulianos que acudían cada tarde, según los recordaba Julio Caro Baroja: Baltasar Peña Hinojosa, terrateniente, político, poeta y aficionado al arte en todas sus manifestaciones; Vicente Andrade, Bernabé Fernández Canivell, Enrique Hurtado de Mendoza, Salvador Garret, Modesto Laza, Manuel Alvar, los catedráticos de la Universidad de Granada, cuando venían a examinar del temible examen de estado a los alumnos del instituto... Incluso acudían a la tertulia señoras y señoritas que se colocaban aparte para tratar de sus cosas.

Julio Caro Baroja bajaba a Málaga casi todas las tardes en el «auto de línea» desde su finca de Churriana para divertirse y charlar morosamente con sus amigos malagueños sobre lo divino y lo humano. Hoy el local donde estuvo esta histórica tienda de antigüedades lo ocupa un establecimiento de hostelería, de los que están convirtiendo a Málaga en una ciudad sin esencia y sin alma.

Alabanza y elogio de la tertulia

La tertulia es escuela de curiosos, encuentro de avisados, placer de sabios y refugio de desocupados. El pintor Manuel Blasco, en su libro La Málaga de principios de siglo, prologado precisamente por su amigo Julio Caro, hacía la siguiente defensa de la tertulia:

Si hay algo que recuerde con nostalgia del tiempo pasado, con añoranzas de juventud, es la tertulia, el diálogo, ese lazo que ataba simpatías, esa cátedra de saber y esgrima de humor: discusión de ideales, muestra de ingenio y aprendizaje del oyente. Época cuando se hablaba de lo humano y lo divino sin ira, sin exabruptos (…). La tertulia empezaba en la mesa, mesurada, con recato ante las mujeres, sin entrometimiento de los niños. En familias ilustradas, hombres de carrera y estudiantes, no personas del comercio, era alto el nivel cultural e interesantes los comentarios sobre los aconteceres del día. Yo puedo asegurar que lo poco que sé, se lo debo a aquella sobremesa amable de mi casa.

Corrían los tiempos en los que aún no se había entronizado a la televisión en los hogares y el teléfono móvil era ciencia ficción.

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