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Ana Pérez-Bryan
Lunes, 20 de septiembre 2021, 00:52
Los libros de historia local están plagados de referencias a los grandes empresarios e industriales que dieron esplendor a la Málaga del siglo XIX, con ... Manuel Agustín Heredia o el primer y segundo marqués de Larios (Martín y Manuel Domingo) como grandes pilares de esta etapa luminosa. Pero hubo más personajes sin cuya aportación no sólo no se entendería el tablero de influencias políticas, económicas y empresariales en la ciudad, sino en el resto de España. Uno de los más importantes fue José de Salamanca y Mayol (Málaga, 1811-Madrid, 1883), que alumbró y puso su nombre al barrio más exclusivo de Madrid y que llegó a amasar una fortuna de 300 millones de pesetas en el siglo XIX. Echen cuentas de lo que suponía esa cantidad, más aún teniendo en cuenta que algunos documentos históricos desvelan que «tiró veinte veces más».
Las cifras de vértigo que acompañaron al marqués de Salamanca en una vida repleta de altibajos son sólo parte de las aristas de este personaje total que, en el caso de tener tarjeta de visita, hubiera tenido que completarla a doble cara con los títulos de empresario, político, banquero, especulador, juez, alcalde, grande de España, aventurero, mecenas, ministro, visionario, excéntrico, derrochador o mujeriego. Por citar sólo algunos. Los contornos de la biografía del marqués de Salamanca se dibujan también con títulos como el 'Príncipe Salamanca' -así fue bautizado en las altas esferas parisinas-, el 'Rothschild' español o el 'Montecristo español'. No en vano, forjó una estrecha amistad con Alejandro Dumas, profundo admirador del aristócrata malagueño, de quien llegó a decir que, de haberlo conocido antes, lo hubiera convertido en el protagonista absoluto de su clásico.
Fallecido a los 72 años en Madrid, su extensa vida también dio para decenas de anécdotas y curiosidades. Por empezar con la más lejana en el tiempo, el marqués de Salamanca nació en la calle Correo Viejo de Málaga y su padre, médico de profesión, era íntimo amigo del general liberal José María de Torrijos, fusilado con sus 48 compañeros liberales en las playas de San Andrés por orden de Fernando VII. Corría diciembre de 1831, y unos días antes del ajusticiamiento, cuando fueron detenidos Torrijos y sus hombres, el joven José de Salamanca (20 años y estudiante de Derecho), emprendió un viaje desesperado a Madrid a instancias de su padre para rogar clemencia en la corte de Fernando VII. Lo hizo, según las crónicas que se conservan de aquella gesta en el archivo de Narciso Díaz de Escovar, «reventando caballos en súplica por un indulto que no hubo de concederse», ya que la orden de fusilamiento llegó cuando Salamanca aún iba en camino.
Con ese primer contacto con la política y terminada ya la carrera de leyes en Granada, se trasladó a Monóvar (Alicante), donde logró hacerse con la alcaldía. Allí, precisamente, tuvo lugar uno de los episodios más delirantes de su biografía, ya que durante la epidemia de cólera que asoló la región entre los años 1833 y 1834, el joven letrado se contagió de la enfermedad y los médicos que lo atendieron llegaron a certificar su muerte. Mortaja y velatorio incluido. A punto de ser introducido en el ataúd, Salamanca despertó de ese episodio de catalepsia y ese ataúd acabó recibiendo los restos de un buen amigo suyo que -éste, sí- murió justo cuando él 'resucitaba'.
Con muchas cosas aún por hacer, dio el salto a Madrid a los 36 años, cuando fue elegido diputado por el partido moderado y juez de primera instancia. Pero el verdadero brillo del marqués de Salamanca llegaría a través de los negocios y, por qué no, de una primera ayuda que fue capital para esa revolución. Ese préstamo llegó, nada menos, que de manos de su cuñado, Manuel Agustín Heredia: casados con las hermanas Petronila e Isabel Livermore Salas -hijas de la burguesía extrajera y pertenecientes a la llamada 'oligarquía de la Alameda'-, fue el industrial quien dio al joven Salamanca las veinte onzas de oro con las que éste partió de su Málaga natal. Cuentan esas mismas crónicas históricas que José de Salamanca, ya metido en el mundo de los negocios y disfrutando aún de su primer éxito tras hacerse con el monopolio de explotación de las minas de sal en varias localidades españolas, devolvió a su cuñado el préstamo con el siguiente mensaje: «Con el dinero que me diste, hice mi siembra y recolecté. Con los primeros granos ya he abierto granero. Te devuelvo las semillas. Gracias».
Desengañado de la política -aunque no dejó de cultivar su influencia en el gobierno y en la corte, donde la reina Isabel II le concedió el título de marqués de Salamanca y conde de los Llanos-, comprendió pronto que la verdadera proyección le llegaría a través de los negocios. Se asoció con el conocido banquero José de Buschental, quien le abrió las puertas de la Bolsa y de negocios en los que invirtió cantidades que hacían palidecer a inversores no tan arriesgados. La atención del mundo financiero en torno al malagueño llegó a la cúspide cuando se supo que el Gobierno negociaba con él un empréstito de 400 millones, y gracias a su arrojo se pusieron en marcha en España los primeros ferrocarriles. De hecho, Salamanca financió la primera línea de tren, en Aranjuez; a las que siguieron las de Barcelona, Mataró, Alicante, Toledo y Pamplona, además de proyectos similares en Portugal, Italia, Alemania o América. Los millones salían de su cuenta y llegaban multiplicados, ya que él no las explotaba, sino que las financiaba y luego las vendía. Como curiosidad (una más), una ciudad del estado de Nueva York lleva el nombre de Salamanca en honor del marqués, que llegó a invertir en una compañía ferroviaria de la zona y en agradecimiento quedó bautizada con el nombre del marquesado.
En el año 1847 aceptó el cargo de ministro de Hacienda, pero duró sólo dos meses en el puesto. El archivero y abogado Narciso Díaz de Escovar recoge en uno de sus escritos que gastó tal cantidad de dinero de su bolsillo en dar prestigio al cargo, «celebrar recepciones y hacer obras generosas, que al dimitir vio que se había gastado varios millones. Por eso decía: 'Dicen que los ministros de Hacienda salen ricos, pero si yo continúo un mes más en la poltrona, o pido limosna o tengo que solicitar mi reposición en el juzgado de Monóvar».
Ese brillo del marqués de Salamanca no sólo se apreció en España. También en plazas de referencia europeas como París, donde se exilió para huir de las revoluciones de 1848 y siguió impulsando operaciones financieras que no tardaron en darle fama. De hecho, allí se le llegó a conocer como 'Príncipe de Salamanca', y los financieros franceses daban a su firma más solvencia que a la del propio Estado español. Fue allí cuando hizo amistad con Alejandro Dumas, pero también con otras personalidades de la época como el compositor Franz Listz. Conocido también por su carácter excéntrico y caprichoso, las crónicas de la época dejaron constancia de su 'flechazo' culinario por el cocinero jefe de Napoleón III, al que consiguió llevarse a su palacio de Madrid ofreciéndole un sueldo mucho más elevado que el que le daba el mismísimo emperador.
De su inmensa fortuna dan cuenta los inmuebles fabulosos de su propiedad: dos palacios en Madrid (Vista Alegre y Buena Esparanza), otro en Aranjuez, el palacio de Mitra en Lisboa o un hotel propio en París, entre otros; todos ellos con una legión de personal de servicio que se encargaba de tenerlo todo a punto y en todo momento para atender al marqués (en su palacio de Madrid, por ejemplo, había más sirvientes que en la corte).
Esa fama antojadiza la cultivó también con las damas de la época, a las que cortejaba y agasajaba con carísimos regalos -a algunas, incluso con residencia propia- hasta que caían rendidas a sus pies. Para el marqués de Salamanca no era problema que estuvieran casadas -llegó a hacerse con el favor de la mujer de un amigo después de salvarlo de la ruina-; como tampoco lo fue su matrimonio con Petronila Livermore, con la que tuvo dos hijos: de hecho, a la muerte de ésta, el empresario cayó en una profunda depresión que lo mantuvo encerrado en su residencia un año.
Esos altibajos no sólo marcaron el terreno personal a lo largo de su vida: también el de su propia fortuna, ya que asumió enormes riesgos que no siempre salieron bien, caso del Banco de Isabel II, que más tarde se convertiría en el germen del Banco de España. No obstante, el más conocido fue el del barrio de Salamanca de Madrid, una complejísima operación urbanística con la que quiso impulsar, en torno a 1864, la primera fase del ensanche de la capital y que le llevó a adquirir enormes extensiones de terreno. Como buen inversor, también quiso ser él el encargado de la construcción de las casas, una decisión que terminó por costarle su fortuna: muchos inversores se habían echado para atrás dada su fama de hombre extremadamente arriesgado, de modo que tuvo que invertir todo su capital. Varios reveses políticos, el encarecimiento del crédito y la pérdida en paralelo de parte de su fortuna en la Bolsa llevaron al marqués de Salamanca a la ruina.
Pero no era la primera vez que el financiero se veía en ésas. Tampoco la primera vez que salía: buscó fondos a intereses muy altos y vendió parte de su fabulosa colección de arte -con cuadros de Goya o Velázquez-, de modo que en 1870 ya tenía terminadas las actuales calle Serrano y Claudio Coelho. La burguesía madrileña, atraída por el lujo de las fabulosas residencias, fue haciéndose con la manzana; aunque el financiero volvió a chocar contra las dificultades de enajenar los inmuebles. Desprendido también de uno de sus dos fabulosos palacios en Madrid, el marqués de Salamanca se refugió en el de Vista Alegre, un edificio del que se había encaprichado en su momento de máximo esplendor económico y que adquirió como finca de recreo después de incorporarle todo tipo de lujos. Allí falleció, a los 72 años, unos días después de contraer una grave pulmomía y con la lucidez justa para dejar constancia de que esa vez «iba de veras». «Ahora no ocurrirá ya como en Monóvar», dijo antes de 'morir' por segunda vez y después de dejar una huella que -por qué no- estuvo más que a la altura de aquel Conde de Montecristo que alumbró su amigo Dumas.
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